Francisco Javier Bernad Morales
Recordamos en este día
24 de abril un suceso muy lejano en el tiempo, nada menos que la
conversión de San Agustín. Posiblemente, con la de San Pablo, la
que más profundamente ha marcado el desarrollo del cristianismo. A
ambos, aunque de muy distintas maneras, les sale Cristo al encuentro.
Mientras que el apóstol judío experimenta una revelación súbita,
el santo romano ha de explorar distintas sendas que conforman un
largo y tortuoso camino antes de escuchar el tolle lege, que
le abre definitivamente los ojos. Ciertamente cuando escucha la
cancioncilla, ya se halla muy cerca del Señor, la conversión está
casi concluida y tan solo le falta un ligero empujoncillo.
Hay algo apasionante en
el itinerario de Aurelio Agustín en su búsqueda infatigable de la
verdad. Sus pasos pueden ser en ciertos momentos titubeantes o
equivocados, pero los guía la convicción de que hay una meta. A la
escéptica pregunta de Pilato “¿qué es la verdad?”, Agustín
opone la certeza de que esta existe y de que en ella radican el bien
y la belleza. Viktor Frankl, psiquiatra judío superviviente de los
Lager, observó que incluso en aquel infierno, había personas que le
encontraban sentido a la vida y que precisamente esas eran las más
capacitadas para sobrevivir, porque no se abandonaban a la
desesperanza. Agustín sabe en todo momento que la verdad dota de
sentido a la vida y experimenta la ardiente necesidad de descubrirla.
En nuestros tiempos,
abundan los que adoptan la postura de Pilato y niegan la existencia
de la verdad. Son todos aquellos que afirman que no existen valores
absolutos, y que el bien no es más que una convención cultural. No
son ideas nuevas, ni siquiera lo eran cuando Pilato condenó a muerte
a un hombre a quien sabía inocente. Mucho antes las habían
formulado los sofistas y en virtud de ellas otro inocente, Sócrates,
había sido obligado a beber la cicuta.
Le tocó a Agustín vivir
un tiempo turbulento, en que los pilares que habían sostenido el
mundo durante siglos parecían derrumbarse. Hubo de ver como los
visigodos saqueaban Roma, para luego establecerse en la Galia y en
Hispania, y como los vándalos ocupaban y devastaban su África
natal. En Occidente, el imperio que un día se vio a sí mismo como
la culminación de la existencia humana se hundía de manera
inexorable. Quizá nosotros, que hemos conocido el horror de los
totalitarismos nazi y comunista, que hemos presenciado lo fácil que
resulta deshumanizar al otro y entregarlo a la aniquilación,
debiéramos desconfiar de la fortaleza de la civilización e imaginar
la sensación de fracaso que hubo de acompañar a muchos
contemporáneos de Agustín. Si en estos tiempos de incertidumbre,
son tantos los que rechazan la religión y buscan refugio en una vaga
espiritualidad New Age de corte panteísta, cuando no en un
ateísmo militante; entonces no faltaron quienes se volvieron a
nuevas formas de religiosidad que prometían la salvación a pequeños
grupos de iniciados y cultivaban saberes esotéricos. El mismo
Agustín sucumbió largo tiempo al espejismo maniqueo, pero su sed de
verdad no podía saciarse en unas concepciones cosmogónicas
hondamente penetradas de mitología. Su aguda inteligencia le hizo
ver la inconsistencia de aquella doctrina y le condujo a las puertas
de la Iglesia, al lugar en que Cristo le salió al encuentro y dio,
al fin, reposo a su alma inquieta.
Vinieron luego muchos
años en los que afrontó un sinfín de obligaciones y trabajos, en
que cumplió sus obligaciones como obispo y halló tiempo para
escribir una prodigiosa cantidad de obras a menudo polémicas, para
comunicar, en suma, la verdad hallada y para defenderla contra
quienes la combatían. Su alma, empero, permanece tranquila en medio
de una febril actividad y aguarda el día en que el Señor la llame
junto a sí.
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