Paganismo
y monoteísmo constituyen dos cosmovisiones inconciliables. En nuestros oídos
aún resuenan las severas advertencias de los profetas de Israel contra la
religión naturalista cananea, y el enfrentamiento de Elías con los sacerdotes
de Baal. Más adelante, cuando bajo los seléucidas se hizo notar la presencia
griega, el conflicto se hizo inevitable y culminó con la liberación del país
por los hijos de Matatías. Sin embargo, el triunfo político no detuvo el
proceso de helenización, ante el que intentaron mantener un difícil equilibrio,
en definitiva fracasado, los monarcas asmoneos y herodianos. Las repetidas
rebeliones contra el poder romano no son más que una manifestación de la
profunda hostilidad entre judíos y gentiles, entre monoteístas y paganos. Hubo,
claro está, judíos helenizantes que intentaban asimilar los logros de la
cultura griega sin renunciar por ello a su religión, del mismo modo que tampoco
faltaron gentiles atraídos por la superioridad religiosa y ética del judaísmo[1];
pero en ningún modo fue esa la actitud dominante. Es significativo que los dos
mayores enfrentamientos, los que desembocaron en la destrucción del Templo y en
la transformación de Jerusalén en la ciudad helénica de Aelia Capitolina, se
produjeran durante el mandato de dos de los emperadores más profundamente
helenizados: Nerón y Adriano.
Frente
a lo que una visión simplista induce a pensar, el enfrentamiento no se produjo
tan solo en la tierra de Israel, sino también en ciudades griegas con una
notable población judía. La embajada de
Filón ante Calígula tuvo como objeto solicitar la protección del emperador, tras
un pogromo en Alejandría (38 d. C.).
Hemos de recordar, asimismo, que poco después los judíos fueron
expulsados de Roma por el emperador Claudio[2].
Por otro lado, autores como Apión y
Tácito manifiestan hacia el judaísmo una incomprensión henchida de desprecio.
Tanto
para los judíos como para los cristianos la apoteosis del emperador, esto es,
su equiparación a los seres divinos y el culto que se le prestaba eran
inaceptables. El judaísmo no se oponía a que en el Templo se ofrecieran
sacrificios por el emperador, al modo en que los cristianos oramos a menudo
para que el Señor ilumine a los gobernantes. Eso en nada contradice la
concepción monoteísta de la trascendencia divina; pero otra cosa es que se les
erija un altar o que su estatua presida el Templo. Ahí entramos de lleno en lo
que siempre hemos considerado idolatría. Imaginemos que en nuestras iglesias,
el crucifijo fuera sustituido por la efigie del jefe del Estado, o que
simplemente compartiera con ella su lugar y que en el momento de la
Consagración el sacerdote invocara su nombre. De aceptarlo, incurriríamos en un
execrable sacrilegio y dejaríamos de merecer el apelativo de cristianos. Por la
misma razón, los judíos no podían tolerar sacrificios que no fueran dirigidos
al único Señor.
[1] Entre los primeros es preciso
mencionar a Filón de Alejandría y a Flavio Josefo; entre los segundos, a los
temerosos de Dios o conversos de puerta.
[2] “Hizo
expulsar de Roma a los judíos, que, excitados por un tal Cresto, provocaban
turbulencias.” SUETONIO, Los doce
césares, Tiberio Claudio Druso, XXV. A menudo se ha identificado a Cresto
con Cristo y de ahí se ha deducido que la causa de la expulsión fueron los
enfrentamientos entre judíos y cristianos, pero, salvo la similitud del nombre,
ninguna prueba respalda esa hipótesis.
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