Tagaste
(Souk-Ahras-Argelia) 13/11/354 – Hipona (Annaba-Argelia) 28 /08/ 430
San Agustín es uno de los Santos Padres de la Iglesia Latina, para
muchos el más atrayente. Destaca en el horizonte de la historia del
cristianismo, por su piedad, su sabiduría, su corazón inquieto, por su vivencia
de la amistad, por su celo de pastor, por sus muchos y excelentes escritos que
nos trasmiten la cultura clásica y cristiana y dan testimonio de un espíritu
exquisitamente humano y profundamente religioso.
Su entrañable amigo Posidio,
hermano en el episcopado, nos ha dejado el relato de su vida, Vita Augustini, hecha de nostalgia,
devoción y cercanía. La seguimos, entrelazando con otros aportes, especialmente
con noticias recogidas de las Confesiones y las obras del santo:
“Movido por
el deseo de ser útil con mi ingenio y mi palabra a la causa de la santa y
verdadera Iglesia católica de Cristo, de ningún modo he de callar la vida y
costumbres del muy excelente sacerdote Agustín, dejando memoria de
las cosas que vi o recogí de sus labios” (Posidio, pról. 1).
“No tocaré
todas las cosas que el mismo beatísimo Agustín dejó escritas en sus
‘Confesiones acerca de su vida antes y después de recibir la gracia” (ib. 5).
Nacimiento,
estudios y profesorado
Nació, Aurelio Agustín, el 13 de noviembre del año 354, en Tagaste,
Numidia, provincia romana del norte de África.
Sus padres fueron Mónica, cristiana y Patricio, pagano.
“Nació San Agustín en la provincia de África, en la ciudad de Tagaste, de padres
cristianos y nobles, pertenecientes a la
curia municipal. A su esmero, diligencia y cuenta corrió la formación del hijo,
que fue muy bien instruido en las letras humanas, esto es, en las que llaman
artes liberales” (Vita, 1,1).
Mónica instruyó a su hijo en la fe, hasta el punto que en una
enfermedad, Agustín pidió el bautismo y ella se preocupó por que lo recibiera.
Pero mejoró y se aplazó el agua bautismal.
Se entregó apasionadamente a los estudios. Estudió retórica y
filosofía con resultados brillantes, pero, poco a poco, se dejó arrastrar por
una vida personal desordenada. A los diecisiete años se unió a una mujer y tuvo
un hijo, al que llamaron Adeodato.
Abrazó el maniqueísmo, que
sostiene que el espíritu es el principio de todo bien y la materia, el
principio de todo mal. Abandonó esta secta diez años después.
“Enseñó
primeramente gramática en su ciudad, y después retórica en Cartago, y en
tiempos sucesivos, en ultramar, en Roma y Milán, donde a la sazón estaba
establecida la corte de Valentiniano el Menor” (Vita,
1,1).
Su docencia
en Roma fue corta: descubrió que los
alumnos eran menos alborotadores que los de Cartago,
pero igualmente deshonestos. En Milán,
obtuvo la Cátedra
de Retórica. Es en esta ciudad en la que, agudizada la crisis personal, alejado
de los maniqueos y bajo la influencia de Ambrosio y la tenacidad de las
oraciones de su madre, su vida dará un vuelco definitivo.
Conversión, bautismo
y regreso a África
Mónica nunca se conformó con la situación de Agustín, alejado de la Iglesia, y trataba de
convertirlo a través de la oración y por todos los medios. Lo había seguido a Milán con ese fin.
También quería casarlo con una mujer acorde a su condición. Su
compañera, la madre de Adeodato, volvió a África y dejó al niño con su padre.
Nada más se sabe de ella.
Ambrosio, Obispo de Milán,
fue decisivo en la conversión de Agustín. Pronto Mónica descubrió la
posibilidad de que influyera en su hijo. El aprecio entre Ambrosio y Mónica era
mutuo y profundo. Agustín se acercó al obispo con la primera intención de
escuchar su estilo. Terminó despejando sus dudas sobre la fe, la imagen de
Dios, las escrituras, la
Iglesia… y recibiendo de sus manos el bautismo.
