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29 junio 2014

Las meditaciones de Marco Aurelio (I)

Francisco Javier Bernad Morales

Damos el nombre de Meditaciones a un conjunto de pensamientos que Marco Aurelio, emperador entre los años 161 y 180, escribió en los tiempos en que se veía obligado a combatir en el limes del Danubio contra cuados y marcomanos. En ellos se refleja su delicada sensibilidad y profundo sentido moral, así como su identificación con la filosofía estoica, de la que a menudo es considerado el último gran representante. No se trata de una obra sistemática, sino de una serie de anotaciones realizadas en los descansos  entre combates. Quizá sea una visión exagerada y romántica, pero al leerlas es fácil imaginarlo tras un día turbulento, recogido en su tienda de campaña, intentando abstraerse del enloquecido fluir de los acontecimientos para, a solas con lo que llama su guía interior indagar los principios morales a los que ha de someter sus actos.

Una lectura superficial podría hacernos creer que las concepciones éticas de Marco Aurelio se hallan próximas al cristianismo y al judaísmo. Así encontramos expresiones tales como: “El alma racional […] se caracteriza por el amor al prójimo” (XI, 1), “Ama a la humanidad. Toma a Dios como guía” (VII, 31), “Ama sinceramente a los hombres con los que te ha tocado vivir” (VI, 39) o “Es propio del hombre amar incluso a quienes lo ofenden” (VII, 22), que nos recuerdan palabras de Jesús de Nazaret o Rabí Akiba. Otras hacen que evoquemos el Eclesiastés (Kohélet): “Piensa constantemente que todo lo que ocurre ya ha sucedido en el pasado y volverá a ocurrir” (X, 27), “Es posible prever el futuro contemplando los hechos del pasado y del presente. Siempre será lo mismo” (VII, 49) o “No hay nada nuevo” (VII, 1). Son semejanzas que no deben ofuscarnos.

No nos engañemos. El universo mental del emperador permanece ajeno al judaísmo y al cristianismo, pues en él no queda lugar para la trascendencia o para la idea de un Dios personal. El destino individual está inexorablemente fijado por factores inmanentes: “Lo que te ocurre te estaba preparado desde la eternidad. La concatenación causal ha trenzado desde siempre tu existencia con lo que te sucede.” (X, 5). La providencia, a la que a menudo se refiere, no es más que ese forzoso devenir al que nada puede sustraerse. Obviamente cabría preguntarse por el motivo que puede llevar a reflexionar sobre la moral y a escribir discursos parenéticos, si todo está determinado. Marco Aurelio no lo hace, aunque quizá pudiera contestar que ese es su destino.

El hombre debe someterse a lo establecido por la naturaleza. Si se lamenta por los supuestos males que le afligen, se queja de los dioses, pues estos, como siempre en el paganismo, se identifican con aquella. Todo está dispuesto y solo cuando somos capaces de comprenderlo así y, en consecuencia, obrar siguiendo lo que la naturaleza nos marca, nos comportamos como auténticos seres humanos. Es la ignorancia lo que lleva al mal: “si hacen lo que es correcto, no debes quejarte, y si yerran, claramente actúan de forma involuntaria y en ignorancia, pues ningún alma quiere verse privada de la verdad, ni de tratar cada cosa conforme a su valor.” (XI, 18). Diecisiete siglos después, otro filósofo inmanentista, Friedrich Engels, glosando a Hegel, escribiría: “La libertad consiste […] en esa soberanía sobre nosotros mismos y sobre el mundo exterior, fundada en el conocimiento de las leyes necesarias de la naturaleza”[1].

Sin embargo, y aunque sea fácil detectar la proximidad entre ambas ideas, lo que en el caso de Engels y de Marx empuja a la acción, tal como expone la XI tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”[2]; en el de Marco Aurelio parece llevar a una actitud casi budista: “Borrar la imaginación, reprimir el impulso, apagar el deseo, mantener el autocontrol”. (IX, 7). En cualquier caso, de estas palabras no hay que deducir que el emperador predique la pasividad, algo incongruente en quien llevó una vida enormemente activa. Eso sería dar a la frase un alcance que no tiene. Con su exhortación pretende que los actos estén regidos exclusivamente por la razón.





