Homilía pronunciada el domingo 27 de mayo de 2012 en la Basílica Vaticana
Queridos hermanos y hermanas alegra celebrar con vosotros esta santa misa, animada hoy también por el coro
de la Academia de Santa Cecilia y por la orquesta juvenil —a la que doy las
gracias— en la solemnidad de Pentecostés. Este misterio constituye el bautismo
de la Iglesia; es un acontecimiento que le dio, por decirlo así, la forma
inicial y el impulso para su misión. Y esta «forma» y este «impulso» siempre
son válidos, siempre son actuales, y se renuevan de modo especial mediante las
acciones litúrgicas. Esta mañana quiero reflexionar sobre un aspecto esencial
del misterio de Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su importancia.
Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión
humana. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez
más cercanos los unos a los otros gracias al desarrollo de los medios de
comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión
y la comunión entre las personas a menudo es superficial y difícil. Persisten
desequilibrios que con frecuencia llevan a conflictos; el diálogo entre las
generaciones es cada vez más complicado y a veces prevalece la contraposición;
asistimos a sucesos diarios en los que nos parece que los hombres se están
volviendo más agresivos y huraños; comprenderse parece demasiado arduo y se
prefiere buscar el propio yo, los propios intereses. En esta situación,
¿podemos verdaderamente encontrar y vivir la unidad que tanto necesitamos?
La
narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en
la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11), contiene en el fondo uno de
los grandes cuadros que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la
antigua historia de la construcción de la torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9). Pero, ¿qué es Babel? Es
la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto poder que
pensaron que ya no necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y que eran
tan fuertes que podían construir por sí mismos un camino que llevara al cielo
para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente en esta
situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban
trabajando juntos para construir la torre, improvisamente se dieron cuenta de
que estaban construyendo unos contra otros. Mientras intentaban ser como Dios,
corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían perdido un
elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad de ponerse de
acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.
Este
relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la
historia, y también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la
técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de
manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al ser humano
mismo. En esta situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros
mismos podemos construir y realizar todo lo que queremos. Pero no caemos en la
cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad que
hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de
transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de
entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos? ¿No parece
insinuarse entre los hombres un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor
recíproco, hasta llegar a ser peligrosos los unos para los otros? Volvemos, por
tanto, a la pregunta inicial: ¿puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y
¿cómo?
Encontramos
la respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don
del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una
capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que sucedió en Pentecostés. Esa
mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre
Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se
posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor,
capaz de transformar. El miedo desapareció, el corazón sintió una fuerza nueva,
las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos
pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés,
donde había división e indiferencia, nacieron unidad y comprensión.
Pero
veamos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma: «Cuando venga él, el
Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Aquí Jesús, hablando del
Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe vivir para ser lo que
debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos
dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el propio
«yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en nosotros mismos a toda
la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces,
cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi
yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo: así el Espíritu
Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en el corazón y
en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse
mutuamente. El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos
introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a
comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro
yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el
«nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así
resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde
los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos contra
los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la
acción de su Espíritu, que los sostiene y los une.
La
contraposición entre Babel y Pentecostés aparece también en la segunda lectura,
donde el Apóstol dice: «Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos
de la carne» (Ga 5, 16).
San Pablo nos explica que nuestra vida personal está marcada por un conflicto
interior, por una división, entre los impulsos que provienen de la carne y los
que proceden del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos.
Efectivamente, no podemos ser al mismo tiempo egoístas y generosos, seguir la
tendencia a dominar sobre los demás y experimentar la alegría del servicio
desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir y sólo lo podemos
hacer de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo. San Pablo —como
hemos escuchado— enumera las obras de la carne: son los pecados de egoísmo y de
violencia, como enemistad, discordia, celos, disensiones; son pensamientos y
acciones que no permiten vivir de modo verdaderamente humano y cristiano, en el
amor. Es una dirección que lleva a perder la propia vida. En cambio, el
Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en
esta tierra el germen de una vida divina que está en nosotros. De hecho, san
Pablo afirma: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz» (Ga 5, 22). Notemos cómo el Apóstol usa el
plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del ser
humano, mientras que usa el singular para definir la acción del Espíritu; habla
de «fruto», precisamente como a la dispersión de Babel se opone la unidad de
Pentecostés.
Queridos
amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto
debemos pedir al Espíritu que nos ilumine y nos guíe a vencer la fascinación de
seguir nuestras verdades, y a acoger la verdad de Cristo transmitida en la
Iglesia. El relato de Pentecostés en el Evangelio de san Lucas nos dice que
Jesús, antes de subir al cielo, pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos
para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en
oración con María en el Cenáculo a la espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14). Reunida con María, como en su
nacimiento, la Iglesia también hoy reza: «Veni Sancte Spiritus!», «¡Ven
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego
de tu amor!». Amén.
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