“En la misma ciudad ejercía entonces su cargo episcopal Ambrosio, sacerdote muy favorecido de Dios, flor de proceridad entre los más
egregios varones. Mezclado con el pueblo fiel, Agustín acudía a la iglesia a escuchar los sermones, frecuentísimos en aquel
dispensador de la divina palabra, y le seguía absorto y pendiente de su
palabra.” (Vita, 1,1).
La conversión de Agustín fue un proceso largo que el narra en Las confesiones, especialmente en el libro
VIII.
“En Cartago
le habían contagiado los maniqueos por algún tiempo con sus errores, siendo
adolescente; y por eso seguía con mayor interés todo lo relativo al pro o
contra de aquella herejía” (Vita, 1, 1-4).
Agustín convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, se resistía a
convertirse. Comprendía el valor de la castidad, pero se le hacía difícil
practicarla, y le dificultaba la conversión. Él decía: “Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo”. Pero ese “pronto”
no llegaba nunca.
Un amigo fue a visitarlo y le contó la vida de San Antonio. Le
impresionó mucho. Él comprendía que era tiempo de avanzar por el camino
correcto. Se decía “¿Hasta cuándo? ¿Hasta
mañana? ¿Por qué no hoy?”. Estando en el huerto oyó la voz de un niño que
cantaba: “toma y lee, toma y lee”. Le
vino a la memoria que San Antonio se había convertido al escuchar la lectura de
un pasaje del Evangelio. Agustín interpretó las palabras del niño como una
señal del cielo. Dejó de llorar y se dirigió a donde estaba su amigo que tenía
en sus manos el Evangelio. Decidieron convertirse y ambos fueron a contar a Mónica
lo sucedido. Esta dio gracias a Dios. Así lo sintetiza su colega en el
episcopado, Posidio:
“Adoctrinado,
con la divina ayuda, suave y paulatinamente se desvaneció de su espíritu
aquella herejía, y confirmado luego en la fe católica, inflamóse con el deseo
ardiente de instruirse y progresar en el conocimiento de la religión, para que,
llegando los días santos de la
Pascua, lograse la purificación bautismal. Agustín, con la gracia del Señor, recibió por medio de un prelado tan
excelente como Ambrosio la doctrina
saludable de la Iglesia
y los divinos sacramentos (1, 5).
“Contaba a
la sazón treinta y tres años, y le acompañaba su madre, gozosa de seguirlo y
encantada de sus propósitos religiosos, más que de los nietos según la carne.
Su padre había muerto ya”. (2, 3).
Agustín se dedicó al estudio y a la oración. Hizo penitencia y se
preparó para el Bautismo. Lo recibió junto con su amigo Alipio y con su hijo, Adeodato.
Decía a Dios: “Demasiado tarde, demasiado
tarde empecé a amarte”. Y, también: “Me
llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera”. Su hijo, Adeodato, tenía quince años cuando recibió el
Bautismo y murió poco tiempo después.
Deseoso de ser útil a la Iglesia, regresó a África. Ahí vivió casi tres
años sirviendo a Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Instruía a
sus prójimos con sus discursos y escritos.
“Después de
recibir el bautismo juntamente con otros compañeros y amigos, que también
servían al Señor, plúgole volverse al África, a su propia casa y heredad; y una
vez establecido allí, casi por espacio de tres años, renunciando a sus bienes,
en compañía de los que se le habían unido, vivía para Dios, con ayunos, oración
y buenas obras, meditando día y noche en la divina ley. Comunicaba a los demás
lo que recibía del cielo con su estudio y oración, enseñando a presentes y
ausentes con su palabra y escritos” (3, 1-2).
Forma de
vida
Agustín vivía en comunidad con sus monjes. Tenían todo en común:
comida, vestido, biblioteca, ropa… Su tenor de vida era sencillo y frugal.
