18 marzo 2012

Dos amores crearon dos ciudades


Francisco Javier Bernad Morales

Bajo este lema se han desarrollado durante los pasados días 10 y 11 de marzo, en el colegio San Agustín de Madrid, las XV Jornadas Agustinianas. En ellas hemos tenido la oportunidad de reflexionar sobre La ciudad de Dios, de la mano de eminentes profesores de Teología de la Universidad de Salamanca, el Centro Teológico San Agustín, el Estudio Teológico Agustiniano, el Instituto de Agustinología de la OAR y el Vicariato San Antonio de Orozco.

No este el lugar para entrar en una exposición de las diferentes perspectivas con que los conferenciantes abordaron la obra de San Agustín, dado que para hacerlo precisaríamos de un espacio muy superior al que es razonable otorgar a una simple entrada en un blog. Prometo, eso sí, abordar una a una las conferencias, no en el orden en que se pronunciaron, sino al albur de mis preocupaciones y de las ideas que en mí suscitaron.

Aquí solo quiero recordar al lector que San Agustín escribió La ciudad de Dios, como respuesta al escándalo que supuso el saqueo de Roma, cuna del Imperio y sede del Papado, por los visigodos de Alarico en el 410. Es cierto que para entonces, la Ciudad Eterna, desplazada por Constantinopla y por Milán, carecía de la importancia política de tiempos anteriores, pero  en el imaginario de las gentes, fueran estas cristianas o paganas, ocupaba un lugar simbólico inigualable. Fundada por Rómulo, cuna de Augusto y tumba de San Pedro y de San Pablo, su caída ante los bárbaros, era el signo visible de que el mundo civilizado se tambaleaba. Quizá nosotros, que hemos visto en directo la destrucción de las Torre Gemelas, podamos hacernos una idea siquiera vaga de lo que aquello supuso.

San Agustín quiso salir al paso de los que culpaban del desastre a los cristianos, quienes habían sustituido a los antiguos dioses tutelares por un Dios, al que decían Todopoderoso, pero que no había sido capaz de proteger su ciudad. Su obra, sin embargo, va mucho más allá de una defensa circunstancial del cristianismo, pues en ella edifica una auténtica Teología de la Historia.

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