[1] ENGELS, Friedrich. Anti-Dühring. Madrid, Ciencia Nueva, 1968, p. 127.
[2] MARX, K. y ENGELS, F. Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos. Barcelona Grijalbo, 1974, p. 12.

02 diciembre 2012

Conversión

Francisco Javier Bernad Morales

Hace pocos días, alguien, quizá de manera poco discreta, me preguntó por qué soy católico. Yo lo acababa de afirmar en el transcurso de una conversación en que dos compañeros habían proclamado su agnosticismo. La charla discurría por cauces apacibles, pero de alguna manera el resto de los participantes parecían presuponer que la religión es una reliquia del pasado, un conjunto de creencias absurdas y rayanas en la superstición, propias de gentes escasamente preparadas.  Confieso que me sentí sorprendido. Entendí que la persona que se dirigía a mí de manera tan directa, lo hacía porque había dado por sentado que yo compartía sus posiciones y trataba de encontrar una explicación para algo que se le antojaba anómalo. No quise o no pude en aquel momento entrar en profundidades y me limité a contestar que las experiencias, las lecturas y las meditaciones me habían conducido hacia el catolicismo. Pero aquello, reconozco que bastante vago, no fue suficiente. Mi interlocutora, el resto de los presentes ya se había marchado, insistió:

-Seguro que la religión hace que te sientas mejor interiormente.

-No- hube de contestar-, yo estoy bien cuando mi conciencia me dice que actúo rectamente. Durante mucho tiempo fui agnóstico y no considero que entonces me sintiera peor que ahora.

La conversación terminó ahí, pero desde entonces mi mente ha continuado ocupada en ella. De un lado, tengo claro que la religión no constituye un sedante, gracias  al cual puedo soportar las agresiones del mundo. Si lo admitiera, coincidiría con Marx en que “la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón en un mundo sin corazón,  el espíritu en una situación carente de espíritu: la religión es el opio del pueblo.”[1] Tampoco me satisfacen mis respuestas. Comencemos por la segunda. Decir que uno se siente bien cuando obra según los dictados de la conciencia no pasa de ser una obviedad. Siempre he admirado el valor de Lutero en la Dieta de Worms, cuando, conminado a retractarse, respondió, a sabiendas de que estaba en juego su vida: “actuar contra la propia conciencia no es ni seguro ni honrado. Que Dios me ayude.”[2] Pero, ¿debe ser la conciencia nuestra guía? No podemos excluir que esté pervertida y nos conduzca hacia el mal. El mismo Lutero, tras su afirmación de rebeldía, invoca la ayuda divina. Puede que únicamente pida protección contra sus enemigos, pero me parece más verosímil que lo haga en reconocimiento de sus limitaciones; que, consciente de que puede estar equivocado, solicite al Señor que lo ilumine. La conciencia no se reduce a una convicción interior, pues en ese caso los atroces crímenes del nazismo quedarían justificados. Nada sugiere que Hitler, Himmler o tantos otros que los secundaron, sintieran que obraban mal. Al contrario, estaban convencidos de que hacían lo correcto. En este punto debemos tener presente la advertencia de Benedicto XVI: “La reducción de la conciencia a la certidumbre subjetiva significa al mismo tiempo la renuncia a la verdad.”[3] El relativismo, al negar a la verdad su carácter objetivo, justifica, en definitiva, todas las acciones, ya que, si no hay un marco universal de referencia, estas no pueden ser juzgadas más que por el propio sujeto que las ejecuta. La única exigencia es que estas sean “auténticas”, es decir, expresen una convicción personal. El hecho de que Eichmann actuara en cumplimiento de lo que consideraba  su obligación y que, por tanto, no se creyera personalmente responsable, no anula su culpabilidad. En todo caso, indica que los torturadores y asesinos no eran a menudo psicópatas o sádicos, sino funcionarios metódicos y eficientes que, tras realizar su trabajo, quizá matando a niños en las cámaras de gas, podían volver junto a su familia y, tal vez, de camino, comprar un regalo para sus hijos y luego emocionarse al abrazarlos. Pero entonces, a qué se refiere Lutero cuando expresa que la conciencia le impide la retractación. Opino que lo indica con suma claridad Benedicto XVI al comentar un episodio de la vida del cardenal Newman:

…la conciencia significa la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto mismo; la conciencia es la superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la interioridad del hombre y la verdad procedente de Dios[4].

