«Abrahán […] saltaba de gozo pensando ver mi
día; lo vio, y se llenó de alegría» (Jn 8,56). Según estas palabras de Jesús,
la fe de Abrahán estaba orientada ya a él; en cierto sentido, era una visión
anticipada de su misterio. Así lo entiende san Agustín, al afirmar que los
patriarcas se salvaron por la fe, pero no la fe en el Cristo ya venido, sino la
fe en el Cristo que había de venir, una fe en tensión hacia el acontecimiento
futuro de Jesús. La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús
es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Todas las
líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; él es el «sí» definitivo a
todas las promesas, el fundamento de nuestro «amén» último a Dios (cf. 2 Co 1,20).
La historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si Israel
recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían el centro de su
confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como
la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por
nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no es una más entre otras,
sino su Palabra eterna (cf. Hb 1,1-2). No hay garantía más grande que Dios.
Lumen Fidei, Cap. I, 15
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