Cuando recibía presentes, los entregaba a la comunidad en la que había un
administrador. Se atenía al ideal de dar
a cada uno según su necesidad, mostrando espacial cuidado con los enfermos y
ancianos.
“Sus
vestidos, calzado y ajuar doméstico eran modestos y convenientes: ni demasiado
preciosos, ni demasiado viles, porque estas cosas suelen ser para los hombres
motivo de jactancia o de abyección, por no buscar por ellos los intereses de
Jesucristo, sino los propios... La mesa era parca y frugal, donde abundaban
verduras y legumbres, y algunas veces carne, por miramiento a los huéspedes, y
a personas delicadas. No faltaba el vino en ella, porque sabía y enseñaba, como
el Apóstol, que toda criatura es buena, y nada hay reprobable tomado con
hacimiento de gracias, pues con la palabra de Dios y la oración queda
santificado” (22, 1-2).
“Usaba sólo
cucharas de plata, pero todo el resto de la vajilla era de arcilla, de madera o
de mármol; y esto no por una forzada indigencia, sino por voluntaria pobreza.
Se mostraba también siempre muy hospitalario. Y en la mesa le atraía más la
lectura y la conversación que el apetito de comer y beber. Contra la
pestilencia de la murmuración tenía este aviso escrito en verso: El que es amigo de roer vidas ajenas, no es
digno de sentarse en esta mesa” (22, 5-6).
“Alternativamente
delegaba y confiaba la administración de la casa religiosa y de sus posesiones
a los clérigos más capacitados. Nunca se vio en su mano llave o anillo, y los
ecónomos llevaban los libros de cargo y data. A fin de año, le recitaban el
balance, para que conociese las entradas y salidas y el remanente de la caja, y
fiábase en muchas transacciones de la honradez del administrador, sin verificar
una comprobación personal minuciosa” (24, 1).
La vida conventual no siempre era tan perfecta como Agustín
hubiera querido. Con frecuencia se refiere a ella, el Santo, en sus sermones a
los fieles.
Al servicio
de la Iglesia
El año 391, en un descuido, los fieles de Hipona lo presentaron a la fuerza al obispo Valerio para que lo
ordenara sacerdote. Sus planes se vieron trastocados y su vocación tomó un
camino nuevo. Se dedicó al servicio del pueblo, a la predicación, a la polémica
defensa de verdad católica, a escribir… Pero no olvidó su ideal monástico, de
vida en comunidad, en amistad, en contemplación.
Organizó la casa en la que vivía como un monasterio, bajo la regla
de la convivencia, basada en la sencillez y la comunión de bienes, buscando el
ideal de la perfección cristiana. Fundó también una rama femenina.
“Ordenado,
pues, presbítero, luego fundó un monasterio junto a la iglesia, y comenzó a
vivir con los siervos de Dios según el modo y la regla restablecida por los
apóstoles. Sobre todo miraba a que nadie en aquella comunidad poseyese bienes,
que todo fuese común y se distribuyese a cada cual según su menester, como lo
había practicado él primero, después de regresar de Italia a su patria (5, 1). Desde que en el
año 391, fue ordenado sacerdote, se dedicó con ahínco a la predicación.
Incluso, su obispo le permitió predicar estando el presente, cosa poco ajustada
a las costumbres africanas, pero que Valerio, de origen griego, había visto en
otra tradición.
La división de la Iglesia
Africana, lo obligó, primero como sacerdote y después como
obispo, a combatir las herejías y buscar la paz y la unidad en el seno de la
católica. Maniqueos, donatistas, arrianos y pelagianos fueron objeto de su
reflexión, predicación y escritos.
“En la
ciudad de Hipona había contagiado e inficionado entonces a muchísimos
ciudadanos y peregrinos la herejía pestilente de Manes, por seducción y engaño
de un presbítero de la secta, llamado Fortunato, que allí residía y buscaba
adeptos. Entre tanto, los cristianos de Hipona y de fuera, tanto católicos como
donatistas, se entrevistan con el sacerdote, rogándole fuera a ver a aquel
maniqueo, a quien tenían por docto, para tratar con él de la ley.