Queda por aclarar a qué experiencias, lecturas y meditaciones me referí de aquella manera tan vaga. Para ello, en primer lugar expondré lo que a mi juicio separa al agnóstico del creyente. Piensa el primero que eso que llamamos verdad, aunque hipotéticamente pudiéramos admitir su existencia, es incognoscible. No niega, como hace el ateo, a Dios, sino que se limita a expulsarlo del campo de la experiencia humana, la cual queda así circunscrita a la búsqueda de verdades parciales asequibles a los métodos de investigación científica. Para el creyente, en cambio, sí existe una verdad que reviste un carácter absoluto y que, además, puede ser conocida.

La primera influencia intelectual que recuerdo al pensar en la adolescencia y la juventud, es la de Bertrand Russell, cuya obra ¿Por qué no soy cristiano? leí con quince o dieciséis años. Entonces, en el Bachillerato estudiábamos solo la filosofía tomista, por lo que esta lectura me hizo sentir una bocanada de aire fresco, y me apartó para mucho tiempo del catolicismo milagrero, ñoño y amenazador de los primeros tiempos de colegio, y del nada estimulante para la inteligencia en los estudios posteriores. He de aclarar que mi padre era declaradamente hostil a la iglesia Católica y que mi madre, apenas aflojó un poco la presión social, dejó de asistir a la misa dominical, única ceremonia, salvo las de carácter marcadamente social, en la que hasta entonces participaba. No obstante, en casa teníamos una Biblia, en la edición de Bover Cantera, y desde niño me fascinó su lectura Un gusto que nunca me ha abandonado y al que no renuncié siquiera en las épocas en que fui un ateo convencido. Russell me llevó a plantear ciertas preguntas incómodas a mi profesor de Filosofía, un buen hombre muy poco cualificado para responderlas.  Poco después, al compás de los primeros y titubeantes signos de apertura perceptibles en los últimos momentos de la dictadura, fue posible la adquisición de libros de Marx y de Engels, sobre los que me lancé con auténtica avidez. En ellos, sobre todo en Engels, se percibía una cosmovisión omnicomprensiva capaz de explicar el mundo. En suma, una verdad en la que no había lugar para la trascendencia. Estaba entonces de moda la interpretación de Althusser, a menudo mediatizada por las explicaciones de su discípula Marta Harnecker.  Con ellos, el marxismo comenzó a revelárseme como una escolástica tan agobiante y esterilizadora como la metafísica aristotélica. De su presión me liberó el descubrimiento de Trotski. Todo esto ocurrió en un período muy breve, el que discurre entre el asesinato de Carrero Blanco en 1973, cuando yo tenía dieciséis años, y las elecciones a Cortes Constituyentes (1977). La necesidad de que la praxis fuera coherente con la teoría[5] o, utilizando otros términos, de seguir la voz de la conciencia, me condujo a un activismo político sobre el que no creo oportuno extenderme ahora y al que he retornado en diversas ocasiones, sin obtener otra cosa que desengaños culminados con violentas rupturas.

Trotski me abrió el camino hacia Rosa Luxemburg, Bujarin y, rotos ya los diques, hacia Kant, cuya Fundamentación de la metafísica de las costumbres, me recomendó en la universidad un profesor de Historia de la Filosofía. Este librito, que, al igual que otras obras de su autor, aún releo con gusto, tuvo el efecto, como antes el de Bertrand Russell, de mostrarme un mundo nuevo y liberarme definitivamente de esa verdad que había creído hallar en el marxismo.  Quedé por mucho tiempo prendido en un agnosticismo que, si bien negaba la posibilidad de conocer el noúmeno, en definitiva, la verdad; resultaba extremadamente riguroso en lo que atañe a la ética.

