Menudearon de
manera singular en el siglo XIX los descubridores de las más profundas leyes de
la naturaleza y de la historia, aunque justo es reconocer que pocos dejaron una
progenie intelectual y política tan numerosa como los creadores del socialismo
científico. Esta relativa falta de éxito, de la que quizá la Humanidad haya
salido beneficiada, no es óbice para que le dediquemos algunas líneas a uno de
los más ilustres, siquiera sea para situar en una adecuada perspectiva al materialismo
histórico.
Con modestia inequívocamente
filosófica y francesa inicia Comte su Discurso
sobre el espíritu positivo. La astronomía, hasta entonces considerada según
parece un saber demasiado aislado de los demás, no debe constituir en el
futuro, sino un elemento indispensable en un nuevo sistema de filosofía creado
—no podía ser de otra manera— por el autor. Este sistema, culminación de los
avances científicos de los últimos siglos y cuya instauración universal debe
ser la finalidad esencial de la enseñanza[1], se distingue por:
“… una continua preponderancia, a la vez lógica y científica, del
punto de vista histórico o social, para caracterizarla mejor, debo en primer
término recordar sumariamente la gran ley que yo he establecido en mi Sistema de filosofía positiva, sobre la
completa evolución intelectual de la Humanidad, ley a la que, por lo demás,
tendrán que recurrir con frecuencia nuestros estudios astronómicos”[2].
Se trata naturalmente de la “ley de la evolución intelectual de la Humanidad o ley de los tres estados”[3].
Digamos someramente que Comte ha descubierto que todas las especulaciones humanas pasan de manera inevitable por tres estados: teológico, metafísico y positivo. Buscan en el primero los seres humanos esclarecer las cuestiones que resultan más inaccesibles a su capacidad, lo que les lleva a ocuparse de conocimientos absolutos y causas esenciales. Los fenómenos, tanto exteriores como interiores, se atribuyen a la acción de diversos entes invisibles dotados de vida. En el estado metafísico persiste el gusto por la búsqueda de saberes absolutos, pero los seres sobrenaturales quedan relegados por abstracciones personificadas. Es el momento en que, como satiriza Molière, se puede creer seriamente que el opio posee una virtud “dormitiva”. Durante esta fase:
“ya no es la pura imaginación quien domina, ni es todavía la
verdadera observación, sino que interviene en gran medida el razonamiento y se
prepara confusamente al ejercicio verdaderamente científico”[4].
Finalmente, la razón humana alcanza el estado positivo:
“la revolución fundamental que caracteriza la virilidad de nuestra
inteligencia consiste esencialmente en sustituir en todo la inaccesible
determinación de las causas propiamente dichas, por la simple averiguación de
las leyes, o sea de las relaciones constantes que existen entre los fenómenos
observados”[5].
Hasta aquí, fuera de la
petulancia con que se enuncian, las observaciones de Comte no parecen
desatinadas y nada hay en ellas que se relacione con el pensamiento utópico tal
como venimos caracterizándolo. El esquema de Comte es lineal. En él cada estado
representa una fase claramente superior al anterior sin ninguna línea o afán de
retorno a una pretérita Edad de Oro. Ni siquiera su tríada obedece a la
concepción hegeliana tan cara a Engels, pues el estado positivo no integra a
los anteriores en una síntesis superadora, sino que los deja definitivamente
atrás, olvidados en el desván de las supersticiones inservibles. La idea de que
la sociedad, al igual que la naturaleza, está regida por leyes inexorables,
vincula, sin embargo, las concepciones del creador del positivismo con las del
filósofo alemán. Ambos consideran que el futuro, y por tanto el presente, se
hallan en algún modo contenidos en el pasado, son necesarios desarrollos de
éste:
“El espíritu positivo, en virtud de su naturaleza eminentemente
relativa, es el único que puede considerar convenientemente todas las grandes épocas históricas como fases
determinadas de una misma evolución fundamental, en la que cada una resulta de
la precedente y prepara la siguiente según leyes invariables que fijan su
participación especial en el común progreso, de tal manera que sea posible
siempre, sin inconsecuencia ni parcialidad, hacer una exacta justicia
filosófica a todas las cooperaciones, cualesquiera que sean. Pues hoy se puede
asegurar que la doctrina que haya explicado el pasado en su conjunto obtendrá,
inevitablemente, mediante esta sola prueba, la presidencia mental del futuro”[6].
Dejando de
lado la obviedad de considerar cada fase como fruto de la anterior y
preparación de la siguiente, fijémonos en la desmesurada tarea que se propone y
en el premio que se otorga si es capaz de llevarla a buen término: la
explicación del pasado en su conjunto y la presidencia mental del futuro. Aunque
tan sobrehumana empresa no parece que estuviera reservada a las un tanto
endebles fuerzas de Auguste Comte, no han faltado, sino más bien sobrado,
pensadores y políticos que han creído, algunos incluso de buena fe, que Marx y
Engels habían sido capaces de llevarla a cabo. La incertidumbre, y con ella la
angustia que nos produce, es un fruto de las insuficiencias de nuestro
conocimiento y, por tanto, desaparecerá a medida que disminuya nuestra
ignorancia. Siempre ha habido gente que ha creído que el destino estaba escrito
y que, mediante la observación de los astros o por otros métodos no menos
extravagantes, era posible conocerlo. En el científico siglo XIX, el
conocimiento de la astronomía había llegado tan lejos que pocas mentes
cultivadas podían creer seriamente que los planetas y las constelaciones
influyeran realmente en los acontecimientos humanos. Volvieron entonces sus
ojos a la historia.
