Mostrando entradas con la etiqueta Adriano. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Adriano. Mostrar todas las entradas

07 julio 2014

Las meditaciones de Marco Aurelio (y II)

Francisco Javier Bernad Morales

Marco Aurelio había nacido en Roma en abril del año 121, de una familia de rango senatorial emparentada con Adriano. Muy pronto perdió a su padre que había alcanzado el puesto de pretor, por lo que quedó al cuidado de su madre, Domicia Lucilla y de su abuelo paterno, Marco Annio Vero.  A ellos se refiere en el primer libro de las Meditaciones: “De mi abuelo Vero […] recibí un carácter bondadoso y sereno” (I, 1 ). “De mi padre, según los que le conocieron, discreción y virilidad” (I, 2). “De mi madre, la devoción a los dioses y la generosidad, el no obrar mal y ni siquiera pensarlo. También una vida sencilla alejada de los lujos habituales en los ricos” (I, 3). Como otros jóvenes de su entorno recibió una  esmerada educación, que siempre agradeció a sus maestros. Alargaría mucho este artículo citar a todos los que menciona, en su mayor parte filósofos estoicos, aunque no falten platónicos y peripatéticos, así como algún orador; así que nos centraremos en algunos de los rasgos que afirma haber adquirido de ellos, pues nos permitirán aproximarnos al ideal humano a que aspiraba. Sin ánimo exhaustivo, cabe citar: saber vivir con poco, hacer oídos sordos a las calumnias, desconfiar de brujos y encantadores, no alardear de asceta ni de filántropo, guiarse exclusivamente por la razón, ser solícito con los amigos y tolerante con los necios, y “concebir una comunidad basada en la equidad y en la libertad de expresión para todos y una monarquía que respete como valor principal la libertad de sus súbditos” (I, 14).

En el 138 tanto él como Lucio Vero fueron adoptados[1] y proclamados herederos por el emperador Antonio Pío, con cuya hija, Faustina la Menor, casaría en el 145. Durante todos estos años continuaría su formación y desempeñaría diversos puestos políticos, siendo cónsul en varias ocasiones. Finalmente, a la muerte de Antonino, fue proclamado emperador conjuntamente con Lucio Vero (161). Ambos se profesaron mutua lealtad y gobernaron en armonía durante ocho años, hasta la muerte del segundo. Fue un período agitado, ya que mientras que los partos invadieron Armenia y Siria; los germanos atacaron la frontera del Danubio. Para hacer frente a estas amenazas, Lucio Vero marchó a Oriente, en tanto que Marco Aurelio se ocupaba de Occidente.

La victoria sobre los partos (166) fue celebrada en Roma con un triunfo en el que participaron los dos emperadores. Sin embargo, la euforia duró poco, pues las tropas retornadas trajeron consigo una grave epidemia, quizá de viruela, que entre otras muchas muertes provocó la de Lucio Vero (169). Quedó desde entonces Marco Aurelio como único emperador hasta que finalmente, mientras combatía a los marcomanos, cayó enfermo y murió en Vindobona, actual Viena, en marzo del 180. Le sucedió su hijo Cómodo a quien había asociado al poder en el 177.

El contraste entre el gobierno ilustrado de Marco Aurelio y el despótico y extravagante de su hijo ha dado pie a dos películas de éxito. La caída del Imperio Romano (1964), dirigida por Anthony Mann e interpretada por Stephen Boyd, Sophia Loren y Alec Guiness, y Gladiator (2000) de Ridley Scott, con Russell Crowe, Joaquin Phoenix y Connie Nielsen.  En ambas, el emperador ya en sus últimos días, consciente de los defectos de su hijo, habría intentado alejar a Cómodo del poder entregando este a un general capacitado. Nada de cierto hay en ello. Su única base es la repugnancia a admitir que un hombre responsable, inteligente y cultivado no percibiera en qué manos dejaba el Imperio. Por cierto, Cómodo no murió en un combate de gladiadores, sino víctima de una conspiración en la que participó su amante Marcia, de religión cristiana (Dion Casio, Historia de Roma, LXII)[2]

En relación a los cristianos, tradicionalmente se ha considerado a Marco Aurelio responsable de una de las persecuciones. Se trata, sin embargo, de una apreciación que debe matizarse. No hubo durante su reinado una persecución generalizada, sino tumultos en algunas ciudades de Anatolia, posiblemente exacerbados por las dificultades económicas consiguientes a la gran epidemia de que se ha hablado. El furor popular se dirigió contra los cristianos o fue canalizado contra ellos por las autoridades locales. En Lyon pudo suceder algo parecido. Consultado el emperador sobre estos hechos, respondió que solo debía darse muerte a los que no renegaran de su fe.  En Roma sabemos que hubo algunas condenas a muerte como la de Justino, pero en el resto del Imperio no parece que fueran especialmente molestados.





[1] La adopción romana era un acto por el que el adoptado abandonaba su familia natural y se integraba en la del adoptante. En la época a que no referimos, su finalidad era asegurar un heredero, por lo que frecuentemente el adoptado era adulto. La adopción podía ejercerse aunque viviera el padre natural, quien debía consentir en que se llevara a cabo. La adopción fue el método de sucesión seguido por los emperadores de la dinastía Antonina, desde Nerva hasta Marco Aurelio. A este, sin embargo, le sucedió su verdadero hijo, Cómodo.
[2] Dion Casio (155-235?) fue senador y contemporáneo de estos hechos.

