Francisco Javier Bernad Morales
A San
Agustín le es fácil mostrar que las divinidades paganas no habían impedido en
el pasado la multitud de desastres que habían afligido a la ciudad, pero su
empeño va mucho más allá de una simple defensa frente a los ataques exteriores.
Como se ha señalado más arriba, se trata de erigir una visión del mundo, en
realidad una filosofía o, quizá mejor, una teología de la historia. Con esta
intención desarrolla la teoría, ya esbozada anteriormente en algunos sermones,
de las dos ciudades, cada una surgida de un amor distinto: la ciudad terrena,
cuyo origen es el amor a sí mismo hasta llegar al desprecio de Dios; y la
celestial, edificada sobre el amor a Dios hasta el olvido de sí.
Roma es
una obra humana, edificada sobre el amor de sí, y movida, por tanto, por el
afán de dominación. Su tiempo, pues, pasará, como ocurrió con el de los persas
y el de los asirios. Ni Roma ni ningún otro estado pueden representar la
plenitud humana, pues la ciudad terrena es fruto del pecado y se ha hecho
necesaria porque los hombres nos hemos separado de Dios. Por ese motivo nos
hemos visto obligados a dotarnos de leyes y a crear la organización política,
pero esta no puede ser la encarnación de la justicia ya que no cabe construir
el cielo en la tierra.
Ahora
bien, ¿quiénes integran cada una de las ciudades? Fernando Joven analiza varias
posibilidades que rápidamente rechaza por superficiales e incorrectas. Así, en
primer lugar, la que identifica como los buenos a los miembros de la ciudad celeste
y como los malvados a los de la terrena. Nunca se pertenece, hasta el momento
de la muerte, a una de estas categorías de una manera definitiva. Tampoco cabe
marcar el límite en la distinción entre bautizados y no bautizados, pues del
mismo modo que entre los paganos hay futuros cristianos, entre estos abundan
quienes lo son falsamente. Es más: hay miembros de la Iglesia sin estar
bautizados ni confesar a Cristo[1].
La auténtica división se establece entre los que se salvarán y los que se
condenarán, pero solo Dios sabe quien pertenece a cada grupo. Como señala el autor:
La ciudad
de Dios, como tal entidad, solo existe fuera de la historia, nunca en este
mundo. No la fundan los hombres, sino Cristo. A partir de esta referencia
objetiva, adquiere un sentido figurado: los buenos cristianos que viven ahora y
que un día la alcanzarán. En propiedad, serán tales ciudadanos de la Ciudad de Dios cuando lleguen al cielo,
mientras tanto no pasan de aspirantes, de peregrinos[2].
[1] Fernando
J. Joven apoya esta afirmación en dos pasajes de La ciudad de Dios (XIII, 7 y XVIII, 51). Pero pueden aducirse otros
como XVIII, 47: “Es verdad que el pueblo llamado propiamente
pueblo de Dios fue este [Israel], pero no pueden negar que había en las demás
naciones algunos hombres dignos de ser llamados verdaderos israelitas por ser
ciudadanos de la patria celestial, unidos con vínculos no terrenos, sino celestiales.”
[2] JOVEN, Fernando J. “Política y
sociedad en La Ciudad de Dios”, en VV.AA Dos
amores fundaron dos ciudades. Centro Teológico San Agustín. Madrid, 2012.
p. 233
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