Imre
Kertész en un discurso pronunciado en 1995, recogido junto a otros en un
volumen de título deliberadamente brutal (Un
instante de silencio en el paredón, Barcelona, Herder, 2002), señalaba con melancolía,
como en el siglo XX la humanidad entró en nueva época y que los tiempos
antiguos, al igual que la juventud, jamás retornarán. El escritor,
superviviente de Auschwitz, lamentaba la pérdida de una actitud humana a la que
se refería como de “asombro ante la Creación”, un pasmo ante la existencia del
mundo, cuya desaparición habría arrastrado consigo la del respeto, la devoción,
la alegría y el amor por la vida. No faltará quien arguya, quizá con razón, que
se trata de una visión extremadamente pesimista, derivada quizá de una vivencia
personal y, por tanto, carente de objetividad. Incluso podría aducir en contra
de Kertész, el testimonio de otro superviviente, el psiquiatra Viktor Frankl,
quien cuenta como en una ocasión, tanto él como sus compañeros de barracón se
sintieron embargados por la hermosura de una puesta de sol (El hombre en busca de sentido,
Barcelona, Herder, 2004). En las terribles condiciones del Lager, unos internos a quienes se había relegado a la categoría de
subhumanos y cuya vida, mantenida en los límites de la estricta subsistencia,
podía finalizar a la menor muestra de flaqueza en una cámara de gas, mantenían
la capacidad de apreciar la belleza y deleitarse en su contemplación. Si miramos
un poco hacia atrás, podremos recordar que Frankl, aún tras la anexión de
Austria por la Alemania nazi, tuvo la oportunidad de escapar del horror.
Disponía de un visado para viajar a los Estados Unidos, pero, tras angustiosas
dudas, decidió no utilizarlo, ya que no podía llevar consigo a sus padres. No
era un iluso. Sabía que no los salvaría y que él mismo, con toda probabilidad,
correría su misma suerte. Pese a todo, escogió permanecer a su lado el mayor
tiempo posible. El Decálogo dice: “Honrarás a tu padre y a tu madre.”
¿Es
posible que ya no nos estremezca una noche estrellada o que hayamos dejado de
maravillarnos ante la capacidad humana para inventar recursos? Sin duda no es
así. Se trata, al igual que la compasión ante el sufrimiento, de emociones profundamente
arraigadas en el fondo de nuestra alma. Y sin embargo, Kertész tiene razón y
Frankl no solo no le contradice, sino que confirma su aserto. Hemos asistido en
nuestro tiempo a una radical desvalorización de la vida. Desde que el Estado se
atribuyó la potestad de decidir quiénes tienen derecho a la existencia y
utilizó las modernas técnicas de organización y de producción industrial para
fabricar cadáveres, ya nada ha vuelto a ser como antes. La derrota del nazismo
y el posterior hundimiento del comunismo no han conducido a un rearme moral de
la sociedad. Antes al contrario, se ha extendido un sentimiento de desánimo, de
apatía. Se diría que el horror es tan fuerte que no podemos soportarlo y que,
en consecuencia, solo aspiramos a ignorar el sufrimiento que acecha a nuestras
vidas. Se ha adueñado así de las conciencias un suave y adormecedor hedonismo,
que nos impide plantar cara a las realidades de la existencia. Antes los
enfermos morían en casa rodeados de familiares y amigos. Ahora, por lo general,
lo hacen en la fría sala de un hospital, conectados a complejos aparatos y con el
conocimiento perdido. No se me entienda mal. No estoy contra la medicina
moderna, pero hay algo que se nos ha hurtado en el cambio, algo que las
generaciones anteriores tenían siempre presente: el momento de la muerte. Puede
parecer paradójico, pero solo quien siente su cercanía tiene plena conciencia
del valor de la vida. Solo cuando somos conscientes de la fragilidad de la
existencia, de lo harto improbable que resulta el hecho de que nos encontremos
en este momento en el mundo, somos capaces de percibir la grandeza de la Creación
y de admirarnos ante ella. Del reconocimiento de nuestra miseria surge el
impulso que nos lleva a formular las grandes preguntas metafísicas y éticas;
pues solo quien teme perder la vida y, no obstante sabe que esta solo es
auténtica cuando se une indisolublemente a la dignidad y, por tanto, está
dispuesto a sacrificarla, la valora verdaderamente. Juan Pablo II, al exhibir
públicamente su dolor y su decadencia física, causó a no pocos un no siempre
disimulado desagrado, y no faltaron voces, a menudo ajenas a la Iglesia
Católica, que, so capa de una falsa piedad, le exhortaban a la abdicación. Les
hubiera gustado que el anciano ocultara sus padecimientos en el reducido
espacio privado, pues su presencia venía a recordar todo lo que inútilmente nos
esforzamos en olvidar, y nos obligaba a mirar de frente a nuestro destino. En
esta época de imágenes, el Pontífice osaba encarnar la del sufrimiento humano,
y elegía convertirse en heroico testigo de Jesús crucificado. Como Viktor
Frankl y sus compañeros de barracón que, hambrientos y extenuados, aún tenían
fuerzas para admirar la hermosura del crepúsculo, Juan Pablo II nos mostraba en
su fragilidad la grandeza del Creador.
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