30 marzo 2012

Política y sociedad en La Ciudad de Dios (1. Dios y el tiempo)

Francisco Javier Bernad Morales

Con el título Política y sociedad en La Ciudad de Dios, pronunció Fernando J. Joven una conferencia enormemente sugestiva en las XV Jornadas Agustinianas. En una exposición tan apasionante como apasionada, nos  mostró cómo San Agustín, para explicar la caída de Roma ante las hordas bárbaras de Alarico, desmonta piedra a piedra, con las armas de la razón, la cosmovisión que durante siglos había justificado el dominio imperial, y alza en su lugar una alternativa cristiana, que hoy, más de un milenio y medio después, conserva pleno significado.
Es tan rico y estimulante el pensamiento del autor que resulta extremadamente difícil, al menos para mis menguadas fuerzas, resumirlo en un breve espacio.  Lo intentaré, no obstante, pese a ser consciente de que al hacerlo, irremediablemente omitiré matices que dan pleno sentido a su exposición. Pido, pues, disculpas tanto a Fernando Joven  como a los lectores, ya que no soy más que un torpe aunque bienintencionado intermediario.
Quizá sea la distinta concepción del tiempo lo que marca la principal diferencia entre la cosmovisión pagana y la cristiana. Es este, pienso, el momento de recordar que precisamente la reflexión sobre el tiempo ocupa los últimos libros de Las confesiones. Al tiempo eterno del paganismo en que los sucesos se repiten cíclicamente, opone el cristianismo una concepción lineal, heredada del judaísmo, en el que aquel se constituye como marco en que se despliega la obra dramática de la salvación. La idea del tiempo como indefinida sucesión de momentos está íntimamente ligada a la de la eternidad del mundo; en tanto que el concepto judeocristiano deriva de la idea de Creación. San Agustín muestra, nos recuerda Fernando Joven, que carece de sentido la crítica de los filósofos paganos, según la cual, los cristianos concebían un Dios mutable[1]  y, por tanto, imperfecto, que en un determinado momento, y no antes o después, había decidido crear el mundo; ya que Dios existe, aunque resultaría más apropiado decir “es”, fuera del tiempo, y que este es parte de la Creación.  La trascendencia divina se opone así de manera frontal a la inmanencia de las divinidades paganas.
Por supuesto, ese mundo eterno no era un caos, sino un cosmos, esto es, una realidad sometida por el logos a leyes absolutas e inmutables. De esta estructura cósmica participan también los seres humanos. Sociales por naturaleza, no pueden existir fuera de la ciudad, es decir, del  organismo político. Este, auténtico sujeto de la historia, se dota de leyes con la finalidad de  asegurar la felicidad de los ciudadanos, quienes a cambio deben estar dispuestos a darlo todo por el bien de la  ciudad. Roma, con su pretensión de imperio universal, se convierte en la plasmación perfecta del orden político[2]. Para la mentalidad pagana, los cristianos, al introducir un culto exótico a un Dios situado fuera del mundo, han roto el equilibrio y abierto las puertas al desorden.  Pero no son solo ellos: muchos cristianos se sienten desconcertados por la caída de la Ciudad Eterna y se peguntan si acaso no habrán cometido un error al abandonar el culto de los antiguos dioses.
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[1] Lo perfecto ha de ser inmutable, pues todo cambio suponenuna adquisición o una  pérdida. El primer caso implica que anteriormente le faltaba algo, y el segundo que era susceptible de perderlo. En ambos, pues, carecía de perfección. De aquí se deduce que Dios no precisa crear al mundo, sino que lo hace de manera totalmente gratuita. También, que antes de la Creación no existía el cambio y tampoco el tiempo, ya que este es la medida de aquel. En realidad, la expresión “antes de la Creacion” es totalmente absurda.
[2] Es curioso cómo la idea de que es posible un orden político perfecto e inalterable se manifiesta no tan solo en las ideologías totalitarias del siglo XX, sino incluso en la obra de Francisco Martínez Marina, el gran inspirador del liberalismo progresista español: “establézcase con acuerdo y consentimiento de los ciudadanos una ley cuyo objeto sea hacer la Constitución invariable y eterna.” (Teoría de las Cortes. Discurso preliminar. 130). La primera edición se publicó en Madrid en 1813. 

