Francisco Javier Bernad Morales
La Septuaginta,
también conocida como Biblia de los LXX,
es la versión griega de la Sagrada Escritura realizada en Egipto en los siglos
III y II a C. Un antiguo documento que ha llegado hasta nosotros y que ya fue
ampliamente parafraseado por Flavio Josefo (Antigüedades
judías, libro XII, cap. 2), la Carta
de Aristeas, pretende que el propio rey Ptolomeo II Filadelfo, informado
por Demetrio de Falero[1]
del valor de los escritos judíos, habría solicitado del sumo sacerdote Eleazar
el envío de un equipo de sabios con el fin de que los tradujeran y así disponer
de una copia en la biblioteca de Alejandría. Eleazar habría seleccionado a seis hombres de
cada tribu, setenta y dos, pues, en total, virtuosos y versados tanto en las
letras judías como en las griegas, los cuales, en el brevísimo plazo de setenta
y dos días habrían concluido la tarea encomendada por el rey[2].
La carta parece ser una falsificación datable
hacia el 200 a.C. escrita probablemente por un judío alejandrino helenizado que
con ella pretendía dotar de prestigio a la traducción. Conviene recordar que
Alejandría contaba en aquella época con una población judía muy numerosa, que
utilizaba el griego en la vida diaria y una parte de la cual debía tener
dificultades para entender el hebreo. Sería esta comunidad la autora y
destinataria de la Septuaginta,
aunque, naturalmente, también pudo quedar alguna copia en la biblioteca de
Alejandría.
En cualquier caso, la traducción no tuvo
trascendencia en el judaísmo posterior, que continuó utilizando la escritura en
hebreo. Fue, sin embargo, de gran importancia desde los primeros tiempos del
cristianismo, cuando este comenzó a extenderse entre los gentiles. Su destino
es, en este sentido, similar al de otras expresiones del judaísmo helenizado,
tales como la obra exegética de Filón de Alejandría.
La expansión del cristianismo en la parte
occidental del Imperio, hizo necesaria la traducción de las Escrituras al
latín, por lo que pronto comenzaron a circular versiones en esta lengua, que
tomaban la Septuaginta como base para
el Antiguo Testamento. Esta Biblia, poco rigurosa y carente de unidad, que
hemos dado en llamar Vetus latina, se
utilizó hasta que fue desplazada por la traducción de San Jerónimo, conocida
como Vulgata.
La Septuaginta
presenta algunas diferencias notables respecto del Tanaj[3],
tales como la adición de cierto número de libros no incluidos en el canon
judío. Son los que los católicos denominamos deuterocanónicos: Tobit, Judit, algunos capítulos del
libro de Ester, Sabiduría, Sirácida (Eclesiástico), Baruc, Carta de Jeremías,
algunas adiciones al libro de Daniel,
I y
II de los Macabeos. Estos textos se
integraron en la Vulgata y forman parte del canon católico. No se incluyen, sin
embargo, en el canon de las iglesias protestantes, que siguen el Tanaj y los consideran apócrifos.
Las iglesias ortodoxas añaden a los libros
del canon católico el Salmo 151, la
Oración de Manasés, III y IV de Esdras y III y IV de los Macabeos. Por último, la iglesia Ortodoxa Etíope
considera canónico, además de los anteriores, el libro de Enoc.
[1] Primer
director de la Biblioteca de Alejandría.
[2] Una traducción precedida de una
excelente introducción en PÒRTULAS, Jaume, “La carta de Aristeas”, Revista de Historia de la Traducción, 1,
2007. http://www.traduccionliteraria.org/1611/art/portulas.htm (disponible en Internet en
julio de 2012).
[3] Biblia judía. Obviamente la
denominación cristiana de Antiguo Testamento es radicalmente rechazada en el
judaísmo.
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