Creo
obligado comenzar con una declaración de principios: jamás me han gustado las
adaptaciones de los clásicos. Si se me interrogara acerca de las razones de un
rechazo tan visceral como incontrolado, contestaría sin dudar que me siento
insultado en ellas. Adivino, no hace falta mucho esfuerzo para ello, que
alguien ha decidido que la Biblia, Homero, Cervantes o Shakespeare, por poner
tan solo algunos ejemplos, hablan un lenguaje tan antiguo o elevado que soy
incapaz de comprenderlo, y, por tanto, llevados del más paternal de los afanes,
han decidido hacérmelo asequible. Imaginemos que uno de estos bienintencionados
modernizadores realizara una versión de la Escritura en que convirtiera a Caín
en banquero o en político. Quizá el resultado no careciera de mérito artístico
o incluso de dignidad ética, pero ¿seguiría siendo la Biblia? Mi respuesta solo
puede ser un rotundo no.
Viene
esto a cuento de una versión teatral de El coloquio de los perros, a cuya
representación tuve hace pocos días la desgracia de asistir. Pequé quizá de
ingenuo, pero la función se anunciaba prometedora. Nada menos que la Compañía
Nacional de Teatro Clásico y Els Joglars la avalaban. Sin embargo, a poco de
alzarse el telón pude constatar lo infundado de mis expectativas. Lo que en la
novelita de Cervantes es fina y elegante sátira, se transformaba en reiteración
de procacidades adobadas con chistes de sal gruesa. Fáciles alusiones a la
situación social y política actual, destinadas a arrancar la risa a un público que
se diría habituado a la sutileza de Humor
amarillo, alternaban con una tan disparatada como grosera exhibición de
vejatorias conductas sexuales, sin que faltara alguna que otra alusión burlona,
aunque no especialmente malévola, hacia la Iglesia Católica. Los responsables
del desaguisado son Albert Boadella, Martina Cabanas y Ramón Fontserè, sin que
se me alcance discernir el grado de culpa que corresponde a cada uno. Tampoco
en realidad me importa demasiado. Me entristece, eso sí, que so pretexto de
divulgar nuestras obras clásicas, las prostituyan de la manera más soez.
Indiqué líneas atrás que aún en la adulteración es en ocasiones perceptible el
mérito artístico o la dignidad ética. No es ese, sin embargo, el caso de esta
malhadada función, en la que lo único salvable son los esfuerzos de Ramón
Fontserè y Pilar Sáenz por semejar perros.
El
teatro se presta más que ningún otro género literario a la mistificación, pues
en él la tarea del escritor no constituye por sí sola la obra, ya que, para que
esta llegue al público, se precisa un complejo montaje en el que han de
intervenir muchas personas. Cada representación es fruto del trabajo de un
amplio equipo, lo que facilita que en ocasiones el director se crea autorizado
a excesivas libertades con el texto. Al respecto, creo significativo que en
nuestro Siglo de Oro se denominara autor a quien hoy llamamos director, en
tanto que al escritor del libreto se le conocía como ingenio o, más genéricamente, como poeta. En el caso
que me ocupa, la situación se complica, pues Cervantes no concibió El coloquio de los perros como pieza
teatral, sino como novela dialogada, destinada, por tanto, no a la puesta en
escena, sino a la lectura.
Una
obra se convierte en clásica cuando alcanza una categoría especial que la
proyecta más allá del momento concreto que la vio nacer, en tal modo que, pese
al discurrir del tiempo y a los cambios sociales, continúa suscitando emociones
en los seres humanos y moviéndolos a reflexionar sobre sí mismos. En el momento
en que alguien manifiesta que para hacerla inteligible precisa una adaptación,
indica que ha quedado anticuada, que su voz ya no nos habla: en suma, que no es
clásica. No quiero decir con esto que no puedan retomarse situaciones y
personajes para construir con ellos una nueva obra. Precisamente, el hecho de
presentar conflictos profundamente anclados en el alma humana, hace que una y
otra vez volvamos sobre ellos. Tirso de Molina y Calderón hallan en la Biblia
los argumentos de La venganza de Tamar
o de Los cabellos de Absalón, pero no
pretenden actualizar la tragedia de la casa de David para hacerla asequible a
sus contemporáneos. Del mismo modo, no es la intención de Anouilh presentarnos
una Antígona que modernice a la de Sófocles, ni la de Giraudoux enmendar a Homero.
Todos ellos han realizado una tarea de creación a partir de materiales que
forman parte de nuestro acervo cultural, y el fruto han sido trabajos
originales presentados bajo el nombre de su autor; en ningún modo
vulgarizaciones, amparadas en el prestigio de un escritor ilustre. Es
justamente esto último lo realizado por Boadella y sus compañeros, con un
resultado no solo chabacano, sino también aburrido. Solo queda desear que el público
no achaque a Cervantes algo que muy probablemente le hubiera indignado tanto
como el Quijote de Avellaneda.
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