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09 septiembre 2013

El rey David (y 6)

Francisco Javier Bernad Morales

A la narración de los reproches de Natán, sigue en II Samuel  la de los infortunios de la casa de David. Comienzan estos cuando Amnón, uno de los hijos del rey se encapricha de su medio hermana Tamar y se finge enfermo para poder quedarse a solas con ella, momento que aprovecha para violarla. La muchacha cuenta lo sucedido a su hermano Absalón, quien le pide que guarde silencio en espera de que llegue un momento adecuado para vengarse. Eso no impide que David se entere, pero aunque se indigna, llevado por esa indulgencia hacia sus hijos a que me he referido anteriormente, decide no castigar a su primogénito. Pasan así dos años de aparente calma hasta que Absalón asesina a Amnón a quien ha invitado a una fiesta. A continuación busca refugio junto al rey de Gesur.

También a Absalón termina David por perdonarle, después de que Joab interceda en su favor. Sin embargo, el príncipe desde su retorno comienza a conspirar para hacerse con el trono, lo que lleva a que finalmente sea proclamado rey en Hebrón.  Ante eso, David decide huir al otro lado del Jordán, donde organiza la defensa. Incluso en esos momentos, cuando se prepara el enfrentamiento final entre ambos, da el rey la orden de que no se maltrate a Absalón si es capturado. Esto no impide que Joab, como antes había hecho con Abner, le dé muerte en un claro desafío a la autoridad real. David cuando recibe la noticia llora amargamente:

-¡Hijo mío Absalón! ¡Quién me diera haber muerto en tu lugar! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío! (II Samuel, 19, 1).

En cuanto a Joab, no solo no es castigado por su abierta desobediencia, sino que se permite hablar de forma altanera al rey:

-En verdad hoy he comprendido que si Absalón estuviera vivo, aunque todos nosotros nos halláramos hoy muertos, la cosa resultaría bien a tus ojos (II Samuel, 19, 7).

Poco después, Joab también asesina, de nuevo sin consecuencias, a Amasá, uno de los generales de Absalón a quien David ha admitido a su servicio. Será finalmente Salomón, cuando acceda al trono tras la muerte de su padre, quien haga matar a Joab acusado de haber apoyado en la sucesión a otro de los hijos de David, Adonías, que también es ejecutado.

La tragedia de la casa de David ha inspirado dos piezas teatrales de nuestro Siglo de Oro: La venganza de Tamar de Tirso de Molina y Los cabellos de Absalón de Calderón de la Barca. También García Lorca escribió sobre ella el romance Tamar y Amnón.

30 agosto 2013

El rey David (5)

Francisco Javier Bernad Morales

Si la historia del ascenso de David está llena de elementos novelescos, la de sus años de madurez rebosa tensión dramática. Pasaremos por alto la narración de sus victorias militares sobre ammonitas, moabitas, idumeos, filisteos y arameos, para centrarnos en los conflictos familiares que ensombrecieron sus últimos años. Todo empieza cuando David se enamora de Betsabé, esposa de Urías el hitita, mientras este se halla lejos, combatiendo a los ammonitas. Cuando el rey se entera de que ella ha quedado embarazada, su primera idea es llamar al marido para hacerle creer que es suyo el niño que ha de nacer. A tal fin, solicita a Joab, general al mando en la campaña y de quien ya hemos hablado a propósito de la muerte de Abner, que con el pretexto de informarle de la suerte de los combates, le envíe a Urías. Sin embargo, cuando tras entrevistarse con David, este le da permiso para ir a su casa con su mujer, el hitita responde:

-El Arca, Israel y Judá moran en tiendas, y Joab, mi señor, y los oficiales de mi señor acampan en campo raso, y ¿voy yo a ir a mi casa a comer y a beber y a dormir con mi mujer? ¡Por mi vida y por vida de tu alma, yo no haré tal cosa! (2 Samuel 11, 11).

Ante esta negativa, David, tras agasajarle, envía a Urías de vuelta al campamento con una carta para Joab. En ella ordena que se situe al hitita en lo más comprometido del combate y que en lo más recio de la lucha, lo abandonen sus compañeros, a fin de que sea muerto por el enemigo. Desaparecido así Urías, David se desposa con Betsabé.

