24 abril 2012

En la conversión de San Agustín


Francisco Javier Bernad Morales

Recordamos en este día 24 de abril un suceso muy lejano en el tiempo, nada menos que la conversión de San Agustín. Posiblemente, con la de San Pablo, la que más profundamente ha marcado el desarrollo del cristianismo. A ambos, aunque de muy distintas maneras, les sale Cristo al encuentro. Mientras que el apóstol judío experimenta una revelación súbita, el santo romano ha de explorar distintas sendas que conforman un largo y tortuoso camino antes de escuchar el tolle lege, que le abre definitivamente los ojos. Ciertamente cuando escucha la cancioncilla, ya se halla muy cerca del Señor, la conversión está casi concluida y tan solo le falta un ligero empujoncillo.

Hay algo apasionante en el itinerario de Aurelio Agustín en su búsqueda infatigable de la verdad. Sus pasos pueden ser en ciertos momentos titubeantes o equivocados, pero los guía la convicción de que hay una meta. A la escéptica pregunta de Pilato “¿qué es la verdad?”, Agustín opone la certeza de que esta existe y de que en ella radican el bien y la belleza. Viktor Frankl, psiquiatra judío superviviente de los Lager, observó que incluso en aquel infierno, había personas que le encontraban sentido a la vida y que precisamente esas eran las más capacitadas para sobrevivir, porque no se abandonaban a la desesperanza. Agustín sabe en todo momento que la verdad dota de sentido a la vida y experimenta la ardiente necesidad de descubrirla.

En nuestros tiempos, abundan los que adoptan la postura de Pilato y niegan la existencia de la verdad. Son todos aquellos que afirman que no existen valores absolutos, y que el bien no es más que una convención cultural. No son ideas nuevas, ni siquiera lo eran cuando Pilato condenó a muerte a un hombre a quien sabía inocente. Mucho antes las habían formulado los sofistas y en virtud de ellas otro inocente, Sócrates, había sido obligado a beber la cicuta.

Le tocó a Agustín vivir un tiempo turbulento, en que los pilares que habían sostenido el mundo durante siglos parecían derrumbarse. Hubo de ver como los visigodos saqueaban Roma, para luego establecerse en la Galia y en Hispania, y como los vándalos ocupaban y devastaban su África natal. En Occidente, el imperio que un día se vio a sí mismo como la culminación de la existencia humana se hundía de manera inexorable. Quizá nosotros, que hemos conocido el horror de los totalitarismos nazi y comunista, que hemos presenciado lo fácil que resulta deshumanizar al otro y entregarlo a la aniquilación, debiéramos desconfiar de la fortaleza de la civilización e imaginar la sensación de fracaso que hubo de acompañar a muchos contemporáneos de Agustín. Si en estos tiempos de incertidumbre, son tantos los que rechazan la religión y buscan refugio en una vaga espiritualidad New Age de corte panteísta, cuando no en un ateísmo militante; entonces no faltaron quienes se volvieron a nuevas formas de religiosidad que prometían la salvación a pequeños grupos de iniciados y cultivaban saberes esotéricos. El mismo Agustín sucumbió largo tiempo al espejismo maniqueo, pero su sed de verdad no podía saciarse en unas concepciones cosmogónicas hondamente penetradas de mitología. Su aguda inteligencia le hizo ver la inconsistencia de aquella doctrina y le condujo a las puertas de la Iglesia, al lugar en que Cristo le salió al encuentro y dio, al fin, reposo a su alma inquieta.

Vinieron luego muchos años en los que afrontó un sinfín de obligaciones y trabajos, en que cumplió sus obligaciones como obispo y halló tiempo para escribir una prodigiosa cantidad de obras a menudo polémicas, para comunicar, en suma, la verdad hallada y para defenderla contra quienes la combatían. Su alma, empero, permanece tranquila en medio de una febril actividad y aguarda el día en que el Señor la llame junto a sí.

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