Benedicto XVI
Proseguimos nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La
semana pasada he mostrado que la fe es un don, porque es Dios quien toma la
iniciativa de venir a nosotros, y es una respuesta con la cual lo recibimos
como verdad y cimiento estable de nuestra vida. Es un don que transforma la
vida, porque nos hace penetrar en la misma visión de Jesús, que obra en
nosotros y nos abre al amor a Dios y a los demás.
Hoy me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, empezando de
nuevo con algunas preguntas: ¿la fe tiene un carácter sólo personal e
individual? ¿Interesa sólo a mi persona? ¿Vivo mi fe por mi cuenta? Por
supuesto, el acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en
lo más profundo de mi ser y que marca un cambio de dirección, una conversión
personal: es mi vida la que recibe un cambio de ruta. En la liturgia del
Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide manifestar la fe
católica y formula tres preguntas: ¿Creéis en Dios Padre todopoderoso, Creador
del cielo y de la tierra?; ¿Creéis en Jesucristo? y, por último, ¿Creéis en el
Espíritu Santo? Antiguamente, estas preguntas se dirigían personalmente al que
iba a recibir el Bautismo, antes de sumergirse tres veces en el agua. Y aún
hoy, la respuesta es en singular: "Creo". Pero mi creer no es el
resultado de mi reflexión solitaria, no es producto de mi pensamiento, sino que
es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un
recibir y una respuesta, es la acción de comunicar con Jesús la que me hace
salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios
Padre. Es como un renacer, en el que me encuentro unido no sólo a Jesús, sino
también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino, y este
nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo de toda la
vida. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque
Dios me dona la fe a través de una comunidad creyente, que es la Iglesia y me
inserta en una multitud de creyentes, en una comunión, que no es sólo
sociológica, sino que tiene sus raíces en el amor eterno de Dios, que en Sí
mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es Amor trinitario.
Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es comunitaria: puede ser mi fe,
sólo si vive y se mueve en el "nosotros" de la Iglesia, sólo si es
nuestra fe, la fe de la única Iglesia».
Los domingos, en la Santa Misa, rezando el Credo, nos expresamos en primera
persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese
"Creo", pronunciado de forma individual, nos une al de un inmenso
coro en el tiempo y en el espacio, en el que cada uno contribuye, por decirlo
así, a una polifonía armoniosa en la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica lo
resume claramente así: «"Creer" es un acto eclesial. La fe de la
Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la
Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no
tiene a la Iglesia por Madre" (San Cipriano de Cartago Catecismo de la Iglesia Católica n.
181). La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es
importante recordarlo.
En los comienzos de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo
desciende con su poder sobre los discípulos en el día de Pentecostés -como se
relata en los Hechos de los Apóstoles (cfr. Hch 2, 1-13)- la Iglesia naciente
recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor
Resucitado: difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena
noticia del Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él, a la
fe que salva. Los Apóstoles superan todos los miedos al proclamar lo que habían
oído, visto, y experimentado personalmente con Jesús. Por el poder del Espíritu
Santo, comienzan a hablar lenguas nuevas, anunciando abiertamente el misterio
del que fueron testigos. Los Hechos de los Apóstoles nos narran luego el gran
discurso que Pedro pronuncia, precisamente, en el día de Pentecostés. Comienza
con un pasaje del profeta Joel (Joe 3, 1-5), refiriéndolo a Jesús, y
proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había beneficiado a
todos, que había sido acreditado en Dios con prodigios y grandes signos, ha
sido clavado en la cruz y matado, pero Dios lo ha resucitado de entre los
muertos, constituyéndolo Señor y Cristo. Con Él entramos en la salvación
definitiva anunciada por los profetas y el que invoque su nombre será salvado
(cfr. Hch 2,17-24). Al escuchar las palabras de Pedro, muchos se sienten
interpelados personalmente, se arrepienten de sus pecados y se hacen bautizar,
recibiendo el don del Espíritu Santo (cfr. Hch 2, 37-41).
