09 septiembre 2012

Donatismo


Francisco Javier Bernad Morales

En contra de una idea ampliamente extendida, durante los primeros siglos de nuestra era, las persecuciones contra los cristianos, al principio considerados una secta judía, fueron a menudo de ámbito local e intermitentes, separadas por largos períodos de tolerancia. Solo cuando la nueva religión penetró profundamente en la sociedad romana, algunos emperadores intentaron enérgicamente erradicarla. El siglo III fue el período más difícil para la Iglesia. Tras el asesinato de Alejandro Severo (235) se inició un período de unos cincuenta años al que los historiadores han dado el nombre de anarquía militar, durante el que se sucedieron veintiséis emperadores. Durante este tiempo, las legiones se sublevaban repetidamente y, sin tener en cuenta al senado ni al resto de las instituciones, investían a sus mandos con la púrpura imperial. Las guerras civiles se sucedían en un marco dominado por las crisis de subsistencias y por graves epidemias, en tanto que los bárbaros presionaban cada vez con mayor fuerza en las fronteras. La población, expuesta al hambre, la guerra y la peste, reaccionó en dos maneras opuestas. Unos, desengañados de la ideología imperial y del paganismo, se refugiaron en religiones que, como el cristianismo o el mitraísmo, ofrecían una promesa  escatológica de salvación y predicaban una regeneración moral; otros, en cambio, achacaron los problemas al abandono de los cultos tradicionales por lo que intentaron restablecerlos. Hubo incluso un emperador, Filipo el Árabe (244-249), que fue tenido por algunos como cristiano, aunque probablemente se limitó a mostrar una amplia tolerancia. Su muerte en combate contra Decio, proclamado emperador por el ejército del Danubio, dio paso a una sangrienta persecución. Siguieron otras, entre las cuales la más sistemática y cruenta, pero también la última, fue la de Diocleciano (emperador entre el 284 y el 305).

Aunque los mártires fueron muy numerosos, debemos entender que abundaron también los cristianos que no tuvieron el valor de dar la vida por sus creencias. Unos, incluidos presbíteros y obispos, llegaron a entregar los libros sagrados y a sacrificar a los dioses y al emperador; otros, simplemente, a través de familiares o amigos, se procuraron certificados (libelli) de haberlo hecho. Se enfrentó entonces la Iglesia al problema  de cómo actuar frente a quienes habían flaqueado. En las provincias de África y Numidia (grosso modo Argelia y Túnez) donde existía ya una tradición de inflexibilidad ante los pecadores, que se había manifestado en la herejía montanista a la que llegó a adherirse Tertuliano; Donato, obispo de Cartago, sostuvo que solo los sacerdotes de conducta intachable podían administrar los sacramentos y que quienes habían cedido en la persecución quedaban excluidos de la Iglesia. Negaba así el sacramento de la reconciliación. Frente a él, la Gran Iglesia afirmó no solo que los pecados pueden ser perdonados, sino también que los sacramentos tienen valor objetivo por lo que su eficacia no depende de la virtud de los ministros. Con todo, el donatismo se mantuvo fuerte y llegó a organizarse como una iglesia paralela a la que se enfrentó con firmeza San Agustín. Los más extremistas llegaron a constituir grupos armados, los circumcelliones, que hostigaban no solo a los católicos (intentaron asesinar a San Posidio), sino a las autoridades imperiales.

El donatismo se manifiesta no solo como un movimiento herético, sino también como una fuerza de resistencia frente a la dominación romana. Parece significativo que las regiones en que las diversas herejías (nestorianismo, monofisismo, donatismo, arrianismo) habían arraigado con más fuerza fueron las que más rápidamente sucumbieron ante el avance islámico del siglo VII. Obligados a elegir entre el rigor del gobernante ortodoxo y la tolerancia del califa musulmán, lógicamente poco interesado en las querellas teológicas cristianas, prefirieron al segundo.

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