Provoca así el rey, el desagrado de Yahveh, quien le envía al profeta Natán para recriminarle la acción. Este recurre a una hermosa parábola, en la que presenta a un hombre rico dueño de grandes rebaños y a uno pobre que no tiene más que una corderilla. Ocurrió que el rico recibió una visita y no queriendo sacrificar uno de sus animales para el banquete, hizo matar al del pobre. Al escuchar esto, David estalla indignado contra quien ha obrado tan vilmente, pero Natán le hace ver que es así como él mismo se ha comportado:

-¡Tú eres ese hombre! Así ha dicho Yahveh, Dios de Israel: Yo mismo te ungí rey sobre Israel, te salvé de las manos de Saúl y te entregué la casa de tu señor, coloqué en tu seno las mujeres de tu amo e hícete dueño de la casa de Israel y de Judá; y por si fuera poco, te habría agregado tales y cuales cosas. ¿Po qué has menospreciado la palabra de Yahveh, haciendo lo que parece mal a sus ojos? Has hecho perecer a espada a Urías el hitita y a su esposa te has cogido por esposa, asesinándole mediante la espada de los ammonitas. Ahora bien, la espada no se va a apartar de tu casa en castigo de haberme tú menospreciado y haber tomado a la mujer de Urías el hitita para que venga a ser tu mujer” (2 Samuel, 12, 7-10).

Una escena como la aquí relatada, hubiera sido inconcebible en cualquier otra monarquía no ya de la época, sino incluso de tiempos muy posteriores. Ningún sacerdote o profeta de cualquiera de los reinos vencidos por David, habría osado censurar a su rey de una manera tan dura por un crimen, cometido además contra un extranjero. Las exigencias éticas de la religión de Israel superan con mucho las de los cultos naturalistas cananeos. La denuncia de los abusos cometidos por los poderosos no es una excepción, sino un componente esencial de la actividad profética.

La temprana muerte del hijo nacido de Betsabé es solo el inicio de un cúmulo de desgracias, que se desarrollarán en un crescendo trágico en los capítulos siguientes, hasta conformar un cuadro que en nada desmerece de la historia de los Átridas o de las desventuras de la casa de Edipo.

22 agosto 2013

El rey David (4)

Francisco Javier Bernad Morales

En un primer momento, la autoridad de David solo es admitida por Judá, en tanto que el resto de las tribus se mantienen fieles a la casa de Saúl, en la persona de su hijo Isbóset, proclamado rey por Abner, el principal general del monarca fallecido. Siguen tiempos de enfrentamiento en los cuales Abner, a su pesar, da muerte a Asahel, hermano de Joab, el más estrecho colaborador de David. Este suceso desencadena una venganza de sangre pues cuando más adelante, Abner, disgustado con Isbóset, busque un acercamiento a David, Joab lo matará a traición. Sorprendentemente aquel no castigará a su lugarteniente y se limitará a proclamar que no ha tenido nada que ver con el hecho. Nos encontramos así ante un rasgo del carácter de David que quizá ya se hubiera manifestado anteriormente, cuando se negó a dar muerte a Saúl, pese a tenerlo a su merced: una excesiva indulgencia con sus allegados, que en ocasiones raya con la debilidad.

A la defección y muerte de Abner, sigue el asesinato de Isbóset por dos de sus propios jefes militares, quienes pensaban de esta manera obtener el favor de David. Este sin embargo, los califica de hombres malvados que han terminado con la vida de un justo y, en consecuencia, los hace ejecutar. Tras esto, los jefes de las tribus del norte se dirigen a Hebrón, donde mora David, y lo reconocen como rey, con lo que este comienza a gobernar sobre todo el territorio de Israel.

Tras esto, 2 de Samuel narra la conquista de Jerusalén, hasta el momento en poder de los jebuseos, y la victoria sobre los filisteos que, alarmados por el creciente poderío de Israel, se habían unido para combatirlo. Decide entonces David trasladar el Arca de la Alianza a la ciudad recién conquistada y convertida en capital del reino y durante la procesión, él mismo danza en un baile ritual, lo que le vale el reproche de Mikal, la primera de sus esposas, hija de Saúl, quien considera  que se trata de una conducta impropia de su condición. Molesto, el rey responde con inusitada dureza:

-¡Delante de Yahveh saltaba! ¡Vive Yahveh que me escogió con preferencia a tu padre y toda tu familia para hacerme caudillo de su pueblo Israel, que he de danzar en presencia de Yahveh! (2 Samuel, 6, 21).

