10 julio 2012

Por caminos de progreso

Francisco Javier Bernad Morales

Menudearon de manera singular en el siglo XIX los descubridores de las más profundas leyes de la naturaleza y de la historia, aunque justo es reconocer que pocos dejaron una progenie intelectual y política tan numerosa como los creadores del socialismo científico. Esta relativa falta de éxito, de la que quizá la Humanidad haya salido beneficiada, no es óbice para que le dediquemos algunas líneas a uno de los más ilustres, siquiera sea para situar en una adecuada perspectiva al materialismo histórico.

      Con modestia inequívocamente filosófica y francesa inicia Comte su Discurso sobre el espíritu positivo. La astronomía, hasta entonces considerada según parece un saber demasiado aislado de los demás, no debe constituir en el futuro, sino un elemento indispensable en un nuevo sistema de filosofía creado —no podía ser de otra manera— por el autor. Este sistema, culminación de los avances científicos de los últimos siglos y cuya instauración universal debe ser la finalidad esencial de la enseñanza[1], se distingue por:

“… una continua preponderancia, a la vez lógica y científica, del punto de vista histórico o social, para caracterizarla mejor, debo en primer término recordar sumariamente la gran ley que yo he establecido en mi Sistema de filosofía positiva, sobre la completa evolución intelectual de la Humanidad, ley a la que, por lo demás, tendrán que recurrir con frecuencia nuestros estudios astronómicos”[2].


Se trata naturalmente de la “ley de la evolución intelectual de la Humanidad o ley de los tres estados”[3].


Digamos someramente que Comte ha descubierto  que todas las especulaciones humanas pasan de manera inevitable por tres estados: teológico, metafísico y positivo. Buscan en el primero los seres humanos esclarecer las cuestiones que resultan más inaccesibles a su capacidad, lo que les lleva a ocuparse de conocimientos absolutos y causas esenciales. Los fenómenos, tanto exteriores como interiores, se atribuyen a la acción de diversos entes invisibles dotados de vida. En el estado metafísico persiste el gusto por la búsqueda de saberes absolutos, pero los seres sobrenaturales quedan relegados por abstracciones personificadas. Es el momento en que, como satiriza Molière, se puede creer seriamente que el opio posee una virtud “dormitiva”. Durante esta fase:

“ya no es la pura imaginación quien domina, ni es todavía la verdadera observación, sino que interviene en gran medida el razonamiento y se prepara confusamente al ejercicio verdaderamente científico”[4].

Finalmente, la razón humana alcanza el estado positivo:

“la revolución fundamental que caracteriza la virilidad de nuestra inteligencia consiste esencialmente en sustituir en todo la inaccesible determinación de las causas propiamente dichas, por la simple averiguación de las leyes, o sea de las relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados”[5].

Hasta aquí, fuera de la petulancia con que se enuncian, las observaciones de Comte no parecen desatinadas y nada hay en ellas que se relacione con el pensamiento utópico tal como venimos caracterizándolo. El esquema de Comte es lineal. En él cada estado representa una fase claramente superior al anterior sin ninguna línea o afán de retorno a una pretérita Edad de Oro. Ni siquiera su tríada obedece a la concepción hegeliana tan cara a Engels, pues el estado positivo no integra a los anteriores en una síntesis superadora, sino que los deja definitivamente atrás, olvidados en el desván de las supersticiones inservibles. La idea de que la sociedad, al igual que la naturaleza, está regida por leyes inexorables, vincula, sin embargo, las concepciones del creador del positivismo con las del filósofo alemán. Ambos consideran que el futuro, y por tanto el presente, se hallan en algún modo contenidos en el pasado, son necesarios desarrollos de éste:

“El espíritu positivo, en virtud de su naturaleza eminentemente relativa, es el único que puede considerar convenientemente todas las grandes épocas históricas como fases determinadas de una misma evolución fundamental, en la que cada una resulta de la precedente y prepara la siguiente según leyes invariables que fijan su participación especial en el común progreso, de tal manera que sea posible siempre, sin inconsecuencia ni parcialidad, hacer una exacta justicia filosófica a todas las cooperaciones, cualesquiera que sean. Pues hoy se puede asegurar que la doctrina que haya explicado el pasado en su conjunto obtendrá, inevitablemente, mediante esta sola prueba, la presidencia mental del futuro”[6].

Dejando de lado la obviedad de considerar cada fase como fruto de la anterior y preparación de la siguiente, fijémonos en la desmesurada tarea que se propone y en el premio que se otorga si es capaz de llevarla a buen término: la explicación del pasado en su conjunto y la presidencia mental del futuro. Aunque tan sobrehumana empresa no parece que estuviera reservada a las un tanto endebles fuerzas de Auguste Comte, no han faltado, sino más bien sobrado, pensadores y políticos que han creído, algunos incluso de buena fe, que Marx y Engels habían sido capaces de llevarla a cabo. La incertidumbre, y con ella la angustia que nos produce, es un fruto de las insuficiencias de nuestro conocimiento y, por tanto, desaparecerá a medida que disminuya nuestra ignorancia. Siempre ha habido gente que ha creído que el destino estaba escrito y que, mediante la observación de los astros o por otros métodos no menos extravagantes, era posible conocerlo. En el científico siglo XIX, el conocimiento de la astronomía había llegado tan lejos que pocas mentes cultivadas podían creer seriamente que los planetas y las constelaciones influyeran realmente en los acontecimientos humanos. Volvieron entonces sus ojos a la historia. Pensaron que si cuando jugamos al billar, si conocemos la posición, la masa de las bolas y su elasticidad, el coeficiente de rozamiento y las irregularidades del tablero, la fuerza y el ángulo con que golpea el taco y algunas otras variables que quizá en este momento se me escapen, podremos prever el lugar que ocupará cada bola después de cada jugada; igualmente, conocidos los hechos históricos y las leyes que los gobiernan, el futuro dejará de parecernos incierto y azaroso.  Los monstruos surgidos del sueño de la razón continúan asolando el mundo.
           