Pero también esta concepción llegó a resquebrajarse. Aparecieron en ella pequeñas fisuras que yo ni siquiera alcanzaba a percibir. Mi esposa comenzó a frecuentar la iglesia y a participar en actividades pastorales y yo, de bastante mala gana, me vi comprometido a acompañarla en algunas ocasiones. De este modo conocí a un hombre excepcional, el padre Alfonso Garrido, inteligente y cultivado, amable y generoso, amigo de la conversación y de los pequeños placeres de la vida, y, sobre todo, bueno. Nuestra amistad creció lentamente, sin que él en ningún momento, a lo largo de las innumerables charlas que mantuvimos pretendiera atraerme a sus creencias. Yo, simplemente sentía que podía comunicarle inquietudes de las que no me sentía capaz de hablar a ningún otro. Crecía en paralelo, mi admiración por Juan Pablo II, un papa que como pocos ha sabido encarnar la misión profética de la Iglesia. El catolicismo se presentaba así ante mí con un rostro que hasta entonces yo no había conocido, De esta manera superaba recelos y surgía una corriente de simpatía, pero aún estaba lejano el paso definitivo. Este vino a consecuencia de la lectura de supervivientes de la Shoá: Primo Levi, Imre Kertész, Viktor Frankl y Victor Klemperer, entre otros; y también de los testimonios del horror soviético: Soljenitsin, Evguenia Ginzburg, Vasili Grossman o Vasili Aksiónov. Pero si he de señalar un momento decisivo, he de referirme a una noche en que, ya dormidas mi esposa y mi hija, leía, capturado por unas páginas que me horrorizaban, pero que no podía abandonar, Más allá de la culpa y la expiación. En este libro, Jean Améry nos confronta como nadie lo ha hecho con la presencia del mal. Se niega a admitir que ha sido una víctima del totalitarismo, pues este es una abstracción. A él lo ha torturado hasta causarle un dolor insoportable el teniente Praust. Un ser como todos los otros con rostro. En suma, como diría Levinas, el prójimo:

…rostros comunes. Rostros del montón. Y el conocimiento espantoso de una fase posterior, que de nuevo destruye toda representación abstracta, nos pone de manifiesto como los rostros del montón se transforman finalmente en rostros de Gestapo y cómo el mal se sobrepone y supera la banalidad[6].

Rechaza Améry la interpretación de Hannah Arendt, con el argumento de que esta conocía al enemigo solo de oídas y no había padecido en su carne el horror. Continué leyendo hasta que de repente comprendí que ese era mi caso y noté como desde dentro me crecía una sensación que nunca antes había experimentado. Dejé el libro sobre la mesa y me tendí boca abajo en el suelo, presa de un llanto irrefrenable. Mi alma se rebelaba contra el lúcido dictamen de Améry.

En el torturado se acumula el terror de haber experimentado al prójimo como enemigo: sobre esta base nadie puede otear un mundo donde reine el principio de la esperanza[7].

No sé el tiempo que transcurrió así, pero poco a poco, una plegaria comenzó a vencer al desconsuelo. Recé y recé como jamás lo he hecho y mi espíritu recuperó lentamente la tranquilidad. De alguna manera que no soy capaz de describir, sentí un enorme vértigo aliviado luego por la convicción de que, por grandes que sean nuestros padecimientos, el mal nunca vencerá al bien, y de que, pese a las apariencias, solo este tiene auténtica existencia. Él es la verdad.

A la mañana siguiente escribí a Alfonso, entonces destinado en el Estudio Teológico Agustiniano de Valladolid, para comunicarle mi propósito de retornar a la iglesia Católica y solicitar su orientación en el proceso.



[1] MARX, Karl, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel
[2] FEBVRE, L. Martín Lutero, Madrid, FCE, 1975. p. 169
[3] RATZINGER, Joseph, Ser cristiano en la era neopagana, Madrid, Encuentro, 1995, p. 37.
[4] Ibidem, p. 39.
[5] La filosofía de Marx es praxis, tal como este señala con toda claridad en la XI Tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. MARX, K. y ENGELS, F. Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos, Barcelona, Grijalbo, 1974, p. 12.
[6] AMÉRY, Jean, Más allá de la culpa y la expiación, Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 87.
[7] Ibidem, p. 107.

29 agosto 2012

Totalitarismo y relativismo moral


Francisco Javier Bernad Morales

En nuestras modernas sociedades democráticas occidentales, se extiende progresivamente la idea de que cada sociedad o cada cultura genera sus propias normas morales y no existe ninguna escala axiológica que permita  determinar la superioridad de unas sobre otras. De ahí se sigue el corolario de que es absurdo interrogarse por los principios éticos que informan la moral; lo cual tiene como consecuencia práctica que, olvidados los grandes principios, tendamos a regir nuestro comportamiento por un tibio hedonismo, y que renunciemos a juzgar los ajenos en tanto no nos afecten directamente. En parte se trata de una reacción, en su inicio saludable, contra el agobiante normativismo de épocas pasadas y contra la arrogancia con que los europeos nos hemos relacionado tradicionalmente con el resto de las culturas. Curiosamente, el eurocentrismo que de esta manera creíamos superar, se cuela por la puerta de atrás. Abrumados por un sentimiento de culpabilidad histórica, suponemos que nuestra cultura judeocristiana es la causante de los males del mundo y, sin proponérnoslo, aceptamos que los seres humanos ajenos a ella, meras víctimas de nuestra soberbia, no son responsables de sus actos, con lo que, a nuestros ojos, quedan convertidos en buenos salvajes, cuyo estado de inocencia es necesario preservar.

El relativismo moral, aunque a menudo se presente como condición de la democracia, es una consecuencia de las ideologías que conciben a la humanidad como segmentada en colectivos étnicos, culturales o religiosos netamente definidos y excluyentes, siendo la pertenencia a uno de estos grupos, lo que determina los derechos y las obligaciones de los individuos, así como su sistema de valores. En ese sentido conecta con la pesadilla totalitaria del siglo XX. La idolatría de la raza condujo al nazismo no tan solo a una jerarquización de los grupos humanos, sino a la exclusión de algunos de ellos -judíos, gitanos-, rebajados a la categoría de alimañas a las que se debía exterminar. Pero, por el momento, aunque su ascenso resulta preocupante, el totalitarismo nazi tan solo seduce a grupos marginales muy alejados de la sensibilidad progresista generalmente abrazada por los partidarios del relativismo. Estos se hallan, en cambio, influidos por la otra gran corriente totalitaria: el marxismo.

Al contrario del nazismo, el marxismo no recurre a la genética para justificar la escisión de la humanidad, sino a una argumentación más sutil y, al menos en apariencia, intelectualmente respetable. Quizá, sea esto lo que, unido al papel de la Unión Soviética en la II Guerra Mundial, explique que aún persista su influencia, aunque en los actuales tiempos de pensamiento débil, esta no presente ya el carácter de una ideología cerrada y omnicomprensiva.

El ataque de Marx a la universalidad de los principios éticos se fundamenta en una concepción de la naturaleza humana, expresada con claridad en el Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859):

No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es el que determina su conciencia.

El ser social a que se refiere se edifica a partir de las relaciones necesarias e involuntarias que los hombres establecen en el proceso de producción. Ahora bien, en la sociedad capitalista, la estructura económica implica la existencia de dos grupos opuestos: los explotadores, propietarios de los medios de producción, y los explotados, poseedores tan solo de su fuerza de trabajo y obligados para subsistir a ponerla al servicio de los primeros. Puesto que toda la superestructura jurídica y política nace de esta distinción radical, las normas son instrumentos destinados a perpetuarla. Dicho de otra manera, no existe la posibilidad de unos principios éticos de aplicación universal en tanto que la humanidad continúe escindida en clases sociales. Ya en 1847, había formulado tal idea en La miseria de la filosofía:

Los mismos hombres que establecen las relaciones sociales conforme a su productividad material producen también los principios, las ideas, las categorías, conforme a sus relaciones sociales.
Así, estas ideas, estas categorías resultan tan poco eternas como las relaciones que expresan. Son productos históricos y transitorios.

La humanidad solo comenzará a existir como tal en sentido universal, una vez la abolición de la propiedad privada haya puesto fin a la lucha de clases. Hasta ese momento, frente a la moral de los explotadores, los explotados deben esgrimir la acción revolucionaria, aquella que ponga fin a la situación presente. Para ellos no tiene sentido interrogarse por los principios éticos que rigen sus actos, pues estos se justificarán en función de si contribuyen o no a acelerar el advenimiento de la nueva sociedad. El gulag no es una desviación aberrante de la praxis revolucionaria, sino una consecuencia lógica de sus presupuestos ideológicos, en la misma medida en que la Shoá es la culminación coherente del pensamiento hitleriano.

Del formidable ataque lanzado en los dos siglos anteriores contra las concepciones universalistas judeocristianas, no queda, tras el hundimiento de las grandes ideologías que lo sustentaron, más que una extendida convicción de que no existen principios absolutos. Se trata, por decirlo de alguna manera, de un concepto huérfano, desligado de los sistemas que constituyeron su razón de ser, pero no por eso resulta menos peligroso, pues al aniquilar la capacidad de discernimiento moral, deja a la sociedad inerme ante nuevas amenazas totalitarias.

10 julio 2012

Por caminos de progreso

Francisco Javier Bernad Morales

Menudearon de manera singular en el siglo XIX los descubridores de las más profundas leyes de la naturaleza y de la historia, aunque justo es reconocer que pocos dejaron una progenie intelectual y política tan numerosa como los creadores del socialismo científico. Esta relativa falta de éxito, de la que quizá la Humanidad haya salido beneficiada, no es óbice para que le dediquemos algunas líneas a uno de los más ilustres, siquiera sea para situar en una adecuada perspectiva al materialismo histórico.

      Con modestia inequívocamente filosófica y francesa inicia Comte su Discurso sobre el espíritu positivo. La astronomía, hasta entonces considerada según parece un saber demasiado aislado de los demás, no debe constituir en el futuro, sino un elemento indispensable en un nuevo sistema de filosofía creado —no podía ser de otra manera— por el autor. Este sistema, culminación de los avances científicos de los últimos siglos y cuya instauración universal debe ser la finalidad esencial de la enseñanza[1], se distingue por:

“… una continua preponderancia, a la vez lógica y científica, del punto de vista histórico o social, para caracterizarla mejor, debo en primer término recordar sumariamente la gran ley que yo he establecido en mi Sistema de filosofía positiva, sobre la completa evolución intelectual de la Humanidad, ley a la que, por lo demás, tendrán que recurrir con frecuencia nuestros estudios astronómicos”[2].


Se trata naturalmente de la “ley de la evolución intelectual de la Humanidad o ley de los tres estados”[3].


Digamos someramente que Comte ha descubierto  que todas las especulaciones humanas pasan de manera inevitable por tres estados: teológico, metafísico y positivo. Buscan en el primero los seres humanos esclarecer las cuestiones que resultan más inaccesibles a su capacidad, lo que les lleva a ocuparse de conocimientos absolutos y causas esenciales. Los fenómenos, tanto exteriores como interiores, se atribuyen a la acción de diversos entes invisibles dotados de vida. En el estado metafísico persiste el gusto por la búsqueda de saberes absolutos, pero los seres sobrenaturales quedan relegados por abstracciones personificadas. Es el momento en que, como satiriza Molière, se puede creer seriamente que el opio posee una virtud “dormitiva”. Durante esta fase:

“ya no es la pura imaginación quien domina, ni es todavía la verdadera observación, sino que interviene en gran medida el razonamiento y se prepara confusamente al ejercicio verdaderamente científico”[4].