27 marzo 2012

San Agustín y la cuaresma II

De los tratados de san Agustín, obispo, sobre el evangelio de san Juan (Tratado 15,10-12.16-17: CCL 36,154-156)

“Llega una mujer. Se trata aquí de una figura de la Iglesia, no santa aún, pero sí a punto de serlo; de esto, en efecto, habla nuestra lectura. La mujer llegó sin saber nada, encontró a Jesús, y él se puso a hablar con ella. Veamos cómo y por qué. Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Los samaritanos no tenían nada que ver con los judíos; no eran del pueblo elegido. Y esto ya significa algo: aquella mujer, que representaba a la Iglesia, era una extranjera, porque la Iglesia iba a ser constituida por gente extraña al pueblo de Israel.
Pensemos, pues, que aquí se está hablando ya de nosotros: reconozcámonos en la mujer, y, como incluidos en ella, demos gracias a Dios. La mujer no era más que una figura, no era la realidad; sin embargo, ella sirvió de figura; y luego vino la realidad. Creyó, efectivamente, en aquel que quiso darnos en ella una figura. Llega, pues, a sacar agua.
Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?" Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Ved cómo se trata aquí de extranjeros: los judíos no querían ni siquiera usar sus vasijas. Y como aquella mujer llevaba una vasija para sacar el agua, se asombró de que un judío le pidiera de beber, pues no acostumbraban a hacer esto los judíos. Pero aquel que le pedía de beber tenía sed, en realidad, de la fe de aquella mujer.
Fíjate en quién era aquel que le pedía de beber: Jesús le contestó: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.
Le pedía de beber, y fue él mismo quien prometió darle el agua. Se presenta como quien tiene indigencia, como quien espera algo, y le promete abundancia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad. Si conocieras —dice— el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. A pesar de que no habla aún claramente a la mujer, ya va penetrando, poco a poco, en su corazón y ya la está adoctrinando. ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que esta exhortación? Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. ¿De qué agua iba a darle, sino de aquella de la que está escrito: En ti está la fuente viva? Y ¿cómo podrán tener sed los que se nutren de lo sabroso de tu casa?
De manera que le estaba ofreciendo un manjar apetitoso y la saciedad del Espíritu Santo, pero ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía, ¿qué respondió? La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. Por una parte, su indigencia la forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía el trabajo. Ojalá hubiera podido escuchar: Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Esto era precisamente lo que Jesús quería darle a entender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la mujer aún no lo entendía.”



25 marzo 2012

San Agustín y la Cuaresma I

De los comentarios de san Agustín, obispo, sobre los salmos (Salmo 140, 4-6: CCL 40, 2028-2029)
"Señor, te he llamado, ven deprisa. Esto lo podemos decir todos. No lo digo yo solo, lo dice el Cristo total. Pero se refiere, sobre todo, a su cuerpo personal; ya que; cuando se encontraba en este mundo, Cristo oró con su ser de carne, oró al Padre con su cuerpo, y, mientras oraba, gotas de sangre destilaban de todo su cuerpo. Así está escrito en el Evangelio: Jesús oraba con más insistencia, y sudaba como gotas de sangre. ¿Qué quiere decir el flujo de sangre de todo su cuerpo sino la pasión de los mártires de la Iglesia?
Señor, te he llamado, ven deprisa; escucha mi voz cuando te llamo. Pensabas que ya estaba resuelta la cuestión de la plegaria con decir: Te he llamado. Has llamado, pero no te quedes ya tranquilo. Si se acaba la tribulación, se acaba la llamada; pero si, en cambio, la tribulación de la Iglesia y del cuerpo de Cristo continúa hasta el fin de los tiempos, no sólo has de decir: Te he llamado, ven deprisa, sino también: Escucha mi voz cuando te llamo.
Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde. Cualquier cristiano sabe que esto suele referirse a la misma cabeza de la Iglesia. Pues, cuando ya el día declinaba hacia su atardecer, el Señor entregó, en la cruz, el alma que después había de recobrar, porque no la perdió en contra de su voluntad. Pero también nosotros estábamos representados allí. Pues lo que de él colgó en la cruz era lo que había recibido de nosotros. Si no, ¿cómo es posible que, en un momento dado, Dios Padre aleje de sí y abandone a su único Hijo; que es un solo Dios con él? Y, no obstante, al clavar nuestra debilidad en la cruz, donde, como dice el Apóstol, nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, exclamó con la voz de aquel mismo hombre nuestro: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?
Por tanto, la ofrenda de la tarde fue la pasión del Señor, la cruz del Señor, la oblación de la víctima saludable, el holocausto acepto a Dios. Aquella ofrenda de la tarde se convirtió en ofrenda matutina por la resurrección. La oración brota, pues, pura y directa del corazón creyente, como se eleva desde el ara santa el incienso. No hay nada más agradable que el aroma del Señor: que todos los creyentes huelan así.
Así, pues, nuestro hombre viejo —son palabras del Apóstol— ha sido crucificado con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de pecadores y nosotros libres de la esclavitud del pecado".