Pensaron que si cuando jugamos al billar, si conocemos la
posición, la masa de las bolas y su elasticidad, el coeficiente de rozamiento y
las irregularidades del tablero, la fuerza y el ángulo con que golpea el taco y
algunas otras variables que quizá en este momento se me escapen, podremos
prever el lugar que ocupará cada bola después de cada jugada; igualmente,
conocidos los hechos históricos y las leyes que los gobiernan, el futuro dejará
de parecernos incierto y azaroso. Los
monstruos surgidos del sueño de la razón continúan asolando el mundo.
Escribo ahora sentado en una
confortable habitación en una casa de la sierra madrileña. Si me levanto y
recorro los escasos metros que me separan de la terraza, contemplo un cuidado
jardín cerrado por un seto de aligustre. Mi vista se detiene en el risueño
espectáculo de las flores del cerezo y luego reposa en la austeridad de los
cedros y de los abetos, antes de fijarse en los rosales que, con esta primavera
recién iniciada, muestran brotes vigorosos cubiertos de hojas rojizas. El cielo
está azul y el aire es cálido, pero las cercanas cumbres de La Peñota, Siete Picos
y La Maliciosa aún muestran la nieve caída días atrás. Algo tan trivial como
que yo me encuentre ahora aquí y no en otro lugar es el resultado de miles o
millones de decisiones y azares que en su inmensa mayoría nada tienen que ver
conmigo. Alguien decidió urbanizar este paraje y dispuso del dinero necesario
para hacerlo; un ayuntamiento dio los permisos necesarios; mis suegros
compraron la casa. No
sé hasta donde remontarme. Posiblemente si mis padres no se hubieran trasladado
a un nuevo domicilio, yo no hubiera conocido a la que ahora es mi mujer. Si
ochenta años atrás, un abuelo a quien no llegué a conocer no hubiera abandonado
Elche para instalarse en Madrid, yo ni siquiera habría nacido. Al reflexionar
sobre lo extremadamente improbable de mi presencia aquí en este momento, siento
tal vértigo que puedo verme tentado de creer que todo el universo se ha
confabulado de alguna manera para llegar a este instante. Tonterías, dirá
alguno, lo que realmente interesa, a lo que se refieren Comte y Engels, no es el
destino individual, sino el colectivo.
“Para el espíritu positivo el hombre propiamente dicho no existe,
sólo puede existir la Humanidad”[7].
A la Humanidad poco le importa
que yo disfrute de unos días de vacaciones en la montaña o que me asfixie en el
interior de un pozo. Puede que esto sea enteramente razonable, pero debo
señalar, por más que sepa que se trata de un rasgo de egoísmo, que a mí sí que
me importa. Examinemos, no obstante, un destino que puede ser más trascendente
que el mío.
En la tarde del 18 de julio de 1936,
despega un avión, el Dragon Rapide,
de Las Palmas. Traslada al general Franco que marcha a ponerse al frente de la
sublevación contra la República de las tropas destacadas en Marruecos. Si nos
situamos en ese momento podemos creer que el futuro es incierto. Un fallo
mecánico, un error del piloto, un fenómeno atmosférico imprevisto, bien pueden
ocasionar un accidente, como el que por las mismas fechas cuesta la vida al
general Sanjurjo, o meses después, al también general Mola. Si eso ocurre, la
guerra, con toda probabilidad, no se detendrá, pero sí variará su curso. No
morirán las mismas personas, no se desarrollarán los mismos combates y, sobre
todo, no desembocará en los cuarenta años de dictadura del general Franco. Por
más que repugne a los deterministas, los individuos existen y toman decisiones
cuyas consecuencias tienen un alcance que, a
priori, no se puede delimitar. También hay un lugar para el azar, para la
casualidad. ¿Podemos acaso creer que si conocemos la situación de todas las
partículas del universo y la naturaleza, dirección, intensidad y cualesquiera
otras características de las fuerzas que las interrelacionan, sabremos que
pasado mañana el presidente de los Estados Unidos, pongamos por caso, seducirá
a una jovencita y mantendrá con ella una relación que, a más de desacreditarle,
desembocará en una grave crisis institucional en el país más poderoso de la
tierra? ¿Tenemos algún derecho a imaginar que la derrota de Marco Antonio era
inevitable o que, en cualquier caso, la historia no habría cambiado de haber
sido Octavio el vencido? También Aníbal, tras Cannas, podría haber conquistado
Roma. Son infinitos los acontecimientos que pudieran haber ocurrido, pero
nosotros somos el resultado de los que efectivamente ocurrieron. La perspectiva
desde la que contemplamos el universo nos hace suponer que todo se ha
encadenado de manera necesaria para llegar al estado presente, y de aquí
deducimos que la historia se encamina hacia un fin determinado.
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