Finalmente, la razón humana alcanza el estado positivo:

“la revolución fundamental que caracteriza la virilidad de nuestra inteligencia consiste esencialmente en sustituir en todo la inaccesible determinación de las causas propiamente dichas, por la simple averiguación de las leyes, o sea de las relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados”[5].

Hasta aquí, fuera de la petulancia con que se enuncian, las observaciones de Comte no parecen desatinadas y nada hay en ellas que se relacione con el pensamiento utópico tal como venimos caracterizándolo. El esquema de Comte es lineal. En él cada estado representa una fase claramente superior al anterior sin ninguna línea o afán de retorno a una pretérita Edad de Oro. Ni siquiera su tríada obedece a la concepción hegeliana tan cara a Engels, pues el estado positivo no integra a los anteriores en una síntesis superadora, sino que los deja definitivamente atrás, olvidados en el desván de las supersticiones inservibles. La idea de que la sociedad, al igual que la naturaleza, está regida por leyes inexorables, vincula, sin embargo, las concepciones del creador del positivismo con las del filósofo alemán. Ambos consideran que el futuro, y por tanto el presente, se hallan en algún modo contenidos en el pasado, son necesarios desarrollos de éste:

“El espíritu positivo, en virtud de su naturaleza eminentemente relativa, es el único que puede considerar convenientemente todas las grandes épocas históricas como fases determinadas de una misma evolución fundamental, en la que cada una resulta de la precedente y prepara la siguiente según leyes invariables que fijan su participación especial en el común progreso, de tal manera que sea posible siempre, sin inconsecuencia ni parcialidad, hacer una exacta justicia filosófica a todas las cooperaciones, cualesquiera que sean. Pues hoy se puede asegurar que la doctrina que haya explicado el pasado en su conjunto obtendrá, inevitablemente, mediante esta sola prueba, la presidencia mental del futuro”[6].

Dejando de lado la obviedad de considerar cada fase como fruto de la anterior y preparación de la siguiente, fijémonos en la desmesurada tarea que se propone y en el premio que se otorga si es capaz de llevarla a buen término: la explicación del pasado en su conjunto y la presidencia mental del futuro. Aunque tan sobrehumana empresa no parece que estuviera reservada a las un tanto endebles fuerzas de Auguste Comte, no han faltado, sino más bien sobrado, pensadores y políticos que han creído, algunos incluso de buena fe, que Marx y Engels habían sido capaces de llevarla a cabo. La incertidumbre, y con ella la angustia que nos produce, es un fruto de las insuficiencias de nuestro conocimiento y, por tanto, desaparecerá a medida que disminuya nuestra ignorancia. Siempre ha habido gente que ha creído que el destino estaba escrito y que, mediante la observación de los astros o por otros métodos no menos extravagantes, era posible conocerlo. En el científico siglo XIX, el conocimiento de la astronomía había llegado tan lejos que pocas mentes cultivadas podían creer seriamente que los planetas y las constelaciones influyeran realmente en los acontecimientos humanos. Volvieron entonces sus ojos a la historia. Pensaron que si cuando jugamos al billar, si conocemos la posición, la masa de las bolas y su elasticidad, el coeficiente de rozamiento y las irregularidades del tablero, la fuerza y el ángulo con que golpea el taco y algunas otras variables que quizá en este momento se me escapen, podremos prever el lugar que ocupará cada bola después de cada jugada; igualmente, conocidos los hechos históricos y las leyes que los gobiernan, el futuro dejará de parecernos incierto y azaroso.  Los monstruos surgidos del sueño de la razón continúan asolando el mundo.
           