24 marzo 2012

Vida de Jesucristo

Carmen Sáez Gutiérrez


VÁZQUEZ, ANTONIO. Vida de Jesucristo. (1) Dios y hombre. Ed. Palabra, Madrid 2008, 14,5 x 21,5, 227 pp.
Antonio Vázquez, colaborador habitual de Mundo cristiano y Hacer familia,  y destacado profesional de la educación, presenta este volumen como el primero de una trilogía, dedicada a la figura de Jesucristo, que no es abordada solamente desde una perspectiva meramente histórica, sino que además es tratada desde un planteamiento trascendental: es el Salvador que nos interpela.
En este tomo se narra la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta la elección de los primeros apóstoles. El autor reconoce sus limitaciones, aceptando que su relato no es más que una aproximación, pues la auténtica descripción se halla en los Evangelios. Sin embargo, el libro aporta frescura, pues los escenarios en los que accionan los personajes se vuelven cercanos al lector y estos últimos se manifiestan en toda su humanidad, con las inquietudes propias del espíritu del hombre. A lo largo del libro aparecen los distintos hitos de la vida de Jesús, sus momentos clave que nos ayudan a profundizar más en el auténtico sentido de su paso por este mundo. Pero, además van acompañados de interpretaciones teológicas que sirven para entender el mensaje sobrenatural de cada uno de ellos.
El texto, aunque es válido para cualquier lector, va dirigido fundamentalmente a jóvenes, de modo que puedan sentir fascinación por la persona de Jesús, y así llegar a un encuentro personal con Él, capaz de transformar sus vidas.
La lectura es amena y la estructura del libro es lógica, pues los episodios se suceden de forma encadenada. En él, a través del acercamiento a la figura de Jesús, como Dios y Hombre, es posible dar  a la vida el sentido que tiene.

21 marzo 2012

Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI para la Cuaresma 2012

Queridos hermanos y hermanas
La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: “Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras” (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor “con corazón sincero y llenos de fe”. (v.22), de mantenernos firmes (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos “La caridad y las buenas obras”(v.24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v.25) […] Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita  fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por “la esfera privada”.[…]El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón […]
La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos:
Físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es “bueno y hace el bien” (Sal 119,68) […] ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de “tener misericordia” para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: “El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos” (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de “los que lloran” (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza. […]Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. […] Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12, 21b; Tm 6,18) . Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. […]
Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6, 10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.       

Cáritas, nº 533, febrero 2012, año LXI, p. 5-9                 

18 marzo 2012

Dos amores crearon dos ciudades


Francisco Javier Bernad Morales

Bajo este lema se han desarrollado durante los pasados días 10 y 11 de marzo, en el colegio San Agustín de Madrid, las XV Jornadas Agustinianas. En ellas hemos tenido la oportunidad de reflexionar sobre La ciudad de Dios, de la mano de eminentes profesores de Teología de la Universidad de Salamanca, el Centro Teológico San Agustín, el Estudio Teológico Agustiniano, el Instituto de Agustinología de la OAR y el Vicariato San Antonio de Orozco.

