Homilía del Papa Francisco pronunciada el pasado 7 de julio en la Jornada de los seminaristas, novicios, novicias y de todos
los que están en el camino vocacional
http://www.zenit.org
Queridos hermanos y hermanas:
http://www.zenit.org
Queridos hermanos y hermanas:
Ya ayer tuve la alegría de encontrarme
con ustedes, y hoy nuestra fiesta es todavía mayor porque nos reunimos de nuevo
para celebrar la Eucaristía, en el día del Señor. Ustedes son seminaristas,
novicios y novicias, jóvenes en el camino vocacional, provenientes de todas las
partes del mundo: ¡representan a la juventud de la Iglesia! Si la Iglesia es la
Esposa de Cristo, en cierto sentido ustedes constituyen el momento del noviazgo,
la primavera de la vocación, la estación del descubrimiento, de la prueba, de
la formación. Y es una etapa muy bonita, en la que se ponen las bases para el
futuro. ¡Gracias por haber venido!
Hoy la palabra de Dios nos habla de la
misión. ¿De dónde nace la misión? La respuesta es sencilla: nace de una llamada
que nos hace el Señor, y quien es llamado por Él lo es para ser enviado. Pero,
¿cuál debe ser el estilo del enviado? ¿Cuáles son los puntos de referencia de
la misión cristiana? Las lecturas que hemos escuchado nos sugieren tres: la
alegría de la consolación, la cruz y la oración.
El primer elemento: la alegría de la
consolación. El profeta Isaías se dirige a un pueblo que ha atravesado el
periodo oscuro del exilio, ha sufrido una prueba muy dura; pero ahora, para
Jerusalén, ha llegado el tiempo de la consolación; la tristeza y el miedo deben
dejar paso a la alegría: "Festejad… gozad… alegraos", dice el Profeta
(66,10). Es una gran invitación a la alegría. ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo?
Porque el Señor hará derivar hacia la santa Ciudad y sus habitantes un
"torrente" de consolación, de ternura materna: "Llevarán en
brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a
quien su madre consuela, así os consolaré yo" (v. 12-13). Todo cristiano,
sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de
esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para
con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes
la alegría de ser consolados por Él, de ser amados por Él. Esto es importante
para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y
transmitirla. La invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón:
"Consolad, consolad a mi pueblo" (40,1), y convertirse en misión. La
gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene
necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que
enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de
llevar la consolación de Dios!
El segundo punto de referencia de la
misión es la cruz de Cristo. San Pablo, escribiendo a los Gálatas, dice:
"Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo" (6,14). Y habla de las "marcas", es decir, de las
llagas de Cristo Crucificado, como el cuño, la señal distintiva de su
existencia de Apóstol del Evangelio. En su ministerio, Pablo ha experimentado
el sufrimiento, la debilidad y la derrota, pero también la alegría y la
consolación. He aquí el misterio pascual de Jesús: misterio de muerte y
resurrección. Y precisamente haberse dejado conformar con la muerte de Jesús ha
hecho a San Pablo participar en su resurrección, en su victoria. En la hora de
la oscuridad y de la prueba está ya presente y activa el alba de la luz y de la
salvación. ¡El misterio pascual es el corazón palpitante de la misión de la
Iglesia! Y si permanecemos dentro de este misterio, estamos a salvo tanto de
una visión mundana y triunfalista de la misión, como del desánimo que puede
nacer ante las pruebas y los fracasos. La fecundidad del anuncio del Evangelio
no procede ni del éxito ni del fracaso según los criterios de valoración
humana, sino de conformarse con la lógica de la Cruz de Jesús, que es la lógica
del salir de sí mismos y darse, la lógica del amor. Es la Cruz –siempre la Cruz
con Cristo-, la que garantiza la fecundidad de nuestra misión. Y desde la Cruz,
acto supremo de misericordia y de amor, renacemos como "criatura
nueva" (Ga 6,15).ù
Finalmente, el tercer elemento: la
oración. En el Evangelio hemos escuchado: "Rogad, pues, al dueño de la
mies que mande obreros a su mies" (Lc 10,2). Los obreros para
la mies no son elegidos mediante campañas publicitarias o llamadas al servicio
y a la generosidad, sino que son "elegidos" y "mandados"
por Dios. Por eso es importante la oración. La Iglesia, nos ha repetido
Benedicto XVI, no es nuestra, sino de Dios; el campo a cultivar es suyo. Así
pues, la misión es sobre todo gracia. Y si el apóstol es fruto de la oración,
encontrará en ella la luz y la fuerza para su acción. En efecto, nuestra misión
pierde su fecundidad, e incluso se apaga, en el mismo momento en que se
interrumpe la conexión con la fuente, con el Señor.
Queridos seminaristas, queridas novicias
y queridos novicios, queridos jóvenes en el camino vocacional. "La
evangelización se hace de rodillas", me decía uno de ustedes el otro día.
¡Sean siempre hombres y mujeres de oración! Sin la relación constante con Dios
la misión se convierte en función. El riesgo del activismo, de confiar
demasiado en las estructuras, está siempre al acecho. Si miramos a Jesús, vemos
que la víspera de cada decisión y acontecimiento importante, se recogía en
oración intensa y prolongada. Cultivemos la dimensión contemplativa, incluso en
la vorágine de los compromisos más urgentes y acuciantes. Cuanto más les llame
la misión a ir a las periferias existenciales, más unido ha de estar su corazón
a Cristo, lleno de misericordia y de amor. ¡Aquí reside el secreto de la
fecundidad de un discípulo del Señor!
Jesús manda a los suyos sin
"talega, ni alforja, ni sandalias" (Lc 10,4). La difusión
del Evangelio no está asegurada ni por el número de personas, ni por el
prestigio de la institución, ni por la cantidad de recursos disponibles. Lo que
cuenta es estar imbuidos del amor de Cristo, dejarse conducir por el Espíritu
Santo, e injertar la propia vida en el árbol de la vida, que es la Cruz del
Señor.
Queridos amigos y amigas, con gran
confianza les pongo bajo la intercesión de María Santísima. Ella es la Madre
que nos ayuda a tomar las decisiones definitivas con libertad, sin miedo. Que
Ella les ayude a dar testimonio de la alegría de la consolación de Dios, a
conformarse con la lógica de amor de la Cruz, a crecer en una unión cada vez
más intensa con el Señor. ¡Así su vida será rica y fecunda! Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario