Francisco Javier Bernad Morales
Por contra, el monoteísmo establece una radical distinción entre el Creador y las criaturas, de tal modo que aquel deviene inasible e indefinible. Toda afirmación sobre él, incluidas las que siguen, no tiene más que carácter metafórico, pues el intelecto y el lenguaje humanos son limitados y no pueden dar cuenta del Señor. Únicamente sugieren de manera torpe su grandeza. Cuando predicamos su existencia, hemos de entender que nos referimos al Ser en plenitud, no a un ser contingente, acotado en el tiempo y el espacio. Su existir no es, al contrario del nuestro, un devenir, sino que se identifica con el ser. No puede propiamente tener nombre, ya que nada hay semejante a él de lo que deba distinguirse. Es el abismo insondable, el Ein Sof de la Cábala.
Pero
este ser absolutamente trascendente, no está, sin embargo, separado del mundo.
No es un espíritu impasible ajeno a nuestro sufrimiento; tampoco el gran
relojero que imaginaron los deístas de la Ilustración, ese demiurgo que pone en
marcha la naturaleza y se desentiende de ella. Por el contrario, se trata de un
ente personal, que por su propio impulso se revela a los seres humanos. Es el
que hace la promesa a Abraham, el que libera a Israel de la esclavitud en
Egipto y establece con él una alianza, el que entrega la Torá. También, para
nosotros, los cristianos, el que asume la naturaleza humana y carga sobre sí el
peso de nuestros pecados. El que por nuestra salvación muere en la cruz y el que
para guiarnos desciende en Pentecostés.
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