Así comienza el camino de la Iglesia, como comunidad que lleva este
anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios
fundado sobre la nueva alianza, gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros
no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y
mujeres provenientes de toda nación y cultura. Es un pueblo ‘católico’, que
habla lenguas nuevas, universalmente abierto para acoger a todos, más allá de
todo confín, demoliendo todas las barreras –como afirma san Pablo: "Por
eso, ya no hay pagano ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro ni extranjero,
esclavo ni hombre libre, sino solo Cristo, que es todo y está en todos".
(Col 3,11).
La Iglesia, por tanto, desde el principio, es el lugar de la fe, el
lugar de la transmisión de la fe, el lugar en el que, mediante el Bautismo,
estamos inmersos en el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo,
que nos libera de la esclavitud del pecado, nos da la libertad de hijos y nos
lleva a la comunión con el Dios Trinitario. Al mismo tiempo, estamos inmersos
en la comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo
de Cristo, sacados de nuestro aislamiento. El Concilio Vaticano II lo recuerda:
"Dios quiere salvar y santificar a los hombres, no individualmente y sin
ningún vínculo entre ellos, sino que quiere hacer de ellos un pueblo, que Lo
reconozca en la verdad y fielmente Lo sirva" (Constitución dogmática Lumen
gentium, 9). Recordando aún la liturgia del Bautismo, notamos que, en la
conclusión de las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos
"creo" a las verdades centrales de la fe, el celebrante dice:
"Esta es nuestra fe, ésta es la fe de la Iglesia y nosotros nos gloriamos
de profesarla en Cristo Jesús Señor nuestro". La fe es la virtud teologal,
es decir, dada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la
historia. El mismo San Pablo, escribiendo a los corintios, afirma haber
comunicado a ellos el Evangelio que a su vez también él había recibido (cf. 1
Cor 15, 3).
Hay una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de anuncio de
la Palabra de Dios, de celebrar de los Sacramentos, que llega hasta nosotros y
que nosotros llamamos Tradición. Ella nos da la seguridad de que lo que creemos
es el mensaje original de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo
primordial del anuncio es el acontecimiento de la Muerte y Resurrección del
Señor, de donde mana todo el patrimonio de la fe. Dice el Concilio: "La
predicación apostólica, que se expresa de un modo especial en los libros
inspirados, debía ser entregada con sucesión continua hasta el fin de los tiempos".
(Dei Verbum, 8). Por lo tanto, si la
Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la
conserva y la transmite fielmente, para que los hombres de todas las épocas
tengan acceso a sus vastos recursos y puedan enriquecerse con sus tesoros de
gracia. Por eso la Iglesia, cito una vez más el Vaticano II, "en su
doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo
que ella es y todo lo que ella cree" (DV 8).
Por último, quisiera destacar que es en la comunidad eclesial que la
fe personal crece y madura. Es interesante observar como en el Nuevo Testamento
la palabra "santos" se refiere a los cristianos en su conjunto, y
ciertamente no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la
Iglesia. ¿Qué es lo que se quería indicar, con este término? El hecho de que
los que tenían y vivían la fe en Cristo resucitado estaban llamados a
convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndolos, así,
en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro de
Dios vivo. Esto vale también para nosotros: un cristiano que se deja guiar y
poco a poco configurar por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus
limitaciones y sus dificultades, se convierte como una ventana abierta a la luz
del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo. El Beato Juan Pablo
II en la Encíclica Redemptoris missio
afirma que "la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad
cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones ¡La fe se refuerza
donándola!"
La tendencia, hoy generalizada,
de relegar la fe al ámbito privado contradice su propia naturaleza. Tenemos
necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y experimentar juntos los
dones de Dios: su Palabra, los Sacramentos, el sostén de la gracia y el
testimonio del amor. Así nuestro "yo" en el "nosotros" de
la Iglesia podrá percibirse, al mismo tiempo, destinatario y protagonista de un
acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que
establece la comunión entre los hombres. En un mundo donde el individualismo
parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas cada vez más
frágiles, la fe nos llama a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión
de Dios para toda la humanidad (cf. Constitución Pastoral. Gaudium et Spes, 1).
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