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15 junio 2014

Epístolas morales a Lucilio (y III)

Francisco Javier Bernad Morales

Si bien las ideas morales de Séneca han merecido general admiración, no han faltado desde antiguo quienes han señalado que su vida se rigió por principios mucho menos elevados. Así, Dión Casio  en el siglo III lo retrata como un hombre lujurioso y sediento de riquezas. No obstante, Tácito, nacido hacia el año 55, cuando por tanto aún Séneca vivía, da de él una imagen favorable, pese a ser un historiador muy poco indulgente con las debilidades de los poderosos. Los testimonios coinciden en que, procedente de una notable familia afincada en la Bética, llegó a acumular una gran fortuna. Sin embargo, no parece haberle mostrado mucho apego, pues ya en el año 62, cuando rogó a Nerón que le permitiera retirarse a la vida privada se mostró dispuesto a renunciar a ella. También, al menos en estos años finales de su vida parece, si hemos de creer a Tácito, mantener una cariñosa relación con su esposa Paulina.

Había nacido hacia el 4 a. C. en Corduba, una de las principales ciudades de la muy romanizada Bética, hijo del procurador imperial Marco Anneo Séneca, famoso por su habilidad retórica. Muy joven marchó a Roma, donde vivió con una hermanastra de su madre de nombre Marcia. Allí completó sus estudios y frecuentó la compañía del filósofo estoico Atalo. Cuando en el 16 el marido de Marcia fue nombrado gobernador de Egipto, acompañó al matrimonio a Alejandría. A su regreso a Roma, en el año 31, inició como cuestor el cursus honorum, es decir, la carrera política reservada a los jóvenes de familia distinguida. Pronto destacó entre los senadores, lo que, según Dión Casio, provocó los celos de Calígula. Su mala salud parece que lo salvó de que aquel le diera muerte, pues el emperador confió en que la naturaleza le ahorraría el crimen. En efecto, Séneca padecía asma y otras enfermedades. Sin embargo, una cuidada dieta, acompañada de ejercicios gimnásticos y cuidados médicos le permitió alcanzar la vejez. Tras el asesinato de Calígula en el año 41, su sucesor Claudio, lo condenó a muerte, aunque conmutó la sentencia por el destierro en Córcega. Solo pudo volver en el año 49, reclamado por Agripina, la nueva esposa de Claudio, quien deseaba que se encargara de la educación de su hijo Nerón, nacido de un matrimonio anterior. A partir de este momento, su protagonismo político no hizo sino aumentar. Tras el asesinato de Claudio en el 54, se convirtió junto al prefecto del Pretorio, Sexto Afranio Burro, en el principal consejero del nuevo emperador. Aunque las fuentes coinciden en que ambos ejercieron un benévolo influjo sobre los primeros años del reinado de Nerón, son muchos los hechos oscuros ocurridos durante el período en los que se desconoce si tuvieron algún tipo de responsabilidad. Entre ellos, los asesinatos de Claudio, de su hijo Británico[1] y de Agripina.

No sabemos en realidad nada de la implicación de Séneca en las trágicas luchas internas de la familia Julio-Claudia. Se le atribuye, eso sí, una obrita titulada Apocolocyntosis divi Claudii, en que satiriza la divinización de Claudio tras su muerte. A menudo se ha traducido como Calabacificación del divino Claudio. En su descargo cabe decir que, pese a la tendencia moderna a la rehabilitación de Claudio, de la que es quizá el exponente más popular la obra de Robert Graves, para Séneca aquel era el emperador que lo había condenado a muerte y al destierro. No debe extrañarnos que no le estuviera agradecido.

A la muerte de Burro (año 62) Séneca comprende que ha perdido toda influencia sobre Nerón, quien prefiere seguir los consejos de Popea, Tigelino y Vitelio, y, como se ha señalado más arriba, pide retirarse. A partir de entonces viaja por Italia en compañía de su esposa y escribe las Epístolas morales a Lucilio. No me parece que quepa dudar de la sinceridad de estas. Destilan no ya las enseñanzas estoicas, sino el amargo desengaño de quien ha gozado de fortuna y poder y ha creído posible utilizarlos en beneficio de sus semejantes. Es muy probable que en aquellos tiempos pasara por su mente el recuerdo de lo ocurrido a Platón en la corte de Dionisio de Siracusa.  De un lado es el testimonio de un fracaso, de ahí las reiteradas exhortaciones a Lucilio para que abandone la política; de otro, una serena meditación sobre la muerte.