            Escribo ahora sentado en una confortable habitación en una casa de la sierra madrileña. Si me levanto y recorro los escasos metros que me separan de la terraza, contemplo un cuidado jardín cerrado por un seto de aligustre. Mi vista se detiene en el risueño espectáculo de las flores del cerezo y luego reposa en la austeridad de los cedros y de los abetos, antes de fijarse en los rosales que, con esta primavera recién iniciada, muestran brotes vigorosos cubiertos de hojas rojizas. El cielo está azul y el aire es cálido, pero las cercanas cumbres de La Peñota, Siete Picos y La Maliciosa aún muestran la nieve caída días atrás. Algo tan trivial como que yo me encuentre ahora aquí y no en otro lugar es el resultado de miles o millones de decisiones y azares que en su inmensa mayoría nada tienen que ver conmigo. Alguien decidió urbanizar este paraje y dispuso del dinero necesario para hacerlo; un ayuntamiento dio los permisos necesarios; mis suegros compraron la casa. No sé hasta donde remontarme. Posiblemente si mis padres no se hubieran trasladado a un nuevo domicilio, yo no hubiera conocido a la que ahora es mi mujer. Si ochenta años atrás, un abuelo a quien no llegué a conocer no hubiera abandonado Elche para instalarse en Madrid, yo ni siquiera habría nacido. Al reflexionar sobre lo extremadamente improbable de mi presencia aquí en este momento, siento tal vértigo que puedo verme tentado de creer que todo el universo se ha confabulado de alguna manera para llegar a este instante. Tonterías, dirá alguno, lo que realmente interesa, a lo que se refieren Comte y Engels, no es el destino individual, sino el colectivo.

“Para el espíritu positivo el hombre propiamente dicho no existe, sólo puede existir la Humanidad”[7].

A la Humanidad poco le importa que yo disfrute de unos días de vacaciones en la montaña o que me asfixie en el interior de un pozo. Puede que esto sea enteramente razonable, pero debo señalar, por más que sepa que se trata de un rasgo de egoísmo, que a mí sí que me importa. Examinemos, no obstante, un destino que puede ser más trascendente que el mío.

            En la tarde del 18 de julio de 1936, despega un avión, el Dragon Rapide, de Las Palmas. Traslada al general Franco que marcha a ponerse al frente de la sublevación contra la República de las tropas destacadas en Marruecos. Si nos situamos en ese momento podemos creer que el futuro es incierto. Un fallo mecánico, un error del piloto, un fenómeno atmosférico imprevisto, bien pueden ocasionar un accidente, como el que por las mismas fechas cuesta la vida al general Sanjurjo, o meses después, al también general Mola. Si eso ocurre, la guerra, con toda probabilidad, no se detendrá, pero sí variará su curso. No morirán las mismas personas, no se desarrollarán los mismos combates y, sobre todo, no desembocará en los cuarenta años de dictadura del general Franco. Por más que repugne a los deterministas, los individuos existen y toman decisiones cuyas consecuencias tienen un alcance que, a priori, no se puede delimitar. También hay un lugar para el azar, para la casualidad. ¿Podemos acaso creer que si conocemos la situación de todas las partículas del universo y la naturaleza, dirección, intensidad y cualesquiera otras características de las fuerzas que las interrelacionan, sabremos que pasado mañana el presidente de los Estados Unidos, pongamos por caso, seducirá a una jovencita y mantendrá con ella una relación que, a más de desacreditarle, desembocará en una grave crisis institucional en el país más poderoso de la tierra? ¿Tenemos algún derecho a imaginar que la derrota de Marco Antonio era inevitable o que, en cualquier caso, la historia no habría cambiado de haber sido Octavio el vencido? También Aníbal, tras Cannas, podría haber conquistado Roma. Son infinitos los acontecimientos que pudieran haber ocurrido, pero nosotros somos el resultado de los que efectivamente ocurrieron. La perspectiva desde la que contemplamos el universo nos hace suponer que todo se ha encadenado de manera necesaria para llegar al estado presente, y de aquí deducimos que la historia se encamina hacia un fin determinado.


[1]  COMTE, Auguste. Discurso sobre el espíritu positivo. Buenos Aires. Aguilar. 1980. p. 40.
[2]  Ibidem.
[3]  Ibidem. p. 41.
[4]  Ibidem. p. 50.
[5]  Ibidem. p. 54.
[6]  Ibidem. p. 114.
[7]  Ibidem. p. 131.

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