Francisco Javier Bernad Morales
En un
primer momento, la autoridad de David solo es admitida por Judá, en tanto que
el resto de las tribus se mantienen fieles a la casa de Saúl, en la persona de
su hijo Isbóset, proclamado rey por Abner, el principal general del monarca
fallecido. Siguen tiempos de enfrentamiento en los cuales Abner, a su pesar, da
muerte a Asahel, hermano de Joab, el más estrecho colaborador de David. Este
suceso desencadena una venganza de sangre pues cuando más adelante, Abner,
disgustado con Isbóset, busque un acercamiento a David, Joab lo matará a
traición. Sorprendentemente aquel no castigará a su lugarteniente y se limitará
a proclamar que no ha tenido nada que ver con el hecho. Nos encontramos así
ante un rasgo del carácter de David que quizá ya se hubiera manifestado
anteriormente, cuando se negó a dar muerte a Saúl, pese a tenerlo a su merced:
una excesiva indulgencia con sus allegados, que en ocasiones raya con la
debilidad.
A la
defección y muerte de Abner, sigue el asesinato de Isbóset por dos de sus
propios jefes militares, quienes pensaban de esta manera obtener el favor de
David. Este sin embargo, los califica de hombres malvados que han terminado con
la vida de un justo y, en consecuencia, los hace ejecutar. Tras esto, los jefes
de las tribus del norte se dirigen a Hebrón, donde mora David, y lo reconocen
como rey, con lo que este comienza a gobernar sobre todo el territorio de
Israel.
Tras
esto, 2 de Samuel narra la conquista
de Jerusalén, hasta el momento en poder de los jebuseos, y la victoria sobre
los filisteos que, alarmados por el creciente poderío de Israel, se habían
unido para combatirlo. Decide entonces David trasladar el Arca de la Alianza a
la ciudad recién conquistada y convertida en capital del reino y durante la
procesión, él mismo danza en un baile ritual, lo que le vale el reproche de
Mikal, la primera de sus esposas, hija de Saúl, quien considera que se trata de una conducta impropia de su
condición. Molesto, el rey responde con inusitada dureza:
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