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29 septiembre 2012

Responsabilidad ante las víctimas


Francisco Javier Bernad Morales

Ya me he referido en otras ocasiones a la magnífica novela de Vasili Grossman, Vida y destino. En ella, la batalla de Stalingrado constituye el eje sobre el que se articula un magnífico despliegue de personajes, que luchan, aman, mueren o sobreviven, enfrentándose y adaptándose a la cotidiana presencia del horror; no solo del ligado de modo inevitable a toda guerra, sino aún más, al del totalitarismo, al de la aniquilación de la conciencia por el miedo y la desconfianza. Las reacciones son múltiples y no siempre excluyentes: heroísmo, abyección, rebeldía... Pero hay una que me ha llamado poderosamente la atención: la de Ikónnikov-Morzh, el prisionero ruso a quien sus compañeros del campo consideran poco menos que un loco extraviado por la mística tolstoiana. Nada mejor que copiar sus palabras cuando descubre que lo que los presos están construyendo para los alemanes son cámaras de gas:

"-Sí, eso es lo que dice Míjail Sidorovich, pero yo no quiero la absolución de mis pecados. No digas que son culpables los que te obligan, que tú eres un esclavo, y que no eres culpable porque no eres libre. ¡Yo soy libre! Soy yo el que está construyendo un Vernichtungslager, yo el que responde ante la gente que morirá en las cámaras de gas. Yo puedo decir: ¡No! ¿Qué poder puede prohibírmelo si encuentro dentro de mí la fuerza para no tener miedo a la muerte?"

Frente al viejo comunista Mijaíl Sídorovich, ocupado en organizar dentro del campo una red de resistencia, pero que no se siente concernido por el trabajo forzado que realiza, Ikónnikov alza el grito de una libertad íntima, ante la que el totalitarismo es enteramente impotente. Entre la vida y la libertad, elige esta última y con ella la dignidad. Se niega a fingir que no es responsable ante las víctimas, pues sabe que estas son seres humanos que tienen rostros y sentimientos y que frente a su mirada no cabe escudarse en una obediencia debida o impuesta. Ejerce así la rebeldía suprema de rechazar una orden impía. Se niega a ser esclavo, pues su conciencia no puede aceptar la participación en una obra inicua. Aún en el Lager es libre, pues mantiene la voluntad de decidir su destino. Sabe que así se condena a morir, pero también que hay males mucho peores que la muerte.

Al obrar así, Ikónnikov nos interroga a todos. Nos fuerza a mirar en nuestro interior y a examinar nuestra conciencia en una dolorosa introspección en la que a menudo no encontraremos más que las mil y una excusas con las que intentamos justificar lo que no es otra cosa que cobardía. Pero el cobarde, nos recuerda, ahondando en nuestra miseria, no es inocente. Queda siempre la posibilidad de rechazar la infamia, de negarse a ser esclavo.