Señalados,
pues, el día y el lugar, se tuvo la reunión con muchísimo concurso de
estudiosos y curiosos, y dispuestas las mesas de los notarios, se comenzó la
discusión, que se acabó al segundo día. En ella, el maestro maniqueo, según
consta por las actas de la conferencia, ni pudo rebatir las aserciones de la
doctrina cristiana ni apoyar sobre bases firmes la de Manes”
(6, 1-2; 6-7).
Enseñaba y
predicaba privada y públicamente, en casa y en la iglesia, la palabra de la
salud eterna contra las herejías de África, sobre todo contra los donatistas,
maniqueos y paganos, combatiéndolos, ora con libros, ora con improvisadas
conferencias, siendo esto causa de inmensa alegría y admiración para los
católicos, los cuales divulgaban donde podían a los cuatro vientos los hechos
de que eran testigos. Con la ayuda del Señor, comenzó a levantar cabeza la
iglesia de África, que desde mucho tiempo yacía seducida, humillada y oprimida
por la violencia de los herejes, mayormente por el partido donatista, que rebautizaba
a la mayoría de los africanos (7, 1-2).
Valerio, anciano y temeroso de que se lo arrebataran para otra
diócesis, lo consagró obispo auxiliar de Hipona, cuando tenía cinco años de
ejercicio pastoral como presbítero. No se equivocó. El cuidado de sus fieles
(bienes, pobres, convento…), la predicación, la administración de justicia, la
asistencia a los numerosos concilios del norte de África y la defensa de la
unidad católica contra los herejes tejieron el quehacer de sus treinta y cuatro
años de obispo. Toda la
Iglesia del norte de África se benefició de su labor
pastoral.
“Nombrado
obispo, predicaba la palabra de salvación con más entusiasmo, fervor y
autoridad; no sólo en una región, sino donde quiera que le rogasen, acudía
pronta y alegremente, con provecho y crecimiento de la Iglesia de Dios” (9, 1).
“Dilatándose,
pues, la divina doctrina, algunos siervos de Dios que vivían en el monasterio
bajo la dirección y en compañía de San Agustín, comenzaron a ser ordenados
clérigos para la iglesia de Hipona. Y más adelante, al ir en auge y
resplandeciendo de día en día la verdad de la predicación de la Iglesia católica, así como
el modo de vivir de los santos y siervos de Dios, su continencia y ejemplar
pobreza, la paz y la unidad de la
Iglesia, con grandes instancias comenzó primero a pedir y
recibir obispos y clérigos del monasterio que había comenzado a existir y
florecía con aquel insigne varón: y luego lo consiguió. Pues unos diez santos y
venerables varones, continentes y muy doctos, que yo mismo conocí, envió San
Agustín a petición de varias iglesias, algunas de categoría” (11, 1-3).
“Era aquel hombre memorable
miembro principal del Cuerpo del Señor, siempre solícito y vigilante para
trabajar en pro de la Iglesia;
y por divina dispensación tuvo, aun en esta vida, la dicha de gozar del fruto
de sus labores, primeramente con la concordia y la paz, restablecida en la
iglesia y diócesis de Hipona, puesta bajo su vigilancia pastoral, y después en
otras partes de África, donde vio crecer y multiplicarse la Iglesia por esfuerzo suyo
o por mediación de otros sacerdotes formados en su escuela, alborozándose en el
Señor, porque tan a menos habían venido en gran parte los maniqueos,
donatistas, pelagianos y paganos, convirtiéndose a la verdadera fe” (18, 6-7).
Ayudó solícito a los pobres, recordando frecuentemente a los
presbíteros y fieles en la predicación los deberes de caridad cristiana.
