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07 septiembre 2014

La consolación de la filosofía (y II)

Francisco Javier Bernad Morales

Boecio escribió De Consolatione Phiposophiae durante el encierro en Pavía que precedió a su ejecución. Se nos presenta a sí mismo acusado injustamente y desengañado, en un momento en que al borde de la desesperación, recibe la visita de la Filosofía, encarnada en figura de mujer. Alternando partes dialogadas y poesía, esta le hace ver lo fútil de sus temores y le anima a afrontar el futuro con decisión y dignidad. Nada más engañoso que aquello que comúnmente se tiene por bienes en el mundo. La riqueza, la fama y los honores están sujetos a la incierta mudanza de la fortuna y, a menudo, son obstáculos que nos impiden abrazar la virtud y nos hacen olvidar que solo en esta reside la felicidad.

Todo el discurso está impregnado por un tono serio, incluso solemne. Si no supiéramos por otras fuentes que el autor es cristiano, lo tendríamos por una obra cumbre de la ética pagana. Realmente todas las referencias están tomadas de filósofos estoicos o académicos y cuando se habla del sabio que perece víctima de la tiranía, sea esta de la multitud o del monarca, los nombres que aparecen son los de Sócrates y Papiniano[1]. Sorprende que en una obra de esta índole, escrita por un cristiano que aguarda a que se le dé muerte, esté ausente toda mención a Cristo o a la Iglesia. Tanto es así que no han faltado quienes han considerado que el libro está inconcluso y que a la consolación de la filosofía debería seguir una consolación de la religión que Boecio no tuvo tiempo de escribir. Es una hipótesis indemostrable. Realmente nada en la lectura sugiere que el autor planeara completar lo dicho. No parece que haya más remedio que aceptar que, en la mente de Boecio, la filosofía basta para consolar al justo sufriente. Dicho de otro modo: la tranquilidad de espíritu para afrontar la muerte no se la proporciona la Revelación, sino la razón. Ante una evidencia tan desconcertante, algunos han supuesto que el libro se atiene a las convenciones de los diálogos filosóficos paganos. Pero  ¿cabe pensar que un hombre ante la muerte se entregue a un ejercicio de escuela? Que era cristiano lo sabemos por su amigo Casiodoro y por otras obras suyas, entre ellas el tratado sobre la Trinidad ya mencionado. ¿Qué pudo pasar por su mente en los meses de encierro? Ahí está De Consolatione Philosophiae como un desafío esperando que seamos capaces de interpretarlo.

Hay con todo un punto en que parece apartarse de la tradición filosófica pagana. Ya casi al final de la obra, en el libro V, muestra explícitamente su creencia en una creatio ex nihilo, para a continuación entregarse a unas consideraciones sobre el tiempo que recuerdan a las expresadas por San Agustín en el libro XI de las Confesiones y que podríamos resumir diciendo: “Antes de la Creación no existían ni la materia ni el tiempo”. Aunque ya al formularlo así incurrimos en una contradicción, pues en este contexto el término “antes” carece totalmente de sentido.





[1] Juriconsulto romano, prefecto del pretorio bajo Septimio Severo. Caracalla lo hizo matar en 212, al parecer por haberse negado a justificar ante el Senado el asesinato de Geta.

14 junio 2012

El balcón de Sócrates

Francisco Javier Bernad Morales

Hace ya tiempo, publiqué esta recensión en Estudio Agustiniano

BARRIO, José María, El balcón de Sócrates, Rialp, Madrid, 2009, 19 x 12, 136 pp.

Nos encontramos ante una breve, pero intensa reflexión sobre la educación, en torno a un argumento expresado con toda claridad desde la introducción: “es imposible educar desde la actitud del relativismo escéptico” (p. 11). Desarrolla el autor la idea, basada en el modelo socrático, que ve la educación como fruto de un diálogo significativo, que permite un acercamiento a la verdad. En contraposición, las actitudes relativistas, conciben el diálogo como una transacción entre diferentes posturas en que cediendo cada uno en sus posiciones, se puede llegar a determinados compromisos. Es fácil objetar que si no existe una verdad objetiva, si no hay ningún criterio externo con el que determinar que unos conceptos son más correctos que otros, se destruye no solo la posibilidad de una educación en el sentido socrático, sino que incluso el pretendido compromiso resulta imposible, pues este no será otra cosa que la imposición de los prejuicios del más fuerte, del que con mayor firmeza y determinación se aferre a sus ideas. El balcón de Sócrates a que se refiere el título, queda así sustituido por el balcón de Pilato, aquel al que se asomó el procurador de Judea para lavarse las manos tras haberle preguntado a Cristo: “¿Qué es la verdad?”. Si no hay una verdad que descubrir, solo existen opiniones, y no es posible aseverar que la del maestro valga más que la del alumno, ya que ni siquiera cabe imaginar que la vida del justo sea más preciosa que la del criminal: la multitud, con su griterío, queda como único juez.

