29 febrero 2012

Tiempo de Cuaresma


Francisco Javier Bernad Morales

Probablemente sea tan solo un síntoma de que ha transcurrido mucho tiempo desde que traspuse los límites de la juventud, pero cada día con mayor frecuencia acuden a mi mente evocaciones del tiempo pasado. Quién sabe si por naturaleza o por formación académica soy un tanto desconfiado ante esas imágenes de la infancia que asaltan mi memoria.  El caso es que siempre me dejan una vaga inquietud, cierta sensación de que muy probablemente  experiencias posteriores influyen de manera decisiva en la configuración de los recuerdos.

En estos días me pregunto cómo vivía yo la Cuaresma y la Semana Santa en esa época incierta que el calendario me muestra que debo situar en la segunda mitad de los sesenta. No me cabe duda de que eran días tristes en que una sombra amenazadora parecía descender sobre las calles ahogando el gozoso anuncio de la primavera.  Las comidas se tornaban monótonas: potajes o patatas con bacalao los más de los días.  No es que mi familia fuera religiosa, más bien al contrario, pero el peso de la costumbre y quizá cierto temor al qué dirán empujaban a mi madre a cumplir con todas las prescripciones cuaresmales. Otro era el caso de mi padre. Siempre alardeó de librepensador con un punto de anticlericalismo. Nos esperaba a la salida de la misa dominical y juntos tomábamos el aperitivo. A menudo, los excelentes mejillones con una salsa ligeramente picante que preparaban en el bar Los Naranjeros, frente al mercado de La Cebada.

Un día a la semana venía al colegio el padre Lino, un joven sacerdote de nuestra parroquia para darnos una charla. Era el mejor momento. No creo que prestara mucha atención a lo que decía, pues nada de ello guardan mis recuerdos, pero si conservo la imagen de un hombre agradable  y comprensivo, que se interesaba realmente por nosotros.  Gracias a él nos librábamos en esa hora de la presencia de don Fernando, el director del colegio. Este, cuya apariencia, calvo, alto y gordo, se me antojaba imponente, parecía experimentar cierto goce al recordarnos  que polvo éramos y en polvo nos convertiríamos. Siempre le agradeceré al padre Lino el que nos ahorrara aquellos momentos de terror.

Por aquel entonces, yo debía ser un astuto hipócrita. En una ocasión, escuché sorprendido como una vecina alababa ante mi madre mi ejemplar comportamiento en la iglesia. La buena señora debía de ser muy mala observadora, pues jamás fui capaz de seguir las divagaciones del párroco, don Crescencio, durante la homilía. No sé lo que expresaría mi rostro, pero mientras le escuchaba mi imaginación volaba hacia encrespados mares poblados de piratas o hacia tórridos desiertos surcados por caravanas de beduinos. Mi padre a menudo me llamaba jesuita, lo que en su boca constituía un halago envenenado, una manera de decir que utilizaba la inteligencia para esconder lo que realmente pensaba.

En lo que se me antojaban opresivos días de la Semana Santa, seguía a mi prima, pocos años mayor, en el recorrido por las Siete Estaciones y contemplaba con aprensión los crucificados cubiertos con paños morados. Al volver a casa, inevitablemente la televisión proyectaba siempre las mismas películas. Mi padre, desde su ateísmo confesado, insistía en que viéramos Molokai, y alababa el valor y la piedad del padre Damián; pero una imaginación desbocada me hacía padecer por la posibilidad, que se me antojaba totalmente real, de contraer la lepra. En realidad, no he visto a un leproso hasta tiempos recientes. Por su manera de hablar, imagino que se trataba de un inmigrante del este de Europa. Sus dedos mutilados por la enfermedad me hicieron revivir los miedos infantiles.

Pero aquel tiempo pasado viene a mí desde el presente y nada garantiza que verdaderamente haya existido fuera de mi conciencia actual. No quiero con esto decir que carezca de base real. Nada hay inventado en  lo que digo, pero si bien se observa, lo que describo no son hechos, sino estados de ánimo. Vago remedo, en suma,  de lo que pude sentir en el final de la niñez y los inicios de la adolescencia.

Con tales salvedades, me asalta una inquietud ¿hasta qué punto es posible, no ya que afirme algo sobre el mundo exterior a partir de mi conciencia, sino si esta dice algo siquiera sobre lo que fui? Sin duda se trata de una inquisición retórica. Mi yo actual es el resultado de mi pasado, de las elecciones que hice en cada momento, y el que ahora lo interprete y lo vea a una luz antes desconocida no invalida el hecho de que haya integrado a otros yoes anteriores. Pero la duda tiene la virtud de advertirme de que nada en mí es definitivo; de recordarme, en suma, que continúo forjándome en cada instante; de hacerme ver que mis decisiones presentes y futuras configurarán mi ser, y que este continuará modificándose hasta el momento en que me alcance la muerte.

Miro desde hoy y me asombro de la falta de profundidad interior en que vivía. Cabe, claro es, que se tratara tan solo de un efecto de mis pocos años. Sin embargo, es cierto que pronto dejé de frecuentar la iglesia. Era una manifestación más de que al adentrarme en la adolescencia me aproximaba al mundo de los adultos. No asistir a misa me resultó tan natural como comenzar a fumar.  Hubieron de pasar muchos años, muchas experiencias, lecturas y meditaciones antes de que descubriera que el horror no se hallaba en aquellas imágenes infantiles, producto de una fantasía desbordada, sino que era un fruto real de la actividad humana: ese que brota cuando nos creemos capaces de prescindir de Dios y de ocupar su lugar.

Sin embargo, el mal no ha triunfado. Está sin duda ahí, acechante, presto a destruir nuestra conciencia, pero por más sufrimientos que haya causado en el pasado y siga originando en el futuro, no ha podido ni podrá vencer al bien. Los seres humanos, cuando nos recogemos en nuestro interior, cuando escapamos a las urgencias del momento y penetramos en lo más profundo de nuestro corazón, hallamos una chispa que nos empuja a amar a nuestro prójimo y a bendecir la Creación. Nos encontramos, en suma, ante el Señor y no podemos más que alabarlo. He ahí el verdadero sentido de la Cuaresma: un tiempo de introspección, en el que nos sumergimos en nosotros mismos y allí, al igual que en la noche estrellada, descubrimos la grandeza del Creador.

No hay comentarios:

Publicar un comentario