De las homilías de san Beda el
Venerable, presbítero
El santo Precursor del
nacimiento, de la predicación y de la muerte del Señor mostró en el momento de
la lucha suprema una fortaleza digna de atraer la mirada de Dios, ya que, como
dice la Escritura, la gente pensaba que cumplía una pena, pero él esperaba de
lleno la inmortalidad. Con razón celebramos su día natalicio, que él ha
solemnizado con su martirio y adornado con el fulgor purpúreo de su sangre; con
razón veneramos con gozo espiritual la memoria de aquel que selló con su
martirio el testimonio que había dado del Señor.
No debemos poner en duda que san
Juan sufrió la cárcel y las cadenas y dio su vida en testimonio de nuestro
Redentor, de quien fue precursor, ya que, si bien su perseguidor no lo forzó a
que negara a Cristo, sí trató de obligarlo a que callara la verdad; ello es
suficiente para afirmar que murió por Cristo.
Cristo, en efecto, dice: Yo soy
la verdad; por consiguiente, si Juan derramó su sangre por la verdad, la
derramó por Cristo; y él, que precedió a Cristo en su nacimiento, en su
predicación y en su bautismo, anunció también con su martirio, anterior al de
Cristo, la pasión fuera del Señor.
Este hombre tan eximio terminó,
pues, su vida derramando su sangre, después de un largo y penoso cautiverio.
Él, que había evangelizado la libertad de una paz que viene de arriba, fue
encarcelado por unos hombres malvados; fue encerrado en la oscuridad de un
calabozo aquel que vino a dar testimonio de la luz y a quien Cristo, la luz en
persona, dio el título de «lámpara que arde y brilla»; fue bautizado en su
propia sangre aquel a quien fue dado bautizar al Redentor del mundo, oír la voz
del Padre que resonaba sobre Cristo y ver la gracia del Espíritu Santo que
descendía sobre él. Mas, a él, todos aquellos tormentos temporales no le
resultaban penosos, sino más bien leves y agradables, ya que los sufría por
causa de la verdad y sabía que habían de merecerle un premio y un gozo sin fin.
La muerte –que de todas maneras
había de acaecerle por ley natural– era para él algo apetecible, teniendo en
cuenta que la sufría por la confesión del nombre de Cristo y que con ella
alcanzaría la palma de la vida eterna. Bien dice el Apóstol: A vosotros se os
ha concedido la gracia de estar del lado de Cristo, no sólo creyendo en él,
sino sufriendo por él. El mismo Apóstol explica, en otro lugar, por qué sea un
don el hecho de sufrir por Cristo: Los sufrimientos de ahora no pesan lo que la
gloria que un día se nos descubrirá.
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