24 abril 2012

En la conversión de San Agustín


Francisco Javier Bernad Morales

Recordamos en este día 24 de abril un suceso muy lejano en el tiempo, nada menos que la conversión de San Agustín. Posiblemente, con la de San Pablo, la que más profundamente ha marcado el desarrollo del cristianismo. A ambos, aunque de muy distintas maneras, les sale Cristo al encuentro. Mientras que el apóstol judío experimenta una revelación súbita, el santo romano ha de explorar distintas sendas que conforman un largo y tortuoso camino antes de escuchar el tolle lege, que le abre definitivamente los ojos. Ciertamente cuando escucha la cancioncilla, ya se halla muy cerca del Señor, la conversión está casi concluida y tan solo le falta un ligero empujoncillo.

Hay algo apasionante en el itinerario de Aurelio Agustín en su búsqueda infatigable de la verdad. Sus pasos pueden ser en ciertos momentos titubeantes o equivocados, pero los guía la convicción de que hay una meta. A la escéptica pregunta de Pilato “¿qué es la verdad?”, Agustín opone la certeza de que esta existe y de que en ella radican el bien y la belleza. Viktor Frankl, psiquiatra judío superviviente de los Lager, observó que incluso en aquel infierno, había personas que le encontraban sentido a la vida y que precisamente esas eran las más capacitadas para sobrevivir, porque no se abandonaban a la desesperanza. Agustín sabe en todo momento que la verdad dota de sentido a la vida y experimenta la ardiente necesidad de descubrirla.

En nuestros tiempos, abundan los que adoptan la postura de Pilato y niegan la existencia de la verdad. Son todos aquellos que afirman que no existen valores absolutos, y que el bien no es más que una convención cultural. No son ideas nuevas, ni siquiera lo eran cuando Pilato condenó a muerte a un hombre a quien sabía inocente. Mucho antes las habían formulado los sofistas y en virtud de ellas otro inocente, Sócrates, había sido obligado a beber la cicuta.

Le tocó a Agustín vivir un tiempo turbulento, en que los pilares que habían sostenido el mundo durante siglos parecían derrumbarse. Hubo de ver como los visigodos saqueaban Roma, para luego establecerse en la Galia y en Hispania, y como los vándalos ocupaban y devastaban su África natal. En Occidente, el imperio que un día se vio a sí mismo como la culminación de la existencia humana se hundía de manera inexorable. Quizá nosotros, que hemos conocido el horror de los totalitarismos nazi y comunista, que hemos presenciado lo fácil que resulta deshumanizar al otro y entregarlo a la aniquilación, debiéramos desconfiar de la fortaleza de la civilización e imaginar la sensación de fracaso que hubo de acompañar a muchos contemporáneos de Agustín. Si en estos tiempos de incertidumbre, son tantos los que rechazan la religión y buscan refugio en una vaga espiritualidad New Age de corte panteísta, cuando no en un ateísmo militante; entonces no faltaron quienes se volvieron a nuevas formas de religiosidad que prometían la salvación a pequeños grupos de iniciados y cultivaban saberes esotéricos. El mismo Agustín sucumbió largo tiempo al espejismo maniqueo, pero su sed de verdad no podía saciarse en unas concepciones cosmogónicas hondamente penetradas de mitología. Su aguda inteligencia le hizo ver la inconsistencia de aquella doctrina y le condujo a las puertas de la Iglesia, al lugar en que Cristo le salió al encuentro y dio, al fin, reposo a su alma inquieta.

Vinieron luego muchos años en los que afrontó un sinfín de obligaciones y trabajos, en que cumplió sus obligaciones como obispo y halló tiempo para escribir una prodigiosa cantidad de obras a menudo polémicas, para comunicar, en suma, la verdad hallada y para defenderla contra quienes la combatían. Su alma, empero, permanece tranquila en medio de una febril actividad y aguarda el día en que el Señor la llame junto a sí.