Esta le llegaría poco después. Acusado de complicidad en la conspiración de Pisón, recibió la orden de quitarse la vida. Él, que tanta admiración había mostrado por Catón de Útica, no dudó en cortarse las venas mientras se sumergía en un baño de agua caliente. Idéntica suerte corrieron sus hermanos Mela y Galión y su sobrino Lucano. Corría el año 65. Nerón moriría tres años después. Viéndose perdido ante la sublevación del ejército, intentó darse muerte, quizá recordando en ese momento a todos aquellos que lo habían hecho obedeciendo sus órdenes, pero le faltó valor y hubo de ser un esclavo quien lo matara.





[1] Británico era hijo de Claudio y de su tercera esposa, Valeria Mesalina, en tanto que Nerón lo era de Agripina la Menor y de Cneo Domicio Ahenobarbo. Tras su matrimonio con Agripina, Claudio adoptó a Nerón, en lo que constituyó el primer paso en la postergación de Británico, que finalmente sería asesinado en el 55, pocos meses después que su padre.

23 mayo 2013

El paganismo en el Imperio Romano (3)

Francisco Javier Bernad Morales

Paganismo y monoteísmo constituyen dos cosmovisiones inconciliables. En nuestros oídos aún resuenan las severas advertencias de los profetas de Israel contra la religión naturalista cananea, y el enfrentamiento de Elías con los sacerdotes de Baal. Más adelante, cuando bajo los seléucidas se hizo notar la presencia griega, el conflicto se hizo inevitable y culminó con la liberación del país por los hijos de Matatías. Sin embargo, el triunfo político no detuvo el proceso de helenización, ante el que intentaron mantener un difícil equilibrio, en definitiva fracasado, los monarcas asmoneos y herodianos. Las repetidas rebeliones contra el poder romano no son más que una manifestación de la profunda hostilidad entre judíos y gentiles, entre monoteístas y paganos. Hubo, claro está, judíos helenizantes que intentaban asimilar los logros de la cultura griega sin renunciar por ello a su religión, del mismo modo que tampoco faltaron gentiles atraídos por la superioridad religiosa y ética del judaísmo[1]; pero en ningún modo fue esa la actitud dominante. Es significativo que los dos mayores enfrentamientos, los que desembocaron en la destrucción del Templo y en la transformación de Jerusalén en la ciudad helénica de Aelia Capitolina, se produjeran durante el mandato de dos de los emperadores más profundamente helenizados: Nerón y Adriano.

Frente a lo que una visión simplista induce a pensar, el enfrentamiento no se produjo tan solo en la tierra de Israel, sino también en ciudades griegas con una notable población judía.  La embajada de Filón ante Calígula tuvo como objeto solicitar la protección del emperador, tras un pogromo en Alejandría (38 d. C.).  Hemos de recordar, asimismo, que poco después los judíos fueron expulsados de Roma por el emperador Claudio[2].  Por otro lado, autores como Apión y Tácito manifiestan hacia el judaísmo una incomprensión henchida de desprecio.

Tanto para los judíos como para los cristianos la apoteosis del emperador, esto es, su equiparación a los seres divinos y el culto que se le prestaba eran inaceptables. El judaísmo no se oponía a que en el Templo se ofrecieran sacrificios por el emperador, al modo en que los cristianos oramos a menudo para que el Señor ilumine a los gobernantes. Eso en nada contradice la concepción monoteísta de la trascendencia divina; pero otra cosa es que se les erija un altar o que su estatua presida el Templo. Ahí entramos de lleno en lo que siempre hemos considerado idolatría. Imaginemos que en nuestras iglesias, el crucifijo fuera sustituido por la efigie del jefe del Estado, o que simplemente compartiera con ella su lugar y que en el momento de la Consagración el sacerdote invocara su nombre. De aceptarlo, incurriríamos en un execrable sacrilegio y dejaríamos de merecer el apelativo de cristianos. Por la misma razón, los judíos no podían tolerar sacrificios que no fueran dirigidos al único Señor.




[1] Entre los primeros es preciso mencionar a Filón de Alejandría y a Flavio Josefo; entre los segundos, a los temerosos de Dios o conversos de puerta.
[2] “Hizo expulsar de Roma a los judíos, que, excitados por un tal Cresto, provocaban turbulencias.” SUETONIO, Los doce césares, Tiberio Claudio Druso, XXV. A menudo se ha identificado a Cresto con Cristo y de ahí se ha deducido que la causa de la expulsión fueron los enfrentamientos entre judíos y cristianos, pero, salvo la similitud del nombre, ninguna prueba respalda esa hipótesis.