Con
el título Política y sociedad en La Ciudad de Dios, pronunció Fernando J. Joven una conferencia enormemente sugestiva
en las XV Jornadas Agustinianas. En una exposición tan apasionante como
apasionada, nos mostró cómo San Agustín,
para explicar la caída de Roma ante las hordas bárbaras de Alarico, desmonta
piedra a piedra, con las armas de la razón, la cosmovisión que durante siglos
había justificado el dominio imperial, y alza en su lugar una alternativa
cristiana, que hoy, más de un milenio y medio después, conserva pleno
significado.
Es tan
rico y estimulante el pensamiento del autor que resulta extremadamente difícil,
al menos para mis menguadas fuerzas, resumirlo en un breve espacio. Lo intentaré, no obstante, pese a ser
consciente de que al hacerlo, irremediablemente omitiré matices que dan pleno
sentido a su exposición. Pido, pues, disculpas tanto a Fernando Joven como a los lectores, ya que no soy más que un
torpe aunque bienintencionado intermediario.
Quizá sea la distinta concepción del tiempo lo que marca la principal diferencia entre la cosmovisión pagana y la cristiana. Es este, pienso, el momento de recordar que precisamente la reflexión sobre el tiempo ocupa los últimos libros de Las confesiones. Al tiempo eterno del paganismo en que los sucesos se repiten cíclicamente, opone el cristianismo una concepción lineal, heredada del judaísmo, en el que aquel se constituye como marco en que se despliega la obra dramática de la salvación. La idea del tiempo como indefinida sucesión de momentos está íntimamente ligada a la de la eternidad del mundo; en tanto que el concepto judeocristiano deriva de la idea de Creación. San Agustín muestra, nos recuerda Fernando Joven, que carece de sentido la crítica de los filósofos paganos, según la cual, los cristianos concebían un Dios mutable[1] y, por tanto, imperfecto, que en un determinado momento, y no antes o después, había decidido crear el mundo; ya que Dios existe, aunque resultaría más apropiado decir “es”, fuera del tiempo, y que este es parte de la Creación. La trascendencia divina se opone así de manera frontal a la inmanencia de las divinidades paganas.
Por supuesto, ese mundo eterno no era un caos, sino un cosmos, esto es, una realidad sometida por el logos a leyes absolutas e inmutables. De esta estructura cósmica participan también los seres humanos. Sociales por naturaleza, no pueden existir fuera de la ciudad, es decir, del organismo político. Este, auténtico sujeto de la historia, se dota de leyes con la finalidad de asegurar la felicidad de los ciudadanos, quienes a cambio deben estar dispuestos a darlo todo por el bien de la ciudad. Roma, con su pretensión de imperio universal, se convierte en la plasmación perfecta del orden político[2]. Para la mentalidad pagana, los cristianos, al introducir un culto exótico a un Dios situado fuera del mundo, han roto el equilibrio y abierto las puertas al desorden. Pero no son solo ellos: muchos cristianos se sienten desconcertados por la caída de la Ciudad Eterna y se peguntan si acaso no habrán cometido un error al abandonar el culto de los antiguos dioses.
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Quizá sea la distinta concepción del tiempo lo que marca la principal diferencia entre la cosmovisión pagana y la cristiana. Es este, pienso, el momento de recordar que precisamente la reflexión sobre el tiempo ocupa los últimos libros de Las confesiones. Al tiempo eterno del paganismo en que los sucesos se repiten cíclicamente, opone el cristianismo una concepción lineal, heredada del judaísmo, en el que aquel se constituye como marco en que se despliega la obra dramática de la salvación. La idea del tiempo como indefinida sucesión de momentos está íntimamente ligada a la de la eternidad del mundo; en tanto que el concepto judeocristiano deriva de la idea de Creación. San Agustín muestra, nos recuerda Fernando Joven, que carece de sentido la crítica de los filósofos paganos, según la cual, los cristianos concebían un Dios mutable[1] y, por tanto, imperfecto, que en un determinado momento, y no antes o después, había decidido crear el mundo; ya que Dios existe, aunque resultaría más apropiado decir “es”, fuera del tiempo, y que este es parte de la Creación. La trascendencia divina se opone así de manera frontal a la inmanencia de las divinidades paganas.
Por supuesto, ese mundo eterno no era un caos, sino un cosmos, esto es, una realidad sometida por el logos a leyes absolutas e inmutables. De esta estructura cósmica participan también los seres humanos. Sociales por naturaleza, no pueden existir fuera de la ciudad, es decir, del organismo político. Este, auténtico sujeto de la historia, se dota de leyes con la finalidad de asegurar la felicidad de los ciudadanos, quienes a cambio deben estar dispuestos a darlo todo por el bien de la ciudad. Roma, con su pretensión de imperio universal, se convierte en la plasmación perfecta del orden político[2]. Para la mentalidad pagana, los cristianos, al introducir un culto exótico a un Dios situado fuera del mundo, han roto el equilibrio y abierto las puertas al desorden. Pero no son solo ellos: muchos cristianos se sienten desconcertados por la caída de la Ciudad Eterna y se peguntan si acaso no habrán cometido un error al abandonar el culto de los antiguos dioses.
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[1] Lo perfecto ha de ser inmutable,
pues todo cambio suponenuna adquisición o una
pérdida. El primer caso implica que anteriormente le faltaba algo, y el
segundo que era susceptible de perderlo. En ambos, pues, carecía de perfección.
De aquí se deduce que Dios no precisa crear al mundo, sino que lo hace de
manera totalmente gratuita. También, que antes de la Creación no existía el
cambio y tampoco el tiempo, ya que este es la medida de aquel. En realidad, la
expresión “antes de la Creacion” es totalmente absurda.
[2] Es curioso cómo la idea de que
es posible un orden político perfecto e inalterable se manifiesta no tan solo
en las ideologías totalitarias del siglo XX, sino incluso en la obra de
Francisco Martínez Marina, el gran inspirador del liberalismo progresista español:
“establézcase con acuerdo y consentimiento de los ciudadanos una ley cuyo
objeto sea hacer la Constitución invariable y eterna.” (Teoría de las Cortes. Discurso preliminar. 130). La primera edición
se publicó en Madrid en 1813.
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