05 junio 2013

El paganismo en el Imperio Romano (V)

Francisco Javier Bernad Morales

Tras la dura prueba del año 69, se inicia, sin embargo, un largo período de estabilidad apenas turbado por el asesinato de Domiciano (96), posiblemente consecuencia de sus malas relaciones con el Senado, a muchos de cuyos miembros, según Suetonio, había hecho ejecutar[1]. Bajo Trajano se reanudó incluso la expansión exterior, con la conquista de Dacia y la anexión del reino Nabateo, convertido en la provincia de Arabia Pétrea. Con todo, lo que podía haber sido su mayor logro, la ocupación de Mesopotamia, se reveló un triunfo efímero, ya que este territorio, cuya defensa hubiera resultado extremadamente costosa, fue abandonado tras su muerte. Le sucedió su sobrino Adriano, un hombre profundamente imbuido de la filosofía estoica, amigo de Epicteto, quien intentó, como en otro tiempo Antíoco IV Epífanes, la helenización forzosa de los judíos, con lo que desencadenó la sublevación encabezada por Bar Kochba (132-135), quien fue reconocido como mesías por Rabí Akiva[2]. La guerra terminó, como ya señalé en una entrega anterior, con una nueva derrota judía y con la reorganización de Judea, Samaria y Galilea en una nueva provincia a la que se dio el nombre de Palestina, evocador de los antiguos filisteos. Se pretendía así, y con la conversión de Jerusalén en la ciudad romana de Aelia Capitolina, borrar incluso el recuerdo de la presencia judía. La victoria romana había sido, sin embargo, extraordinariamente difícil, pues había obligado a desplazar legiones desde puntos tan alejados como la frontera danubiana e incluso Britania[3]. Habría contado además, según Dión Casio, con el apoyo no solo de los judíos de la diáspora, sino de numerosos gentiles[4]. Ignoramos a quiénes puede referirse esta última afirmación, ¿conversos al monoteísmo o simples víctimas del orden impuesto por Roma: clases inferiores, pueblos sometidos? 

Tenemos otros datos que permiten intuir la extensión del monoteísmo, en este caso en su vertiente cristiana, en las ciudades, y el rechazo que suscitaba entre quienes se mantenían fieles al paganismo. Así, bajo Marco Aurelio, emperador desde el  161 hasta el 180, se sucedieron ataques populares contra las comunidades cristianas de Asia Menor y en Roma sufrió martirio San Justino. Es posiblemente exagerado calificar, como hacía la hagiografía tradicional, estos hechos como una persecución, dado que no parece existir tras ellos una firme determinación oficial de erradicar el cristianismo. Más bien se trataría de movimientos locales poco coordinados. En cualquier caso, la negativa de cristianos y judíos a adorar al emperador, no podía sino suscitar hostilidad entre sus vecinos paganos. Máxime en un momento en que los peligros se multiplicaban: presión de los partos en oriente y de los germanos en el Danubio, epidemias de peste, empobrecimiento de los campesinos que, desposeídos de sus tierras emigran a las ciudades, disminución de la producción agrícola y problemas de abastecimiento, aumento de los impuestos… Marco Aurelio, el emperador filósofo que aprovechaba momentos robados al descanso para escribir unas Meditaciones que constituyen una de las cumbres de la filosofía estoica, se vio obligado a pasar gran parte de su vida alejado de Roma, en los campamentos de las legiones, mientras que el Imperio se enfrentaba a dificultades que por momentos podían parecer insuperables. En esas circunstancias, la religión política hubo de sufrir asimismo una profunda crisis. Si el monoteísmo se alzaba como una alternativa escatológica de paz y de salvación, que cada día atraía a más prosélitos; para quienes continuaban fieles al paganismo, las catástrofes eran el fruto del creciente abandono de los dioses que habían traído la grandeza a Roma. Era fácil que el descontento y la incertidumbre ante el futuro estallaran en cualquier momento y bajo cualquier pretexto contra esas minorías impías calificadas invariablemente de ateas, y a quienes se atribuían toda clase de ritos macabros y repugnantes, incluidos el sacrificio de niños y el canibalismo. También es comprensible que las autoridades, si bien no siempre incitaban estos movimientos de cólera popular, raramente se oponían a ellos.

Un próximo futuro reservaba tiempos peores.





[1] SUETONIO, Los doce césares, Tito Flavio Domiciano, X.
[2] Bar Kochba (en arameo, Hijo de la Estrella) no es un nombre, sino un título mesiánico. Está tomado de la profecía de Balaam: “Lo veo, mas no ahora / lo diviso, pero no de cerca: / ha salido una estrella de Jacob, / y ha surgido un gobernante de Israel” (Números, 24, 17).
[3] JOHNSON, Paul, Historia de los judíos, Barcelona, Zeta, 2010. p. 209.
[4] DIÓN CASIO, Historia romana, libro LXIX