No este el lugar para entrar en una exposición de las diferentes perspectivas con que los conferenciantes abordaron la obra de San Agustín, dado que para hacerlo precisaríamos de un espacio muy superior al que es razonable otorgar a una simple entrada en un blog. Prometo, eso sí, abordar una a una las conferencias, no en el orden en que se pronunciaron, sino al albur de mis preocupaciones y de las ideas que en mí suscitaron.

Aquí solo quiero recordar al lector que San Agustín escribió La ciudad de Dios, como respuesta al escándalo que supuso el saqueo de Roma, cuna del Imperio y sede del Papado, por los visigodos de Alarico en el 410. Es cierto que para entonces, la Ciudad Eterna, desplazada por Constantinopla y por Milán, carecía de la importancia política de tiempos anteriores, pero  en el imaginario de las gentes, fueran estas cristianas o paganas, ocupaba un lugar simbólico inigualable. Fundada por Rómulo, cuna de Augusto y tumba de San Pedro y de San Pablo, su caída ante los bárbaros, era el signo visible de que el mundo civilizado se tambaleaba. Quizá nosotros, que hemos visto en directo la destrucción de las Torre Gemelas, podamos hacernos una idea siquiera vaga de lo que aquello supuso.

San Agustín quiso salir al paso de los que culpaban del desastre a los cristianos, quienes habían sustituido a los antiguos dioses tutelares por un Dios, al que decían Todopoderoso, pero que no había sido capaz de proteger su ciudad. Su obra, sin embargo, va mucho más allá de una defensa circunstancial del cristianismo, pues en ella edifica una auténtica Teología de la Historia.

17 marzo 2012

Oración





Poema de Patxi Loidi, recogido por José María Mardones en su libro Matar a nuestros dioses. Edit. PPC, Madrid: 2011, p. 129




Tú que manas dentro de mí
como una fuente que no nace de mí,
pero que me moja y me riega.

Tú que brillas dentro de mí
como una luz que yo no enciendo,
pero que alumbra mi sala de estar.

Tú, que amas dentro de mí
como una llama que no es mi hoguera,
pero que pone fuego en todo mi ser.

Tú, silencio íntimo,
que no hablas, pero que sin palabras
pones en mi vida la palabra
que da vida al mundo.

Tú, confidente invisible,
diálogo,
compañía permanente,
que me sacas del anonimato de las cosas
y me haces ser yo.

Patxi Loidi

12 marzo 2012

Soneto a Cristo crucificado

;
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

¡Tú me mueves, Señor!  Muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Anónimo siglo XVI



10 marzo 2012

Agustín y Pablo


“Buscaba el camino para tener fuerza suficiente para gozar de ti, pero no lo encontraría hasta que no me agarrara al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que es ante todo Dios bendito por los siglos. Él nos llama y nos dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, Él mezcla con la carne el alimento que no tenía fuerza de tomar. Porque el Verbo se ha hecho carne para que tu sabiduría con la que creaste el universo, se hiciera leche para nuestra infancia. Aún no tenía tanta humildad para poseer a mi Dios, el humilde Jesús, ni conocía aún las enseñanzas de su debilidad”
Confesiones VII, 18, 24

“Me lancé con la mayor avidez, sobre la venerable escritura de tu Espíritu y antes que nada sobre el apóstol Pablo. Desaparecieron ante mí las ambigüedades, donde me había parecido que el texto de tu discurso fuera incoherente y opuesto al testimonio de la Ley y de los Profetas; se me presentó el único rostro de las expresiones puras y aprendí a exultar con aprensión. Iniciada la lectura descubrí que todo lo verdadero que había leído allí (en libros platónicos) se decía aquí con la garantía de tu gracia, a fin de que quien ve no se vanaglorie, como si no hubiera recibido no sólo lo que ve, sino la misma facultad de ver”
Confesiones VII, 21, 27

“Qué hará el hombre en medio de su miseria? ¿Quién le liberará de este cuerpo mortal, sino tu gracia, por medio de Jesucristo nuestro Señor? (…) Una cosa es contemplar desde una cima frondosa la patria de la paz, sin hallar el camino que conduce a ella tras vanas tentativas de pasar por caminos perdidos, expuestos a las asechanzas de los desertores guiados por su jefe (…) y otra muy distinta es mantenerse en el camino que conduce a ella, protegido por el amparo del Señor del cielo, donde no hay asaltos de los desertores de las milicias celestes, que evitan este camino como un suplicio. Estos pensamientos se me entraban por las entrañas de una manera maravillosa, mientras leía al menor de tus apóstoles. La consideración de tus obras me había llenado de asombro”
Confesiones VII, 21, 27