            Escribo ahora sentado en una confortable habitación en una casa de la sierra madrileña. Si me levanto y recorro los escasos metros que me separan de la terraza, contemplo un cuidado jardín cerrado por un seto de aligustre. Mi vista se detiene en el risueño espectáculo de las flores del cerezo y luego reposa en la austeridad de los cedros y de los abetos, antes de fijarse en los rosales que, con esta primavera recién iniciada, muestran brotes vigorosos cubiertos de hojas rojizas. El cielo está azul y el aire es cálido, pero las cercanas cumbres de La Peñota, Siete Picos y La Maliciosa aún muestran la nieve caída días atrás. Algo tan trivial como que yo me encuentre ahora aquí y no en otro lugar es el resultado de miles o millones de decisiones y azares que en su inmensa mayoría nada tienen que ver conmigo. Alguien decidió urbanizar este paraje y dispuso del dinero necesario para hacerlo; un ayuntamiento dio los permisos necesarios; mis suegros compraron la casa. No sé hasta donde remontarme. Posiblemente si mis padres no se hubieran trasladado a un nuevo domicilio, yo no hubiera conocido a la que ahora es mi mujer. Si ochenta años atrás, un abuelo a quien no llegué a conocer no hubiera abandonado Elche para instalarse en Madrid, yo ni siquiera habría nacido. Al reflexionar sobre lo extremadamente improbable de mi presencia aquí en este momento, siento tal vértigo que puedo verme tentado de creer que todo el universo se ha confabulado de alguna manera para llegar a este instante. Tonterías, dirá alguno, lo que realmente interesa, a lo que se refieren Comte y Engels, no es el destino individual, sino el colectivo.

“Para el espíritu positivo el hombre propiamente dicho no existe, sólo puede existir la Humanidad”[7].

A la Humanidad poco le importa que yo disfrute de unos días de vacaciones en la montaña o que me asfixie en el interior de un pozo. Puede que esto sea enteramente razonable, pero debo señalar, por más que sepa que se trata de un rasgo de egoísmo, que a mí sí que me importa. Examinemos, no obstante, un destino que puede ser más trascendente que el mío.

            En la tarde del 18 de julio de 1936, despega un avión, el Dragon Rapide, de Las Palmas. Traslada al general Franco que marcha a ponerse al frente de la sublevación contra la República de las tropas destacadas en Marruecos. Si nos situamos en ese momento podemos creer que el futuro es incierto. Un fallo mecánico, un error del piloto, un fenómeno atmosférico imprevisto, bien pueden ocasionar un accidente, como el que por las mismas fechas cuesta la vida al general Sanjurjo, o meses después, al también general Mola. Si eso ocurre, la guerra, con toda probabilidad, no se detendrá, pero sí variará su curso. No morirán las mismas personas, no se desarrollarán los mismos combates y, sobre todo, no desembocará en los cuarenta años de dictadura del general Franco. Por más que repugne a los deterministas, los individuos existen y toman decisiones cuyas consecuencias tienen un alcance que, a priori, no se puede delimitar. También hay un lugar para el azar, para la casualidad. ¿Podemos acaso creer que si conocemos la situación de todas las partículas del universo y la naturaleza, dirección, intensidad y cualesquiera otras características de las fuerzas que las interrelacionan, sabremos que pasado mañana el presidente de los Estados Unidos, pongamos por caso, seducirá a una jovencita y mantendrá con ella una relación que, a más de desacreditarle, desembocará en una grave crisis institucional en el país más poderoso de la tierra? ¿Tenemos algún derecho a imaginar que la derrota de Marco Antonio era inevitable o que, en cualquier caso, la historia no habría cambiado de haber sido Octavio el vencido? También Aníbal, tras Cannas, podría haber conquistado Roma. Son infinitos los acontecimientos que pudieran haber ocurrido, pero nosotros somos el resultado de los que efectivamente ocurrieron. La perspectiva desde la que contemplamos el universo nos hace suponer que todo se ha encadenado de manera necesaria para llegar al estado presente, y de aquí deducimos que la historia se encamina hacia un fin determinado.


[1]  COMTE, Auguste. Discurso sobre el espíritu positivo. Buenos Aires. Aguilar. 1980. p. 40.
[2]  Ibidem.
[3]  Ibidem. p. 41.
[4]  Ibidem. p. 50.
[5]  Ibidem. p. 54.
[6]  Ibidem. p. 114.
[7]  Ibidem. p. 131.