Francisco Javier Bernad Morales
Probablemente
sea tan solo un síntoma de que ha transcurrido mucho tiempo desde que traspuse
los límites de la juventud, pero cada día con mayor frecuencia acuden a mi
mente evocaciones del tiempo pasado. Quién sabe si por naturaleza o por
formación académica soy un tanto desconfiado ante esas imágenes de la infancia
que asaltan mi memoria. El caso es que
siempre me dejan una vaga inquietud, cierta sensación de que muy probablemente experiencias posteriores influyen de manera
decisiva en la configuración de los recuerdos.
En
estos días me pregunto cómo vivía yo la Cuaresma y la Semana Santa en esa época
incierta que el calendario me muestra que debo situar en la segunda mitad de
los sesenta. No me cabe duda de que eran días tristes en que una sombra
amenazadora parecía descender sobre las calles ahogando el gozoso anuncio de la
primavera. Las comidas se tornaban
monótonas: potajes o patatas con bacalao los más de los días. No es que mi familia fuera religiosa, más
bien al contrario, pero el peso de la costumbre y quizá cierto temor al qué
dirán empujaban a mi madre a cumplir con todas las prescripciones cuaresmales.
Otro era el caso de mi padre. Siempre alardeó de librepensador con un punto de
anticlericalismo. Nos esperaba a la salida de la misa dominical y juntos
tomábamos el aperitivo. A menudo, los excelentes mejillones con una salsa
ligeramente picante que preparaban en el bar Los Naranjeros, frente al mercado de La Cebada.
Un día a
la semana venía al colegio el padre Lino, un joven sacerdote de nuestra
parroquia para darnos una charla. Era el mejor momento. No creo que prestara
mucha atención a lo que decía, pues nada de ello guardan mis recuerdos, pero si
conservo la imagen de un hombre agradable y comprensivo, que se interesaba realmente por
nosotros. Gracias a él nos librábamos en
esa hora de la presencia de don Fernando, el director del colegio. Este, cuya
apariencia, calvo, alto y gordo, se me antojaba imponente, parecía experimentar
cierto goce al recordarnos que polvo
éramos y en polvo nos convertiríamos. Siempre le agradeceré al padre Lino el
que nos ahorrara aquellos momentos de terror.
Por
aquel entonces, yo debía ser un astuto hipócrita. En una ocasión, escuché
sorprendido como una vecina alababa ante mi madre mi ejemplar comportamiento en
la iglesia. La buena señora debía de ser muy mala observadora, pues jamás fui
capaz de seguir las divagaciones del párroco, don Crescencio, durante la
homilía. No sé lo que expresaría mi rostro, pero mientras le escuchaba mi
imaginación volaba hacia encrespados mares poblados de piratas o hacia tórridos
desiertos surcados por caravanas de beduinos. Mi padre a menudo me llamaba
jesuita, lo que en su boca constituía un halago envenenado, una manera de decir
que utilizaba la inteligencia para esconder lo que realmente pensaba.
En lo
que se me antojaban opresivos días de la Semana Santa, seguía a mi prima, pocos
años mayor, en el recorrido por las Siete Estaciones y contemplaba con
aprensión los crucificados cubiertos con paños morados. Al volver a casa,
inevitablemente la televisión proyectaba siempre las mismas películas. Mi
padre, desde su ateísmo confesado, insistía en que viéramos Molokai, y alababa el valor y la piedad
del padre Damián; pero una imaginación desbocada me hacía padecer por la
posibilidad, que se me antojaba totalmente real, de contraer la lepra. En
realidad, no he visto a un leproso hasta tiempos recientes. Por su manera de
hablar, imagino que se trataba de un inmigrante del este de Europa. Sus dedos
mutilados por la enfermedad me hicieron revivir los miedos infantiles.
Pero
aquel tiempo pasado viene a mí desde el presente y nada garantiza que
verdaderamente haya existido fuera de mi conciencia actual. No quiero con esto
decir que carezca de base real. Nada hay inventado en lo que digo, pero si bien se observa, lo que
describo no son hechos, sino estados de ánimo. Vago remedo, en suma, de lo que pude sentir en el final de la niñez
y los inicios de la adolescencia.
Con
tales salvedades, me asalta una inquietud ¿hasta qué punto es posible, no ya
que afirme algo sobre el mundo exterior a partir de mi conciencia, sino si esta
dice algo siquiera sobre lo que fui? Sin duda se trata de una inquisición
retórica. Mi yo actual es el resultado de mi pasado, de las elecciones que hice
en cada momento, y el que ahora lo interprete y lo vea a una luz antes
desconocida no invalida el hecho de que haya integrado a otros yoes anteriores.
Pero la duda tiene la virtud de advertirme de que nada en mí es definitivo; de
recordarme, en suma, que continúo forjándome en cada instante; de hacerme ver
que mis decisiones presentes y futuras configurarán mi ser, y que este
continuará modificándose hasta el momento en que me alcance la muerte.
Miro
desde hoy y me asombro de la falta de profundidad interior en que vivía. Cabe,
claro es, que se tratara tan solo de un efecto de mis pocos años. Sin embargo,
es cierto que pronto dejé de frecuentar la iglesia. Era una manifestación más
de que al adentrarme en la adolescencia me aproximaba al mundo de los adultos. No
asistir a misa me resultó tan natural como comenzar a fumar. Hubieron de pasar muchos años, muchas
experiencias, lecturas y meditaciones antes de que descubriera que el horror no
se hallaba en aquellas imágenes infantiles, producto de una fantasía
desbordada, sino que era un fruto real de la actividad humana: ese que brota
cuando nos creemos capaces de prescindir de Dios y de ocupar su lugar.
Sin
embargo, el mal no ha triunfado. Está sin duda ahí, acechante, presto a
destruir nuestra conciencia, pero por más sufrimientos que haya causado en el
pasado y siga originando en el futuro, no ha podido ni podrá vencer al bien.
Los seres humanos, cuando nos recogemos en nuestro interior, cuando escapamos a
las urgencias del momento y penetramos en lo más profundo de nuestro corazón,
hallamos una chispa que nos empuja a amar a nuestro prójimo y a bendecir la
Creación. Nos encontramos, en suma, ante el Señor y no podemos más que
alabarlo. He ahí el verdadero sentido de la Cuaresma: un tiempo de
introspección, en el que nos sumergimos en nosotros mismos y allí, al igual que
en la noche estrellada, descubrimos la grandeza del Creador.