07 marzo 2012

La fe en un mundo globalizado

Carmen Sáez Gutiérrez

ROUCOU, Christophe. La fe ante el desafío de la globalización. ¿Tiene todavía sentido la misión? Edit. PPC, Madrid 2009, 22 x 14,5, 142 pp

Christophe Roucou, máster en Historia y Teología, sacerdote y superior del seminario de la Misión de Francia, durante algún tiempo, y actualmente misionero en Egipto, en una segunda etapa, pues lo había sido ya con anterioridad, plantea en esta obra una cuestión crucial de la Iglesia de nuestros días, el sentido de la misión en la sociedad actual, ante la globalización. A lo largo del libro, el autor da respuesta sobrada a este interrogante desde un planteamiento que entiende la misión como encuentro y diálogo con la espiritualidad del otro y no como intento de un proselitismo que  pretende, de forma prioritaria, ganar adeptos. Solo ofreciendo el testimonio del amor de Dios al hombre a través de una entrega gratuita que atienda a las necesidades más acuciantes del ser humano, es posible compartir la Palabra que nos ha sido entregada.
La Iglesia, además de aportar el tesoro que ha recibido, debe permanecer a la escucha de otras sensibilidades religiosas, de otras formas de sentir y estar en el mundo. Ante los retos y problemas actuales, la misión de la Iglesia tiene mucho que ofrecer buscando el encuentro en lo cotidiano, ayudando en todo aquello que sea necesario. Pero, al mismo tiempo, debe sentir la presencia del Espíritu y el Amor de Dios en hombres y mujeres que profesan otras religiones. Así, desde esta perspectiva, es posible aproximarse al ecumenismo y dar al cristianismo su más pleno significado, en tanto es una religión fundamentada en los pilares del Amor de Cristo proyectado en cada persona.
El cardenal Roger Etchegaray define en el prólogo esta obra como “una gran bocanada de aire fresco” y ciertamente lo es para los cristianos que hemos estado o estamos en relación con miembros de otras religiones, ateos o agnósticos y sentimos esa vivencia común de ser hijos de Dios. La Iglesia, de esta forma, se despoja de la obligatoriedad de aumentar sus adeptos para vivir en profundidad el sentido del Reino de Dios que debemos empezar a construir ya, aquí.

04 marzo 2012

Educar para la paz

Fragmento del Mensaje de Benedicto XVI para la celebración de la XLV Jornada Mundial de la Paz 1 de enero de 2012.
“La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad” (8). La paz es fruto de la justicia y efecto de la caridad. Y es ante todo don de Dios. Los cristianos creemos que Cristo es nuestra verdadera paz: en Él, en su cruz, Dios ha reconciliado consigo al mundo y ha destruido las barreras que nos separaban a unos de otros (cf. Ef 2, 14-18); en Él, hay una única familia reconciliada en el amor.
Pero la paz no es sólo un don que se recibe, sino también una obra que se ha de construir. Para ser verdaderamente constructores de la paz, debemos ser educados en la compasión, la solidaridad, la colaboración, la fraternidad; hemos de ser activos dentro de las comunidades y atentos a despertar las consciencias sobre las cuestiones nacionales e internacionales, así como sobre la importancia de buscar modos adecuados de redistribución de la riqueza, de promoción del crecimiento, de la cooperación al desarrollo y de la resolución de los conflictos.
“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”, dice Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt 5,9).
La paz para todos nace de la justicia de cada uno y ninguno puede eludir este compromiso esencial de promover la justicia, según las propias competencias y responsabilidades. Invito de modo particular a los jóvenes, que mantienen siempre viva la tensión hacia los ideales, a tener la paciencia y constancia de buscar la justicia y la paz, de cultivar el gusto por lo que es justo y verdadero, aun cuando esto pueda comportar sacrificio e ir a contracorriente.


8.

Catecismo de la Iglesia Católica, 2004