17 septiembre 2012

El asombro ante la Creación

Francisco Javier Bernad Morales

Imre Kertész en un discurso pronunciado en 1995, recogido junto a otros en un volumen de título deliberadamente brutal (Un instante de silencio en el paredón, Barcelona, Herder, 2002), señalaba con melancolía, como en el siglo XX la humanidad entró en nueva época y que los tiempos antiguos, al igual que la juventud, jamás retornarán. El escritor, superviviente de Auschwitz, lamentaba la pérdida de una actitud humana a la que se refería como de “asombro ante la Creación”, un pasmo ante la existencia del mundo, cuya desaparición habría arrastrado consigo la del respeto, la devoción, la alegría y el amor por la vida. No faltará quien arguya, quizá con razón, que se trata de una visión extremadamente pesimista, derivada quizá de una vivencia personal y, por tanto, carente de objetividad. Incluso podría aducir en contra de Kertész, el testimonio de otro superviviente, el psiquiatra Viktor Frankl, quien cuenta como en una ocasión, tanto él como sus compañeros de barracón se sintieron embargados por la hermosura de una puesta de sol (El hombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, 2004). En las terribles condiciones del Lager, unos internos a quienes se había relegado a la categoría de subhumanos y cuya vida, mantenida en los límites de la estricta subsistencia, podía finalizar a la menor muestra de flaqueza en una cámara de gas, mantenían la capacidad de apreciar la belleza y deleitarse en su contemplación. Si miramos un poco hacia atrás, podremos recordar que Frankl, aún tras la anexión de Austria por la Alemania nazi, tuvo la oportunidad de escapar del horror. Disponía de un visado para viajar a los Estados Unidos, pero, tras angustiosas dudas, decidió no utilizarlo, ya que no podía llevar consigo a sus padres. No era un iluso. Sabía que no los salvaría y que él mismo, con toda probabilidad, correría su misma suerte. Pese a todo, escogió permanecer a su lado el mayor tiempo posible. El Decálogo dice: “Honrarás a tu padre y a tu madre.”
¿Es posible que ya no nos estremezca una noche estrellada o que hayamos dejado de maravillarnos ante la capacidad humana para inventar recursos? Sin duda no es así. Se trata, al igual que la compasión ante el sufrimiento, de emociones profundamente arraigadas en el fondo de nuestra alma. Y sin embargo, Kertész tiene razón y Frankl no solo no le contradice, sino que confirma su aserto. Hemos asistido en nuestro tiempo a una radical desvalorización de la vida. Desde que el Estado se atribuyó la potestad de decidir quiénes tienen derecho a la existencia y utilizó las modernas técnicas de organización y de producción industrial para fabricar cadáveres, ya nada ha vuelto a ser como antes. La derrota del nazismo y el posterior hundimiento del comunismo no han conducido a un rearme moral de la sociedad. Antes al contrario, se ha extendido un sentimiento de desánimo, de apatía. Se diría que el horror es tan fuerte que no podemos soportarlo y que, en consecuencia, solo aspiramos a ignorar el sufrimiento que acecha a nuestras vidas. Se ha adueñado así de las conciencias un suave y adormecedor hedonismo, que nos impide plantar cara a las realidades de la existencia. Antes los enfermos morían en casa rodeados de familiares y amigos. Ahora, por lo general, lo hacen en la fría sala de un hospital, conectados a complejos aparatos y con el conocimiento perdido. No se me entienda mal. No estoy contra la medicina moderna, pero hay algo que se nos ha hurtado en el cambio, algo que las generaciones anteriores tenían siempre presente: el momento de la muerte. Puede parecer paradójico, pero solo quien siente su cercanía tiene plena conciencia del valor de la vida. Solo cuando somos conscientes de la fragilidad de la existencia, de lo harto improbable que resulta el hecho de que nos encontremos en este momento en el mundo, somos capaces de percibir la grandeza de la Creación y de admirarnos ante ella. Del reconocimiento de nuestra miseria surge el impulso que nos lleva a formular las grandes preguntas metafísicas y éticas; pues solo quien teme perder la vida y, no obstante sabe que esta solo es auténtica cuando se une indisolublemente a la dignidad y, por tanto, está dispuesto a sacrificarla, la valora verdaderamente. Juan Pablo II, al exhibir públicamente su dolor y su decadencia física, causó a no pocos un no siempre disimulado desagrado, y no faltaron voces, a menudo ajenas a la Iglesia Católica, que, so capa de una falsa piedad, le exhortaban a la abdicación. Les hubiera gustado que el anciano ocultara sus padecimientos en el reducido espacio privado, pues su presencia venía a recordar todo lo que inútilmente nos esforzamos en olvidar, y nos obligaba a mirar de frente a nuestro destino. En esta época de imágenes, el Pontífice osaba encarnar la del sufrimiento humano, y elegía convertirse en heroico testigo de Jesús crucificado. Como Viktor Frankl y sus compañeros de barracón que, hambrientos y extenuados, aún tenían fuerzas para admirar la hermosura del crepúsculo, Juan Pablo II nos mostraba en su fragilidad la grandeza del Creador.