17 agosto 2013

El rey David (3)

Francisco Javier Bernad Morales

Ante la hostilidad de Saúl, a David no le queda otra salida que apartarse definitivamente de la corte, convirtiéndose en un proscrito, jefe de un grupo de aventureros que, agobiados por las deudas o perseguidos por otros motivos,  no hallan otra forma de vida que el pillaje. Salvando las circunstancias concretas propias del tiempo y del lugar, podemos imaginarlo en esta etapa de su vida con rasgos similares a los que la tradición atribuye a Robin Hood. Su carrera de bandido se inicia en Nob, donde come los panes consagrados, ofrecidos por el sacerdote Ahimelek, quien asimismo le entrega la espada de Goliat. A continuación, tras una breve estancia entre los filisteos, busca asilo en Moab. En tanto, la persecución de Saúl no cesa. Mientras el rey hace matar a los sacerdotes de Nob, culpables de haber auxiliado a David (1 Samuel, 22), este combate por su cuenta a los filisteos en defensa de las ciudades de Judá, y termina por refugiarse en la montaña y el desierto, donde recibe la visita confortadora de Jonatán, con quien renueva su alianza. Es en estos tiempos de vida errante, cuando en dos ocasiones, David tiene la oportunidad de matar a Saúl y le perdona la vida, por tratarse del ungido del Señor.  Es también en esta época cuando conoce a Abigail, que, tras enviudar de Nabal, se convertirá en la segunda de sus esposas. Por entonces, muere asimismo el profeta Samuel.

Pese a la generosidad con que ha sido tratado por David, Saúl no ceja en el intento de matarle, lo que empuja finalmente a aquel a acogerse a la hospitalidad del rey filisteo de Gat (1 Samuel 27). Como mercenario devastará los territorios de los amalequitas, los guirizitas y los guesuritas, haciendo creer que sus ataques se dirigen contra Judá. De esta manera se gana la confianza del rey de Gat, pero no la de los restantes príncipes filisteos, que, cuando se enfrentan con Israel, exigen que David sea apartado del combate. Este al ser despedido, lo que le permite eludir una situación que había de resultarle engorrosa, se dirige contra los amalequitas, a los que vence, mientras que Saúl y Jonatán mueren, como ya se ha mencionado, abatidos por los filisteos en el monte de Gilboé. De esta manera, el joven pastor, admirado y odiado por Saúl, amado por Jonatán, jefe de una banda de proscritos y mercenario al servicio de los filisteos, está a las puertas de convertirse en un poderoso rey, pero aún habrá de vencer grandes dificultades antes de ser aceptado por las doce tribus de Israel.

13 agosto 2013

El rey David (2)

Francisco Javier Bernad Morales

La victoria sobre Goliat, le granjea a David la amistad de Jonatán, el hijo de Saúl, aunque también despierta los celos de este (1 Samuel, 18-19)). Durante algún tiempo los sentimientos del rey parecen ambivalentes: si por un lado intenta asesinar a David, por otro le ofrece en matrimonio a una de sus hijas. Primero a Merab y luego, tras entregar esta a otro hombre, faltando a la palabra dada, a Mikal, aunque pone como condición que aquel le entregue antes a modo de dote, los prepucios de cien filisteos. El texto indica que es una argucia con la que pretende conducir a David a la muerte. Sin embargo, el joven cumple sobradamente la exigencia y la boda finalmente se celebra.

Esto no impide que Saúl piense de nuevo en terminar con David, quien se salva gracias a que Jonatán interviene a su favor, recodando al rey los grandes servicios prestados por aquel y su lealtad sin mancha. El arrepentimiento de Saúl no impide que más adelante, ante nuevas victorias de David, conciba de nuevo el deseo de matarle, aunque de nuevo este se salva, ahora gracias a la advertencia de Mikal.

