La
radical incompatibilidad entre un paganismo inmanentista y un monoteísmo
trascendente queda con lo anterior suficientemente expuesta. Sin embargo, nada
se ha dicho acerca de las razones que pudieron impulsar a tantas personas a
abandonar los dioses de sus antepasados para adherirse a una nueva religión. Nos
asalta de inmediato una primera consideración señalada en repetidas ocasiones:
el paganismo, al contrario del monoteísmo judío o cristiano, no ofrece ninguna
esperanza escatológica. Sus ritos fortalecen la cohesión de la comunidad y
tienen un carácter propiciatorio, pues con ellos se pretende conseguir que las
fuerzas de la naturaleza actúen de manera favorable, asegurando la fertilidad
tanto de los seres humanos, como de la tierra, y la estabilidad política que
haga posible la prosperidad. El individuo queda totalmente subsumido dentro de la comunidad, ya sea esta la familia, la
polis o el imperio; que es la única que se relaciona realmente con la
divinidad. Por el contrario, el monoteísmo, sin desechar los rasgos
comunitarios, ya que el culto solo tiene sentido dentro de la sinagoga o de la
iglesia, es decir, de la asamblea, llama a una relación personal con un Dios
que asimismo es persona y que, al revelarse de manera gratuita, ofrece una
salvación que no consiste simplemente en la perpetuación del cuerpo político,
sino que se dirige también a cada uno de los fieles. Todo esto es cierto, pero
no parece suficiente, para explicar la desafección a la religión naturalista. Si
tenemos en cuenta que esta persistió con fuerza durante siglos en las zonas
rurales de las que solo muy lentamente fue desarraigada, e incluso que algunos
de sus elementos informan múltiples supersticiones que aún forman parte de la
religiosidad popular; no parece descabellado afirmar que el punto más débil del
paganismo se encontró en la fragilidad de la construcción ideológica edificada
sobre la religión política.
Hemos
de considerar que la pax romana, esto
es, la estabilidad traída por la conquista y sobre la que se alzó el culto
imperial, encubría una situación de dominación de la que se beneficiaba no
solo Roma, sino también las diversas élites locales aliadas con aquella; y que justificaba una profunda injusticia social, de la que la
esclavitud es el aspecto más popularmente conocido, aunque no el único [1].
De hecho, jamás existió esa paz universal que permitía cerrar el templo de
Jano. Las zonas con importante población judía, sobre todo Judea y Galilea,
vivieron en una situación de permanente inestabilidad en que, pese al
colaboracionismo de las autoridades saduceas, se sucedían actos de resistencia
que, si hubiéramos de calificarlos con arreglo a las categorías de nuestra
época, habríamos de considerar lucha de guerrillas, por más que en los textos
antiguos prorromanos sean tachados invariablemente
de bandolerismo [2].
Eso, cuando no se llegaba a situaciones de guerra abierta como las señaladas en
entregas anteriores.
El
hecho de que sean las más conocidas, no significa que las revueltas judías
fueran las únicas. Entre otras, podemos recordar la encabezada por Julio Civil
en Germania en el año 69 d. C. Era este un bátavo que había combatido en
las tropas auxiliares romanas y que aprovechó la inestabilidad subsiguiente a
las sublevaciones contra Nerón para intentar liberar los territorios situados
en la margen izquierda del Rin. Este año marca un punto crítico en el
desarrollo de la ideología imperial. Ya en el 68 se inicia la fracasada
sublevación de Vindex, seguida de manera inmediata por la triunfante de Galba,
quien, tras entrar en Roma a la cabeza de sus legiones, cae poco después
asesinado por los partidarios de Otón, que a su vez es derrotado por los de
Vitelio. Pero el poder de este último será efímero, ya que pronto las tropas de
Vespasiano controlan la situación. No se trata ya de combates periféricos
desarrollados en tierras fronterizas, sino de que los ejércitos romanos se
enfrentan entre sí en Italia e incluso en el interior de la ciudad, reviviendo
una situación a la que Augusto parecía haber puesto fin. ¿Dónde queda el ser
divino garante de la paz y de la estabilidad, bajo cuyo benévolo mandato ha
renacido la Edad de Oro? La inseguridad no amenaza tan solo a los pueblos sometidos
o a la plebe romana. Uno tras otro, los momentáneos vencedores depuran el
Senado en un vano intento de desarticular toda oposición. Nadie, ni siquiera
los más poderosos (ya Calígula y Nerón, entre otros, habían condenado a muerte y confiscado
las propiedades de senadores poco adictos), puede estar tranquilo. Obviamente,
la pax no es más que un deseo, una
imploración a unos dioses que parecen desentenderse del destino de los
mortales.
[1] ÁLVAREZ
CINEIRA, David, Pablo y el Imperio Romano,
Sígueme, Salamanca, 2009, p. 26.
[2] Recordemos que Barrabás (en
arameo Hijo del Padre) ostenta un título mesiánico, por lo que no hemos
considerarlo como un simple delincuente, sino como un zelote, esto es, un
opositor violento a la dominación romana.
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