Escritor
fecundo
Agustín escribió toda su vida. De su pluma salieron entre otras
muchas obras, Las confesiones, La ciudad de Dios, De la Trinidad,
La doctrina. Escribió obras en defensa de la fe contra los paganos, maniqueos,
donatistas, arrianos, pelagianos. Obras de espiritualidad, numerosas cartas,
sermones, tratados. A través de sus libros nos legó el pensamiento
filosófico-teológico más influyente de la historia.
Invasión vándala
y últimos días
Los últimos años de la vida de Agustín se vieron turbados por la
guerra. El norte de África atravesó momentos difíciles, ya que los vándalos la
invadieron destruyéndolo todo a su paso. Hipona, plaza fuerte, amurallada, fue
cercada por los vándalos. A los tres meses, cayó enfermo de fiebre y comprendió
que era el final de su vida.
“Por
voluntad y permisión de Dios, numerosas tropas de bárbaros crueles, vándalos y
alanos, mezclados con los godos y otras gentes venidas de España, dotadas con
toda clase de armas y avezadas a la guerra, desembarcaron e irrumpieron en
África; y luego de atravesar todas las regiones de la Mauritania penetraron
en nuestras provincias, dejando en todas partes huellas de su crueldad y
barbarie, asolándolo todo con incendios, saqueos, pillajes, despojos y otros
innumerables y horribles males. No tenían ningún miramiento al sexo ni a la
edad; no perdonaban a sacerdotes y ministros de Dios, ni respetaban ornamentos,
utensilios ni edificios dedicados al culto divino” (28, 4-5).
“Todas estas
calamidades y miserias, rumiándolas con alta sabiduría, las acompañaba con
copioso llanto diario. Y aumentaron su tristeza y sus llantos al ver sitiada la
misma ciudad de Hipona, todavía en pie, de cuya defensa se encargaba entonces
el en otro tiempo conde Bonifacio, al frente del ejército de los godos federados.
Catorce meses duró el asedio completo, porque bloquearon la ciudad totalmente
hasta en la parte litoral. Allí me refugié yo con otros obispos, y permanecimos
durante el tiempo del asedio” (28, 12-13).
Murió el 28 de agosto del año 430, a los setenta y seis
años: Llevaba cuarenta consagrado al servicio de Dios. Hipona estaba cercada y
su legado corría el peligro de perderse.
“Aquel santo
varón tuvo una larga vida, concedida por divina dispensación para prosperidad y
dicha de la Iglesia;
pues vivió setenta y seis años, siendo sacerdote y obispo durante casi
cuarenta. En conversación familiar solía decirnos que, después del bautismo,
aun los más calificados cristianos y sacerdotes deben hacer digna y conveniente
penitencia antes de partir de este mundo. Así lo hizo él en su última enfermedad
de que murió, porque mandó copiar para sí los salmos de David que llaman de la
penitencia, los cuales son muy pocos, y poniendo los cuadernos en la pared ante
los ojos, día y noche, el santo enfermo los miraba y leía, llorando
copiosamente” (31, 1-2).
“Hasta su
postrera enfermedad predicó ininterrumpidamente la palabra de Dios en la
iglesia con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano consejo. Y al fin,
conservando íntegros los miembros corporales, sin perder ni la vista y el oído,
asistido de nosotros, que le veíamos y orábamos con él, durmióse con sus
padres, disfrutando aun de buena vejez. Asistimos nosotros al sacrificio
ofrecido a Dios por la deposición de su cuerpo y fue sepultado. No hizo ningún
testamento, porque como pobre de Dios, nada tenía que dejar” (31, 4-6).
“Dejó a la Iglesia clero
suficientísimo y monasterios llenos de religiosos y religiosas, con su debida
organización, su biblioteca provista de sus libros y tratados y de otros
santos; y en ellos se refleja la grandeza singular de este hombre dado por Dios
a la Iglesia,
y allí los fieles lo encuentran inmortal y vivo” (31, 8).
(San Posidio, murió hacia el año 437)
Cfr. Vida de San Agustín,
en Obras completas de San Agustín,
vol. I (BAC. 6ª ed.), Madrid 1994, 303-65 (extracto). Trad. de V. Capánaga, O.
A. R.