Refugiado en Ramah, junto al profeta Samuel, David escapa de nuevo de las asechanzas de Saúl con la ayuda de Jonatán (1 Samuel, 20), quien se compromete a mantenerle informado de los planes de su padre. Se establece en este momento un pacto formal entre ambos en el que asimismo David se obliga a mantener una actitud benevolente hacia Jonatán y su casa, en el momento en que Yahveh exija cuentas a sus enemigos.

Cuando mucho después mueran Saúl y Jonatán en combate contra los filisteos en la batalla de Gilboé, David mostrará su dolor en una hermosa elegía:

Hijas de Israel, 

llorad a Saúl,

el que os revestía de grana con adornos delicados,

el que ornaba vuestros vestidos con paramentos de oro.

¡Cómo han caído los héroes 
en medio del combate!
¡Jonatán entre tus collados herido de muerte!
Angustia siento por ti,
Jonatán hermano mío,
para mí tan grato.
Era tu amor para mí más preciado
que amor de mujeres.
¡Cómo han caído los héroes y han perecido las armas de guerra! (2 Samuel, 1, 24-27).

La prueba de que no se trata de un sentimiento fingido, fruto de un cálculo político, la hallamos más adelante cuando ya seguro en el trono de Israel, David se interesa por los descendientes de su amigo y al descubrir que aún vive uno de ellos, de nombre Mefiboset, en lugar de darle muerte para evitar que le dispute el poder, lo agasaja y le entrega los bienes que habían pertenecido a Saúl (2 Samuel, 9).

10 agosto 2013

El rey David (1)

Francisco Javier Bernad Morales

Recientemente un equipo de arqueólogos israelíes, dirigido por el profesor Yossi Garfinkel, ha anunciado el descubrimiento en Khirbet Qeifaya, a unos treinta kilómetros de Jerusalén, de los restos de una edificación palacial del siglo X a. C. Se trata de un hallazgo de excepcional importancia, pues constituye la prueba arqueológica de la presencia en la zona de un poderoso reino en los tiempos en que, a partir del relato bíblico, se supone que vivió David.

Aunque a grandes rasgos, los episodios principales de la vida de David, tal como aparecen en la Biblia, son sobradamente familiares a cualquier lector cristiano, no está de más recoger, siquiera sea brevemente, lo que de él se nos ha transmitido. Se le menciona como autor de numerosos salmos y el libro 1 de las Crónicas se ocupa de su reinado, pero es en el 1 y 2 de Samuel donde encontramos una narración vívida de sus acciones antes y después de la subida al trono. David se nos presenta aquí como un valeroso guerrero temeroso de Dios, que tras una complicada serie de episodios, conquista el poder y lleva a Israel a una dorada etapa de esplendor. Pero no son las victorias militares ni el engrandecimiento del reino lo que nos seduce, sino el modo en que aparece retratada su personalidad. El ungido por el Señor, cuyo reinado quedará para siempre como un ideal difícilmente alcanzable, es también un amigo leal y un padre indulgente hasta el extremo, incluso un hombre débil, que sucumbe a las pasiones y que para satisfacerlas llega hasta el asesinato. Queda claro que para el narrador es un héroe, pero ante todo un ser humano que, aunque dotado de grandes virtudes, es capaz también de cometer graves pecados.

Su primera aparición se produce en 1 Samuel 16, cuando el Señor, tras haber retirado su favor a Saúl, que ha incumplido sus mandatos en lucha con los amalequitas, ordena al profeta que se dirija a Belén, para ungir a uno de los hijos de Jesé. Contra lo que cabría esperar, el elegido es el más pequeño, que en aquel momento se halla ausente cuidando del rebaño. A partir de este momento se inicia un ascenso plagado de dificultades. En un primer momento, el joven es llamado al servicio de Saúl, convertido en su escudero, a la par que, mediante el tañido del arpa, alivia la melancolía de su rey. El capítulo siguiente, donde se narra su victoria sobre el filisteo Goliat, parece, sin embargo, proceder de una tradición distinta, pues en él David se presenta todavía como un joven pastor que, por mandato de su padre, visita el campamento israelita para llevar alimentos a sus hermanos. Solo antes del enfrentamiento intercambia unas palabras con Saúl, quien le entrega su armadura, de la que el joven se deshace por no estar acostumbrado a ella. Después del combate, conducido de nuevo ante la presencia del rey, este le pregunta por su filiación, lo que refuerza la idea de que no le conocía anteriormente.