Francisco Javier Bernad Morales
En
contra de una idea ampliamente extendida, durante los primeros siglos de
nuestra era, las persecuciones contra los cristianos, al principio considerados
una secta judía, fueron a menudo de ámbito local e intermitentes, separadas por
largos períodos de tolerancia. Solo cuando la nueva religión penetró
profundamente en la sociedad romana, algunos emperadores intentaron
enérgicamente erradicarla. El siglo III fue el período más difícil para la
Iglesia. Tras el asesinato de Alejandro Severo (235) se inició un período de
unos cincuenta años al que los historiadores han dado el nombre de anarquía militar, durante el que se
sucedieron veintiséis emperadores. Durante este tiempo, las legiones se
sublevaban repetidamente y, sin tener en cuenta al senado ni al resto de las
instituciones, investían a sus mandos con la púrpura imperial. Las guerras
civiles se sucedían en un marco dominado por las crisis de subsistencias y por
graves epidemias, en tanto que los bárbaros presionaban cada vez con mayor fuerza
en las fronteras. La población, expuesta al hambre, la guerra y la peste,
reaccionó en dos maneras opuestas. Unos, desengañados de la ideología imperial
y del paganismo, se refugiaron en religiones que, como el cristianismo o el
mitraísmo, ofrecían una promesa
escatológica de salvación y predicaban una regeneración moral; otros, en
cambio, achacaron los problemas al abandono de los cultos tradicionales por lo
que intentaron restablecerlos. Hubo incluso un emperador, Filipo el Árabe
(244-249), que fue tenido por algunos como cristiano, aunque probablemente se
limitó a mostrar una amplia tolerancia. Su muerte en combate contra Decio,
proclamado emperador por el ejército del Danubio, dio paso a una sangrienta persecución.
Siguieron otras, entre las cuales la más sistemática y cruenta, pero también la
última, fue la de Diocleciano (emperador entre el 284 y el 305).
Aunque
los mártires fueron muy numerosos, debemos entender que abundaron también los
cristianos que no tuvieron el valor de dar la vida por sus creencias. Unos,
incluidos presbíteros y obispos, llegaron a entregar los libros sagrados y a
sacrificar a los dioses y al emperador; otros, simplemente, a través de
familiares o amigos, se procuraron certificados (libelli) de haberlo hecho. Se enfrentó entonces la Iglesia al
problema de cómo actuar frente a quienes
habían flaqueado. En las provincias de África y Numidia (grosso modo Argelia y Túnez) donde existía ya una tradición de
inflexibilidad ante los pecadores, que se había manifestado en la herejía
montanista a la que llegó a adherirse Tertuliano; Donato, obispo de Cartago,
sostuvo que solo los sacerdotes de conducta intachable podían administrar los
sacramentos y que quienes habían cedido en la persecución quedaban excluidos de
la Iglesia. Negaba así el sacramento de la reconciliación. Frente a él, la Gran
Iglesia afirmó no solo que los pecados pueden ser perdonados, sino también que
los sacramentos tienen valor objetivo por lo que su eficacia no depende de la
virtud de los ministros. Con todo, el donatismo se mantuvo fuerte y llegó a
organizarse como una iglesia paralela a la que se enfrentó con firmeza San
Agustín. Los más extremistas llegaron a constituir grupos armados, los circumcelliones, que hostigaban no solo
a los católicos (intentaron asesinar a San Posidio), sino a las autoridades
imperiales.
El
donatismo se manifiesta no solo como un movimiento herético, sino también como
una fuerza de resistencia frente a la dominación romana. Parece significativo
que las regiones en que las diversas herejías (nestorianismo, monofisismo,
donatismo, arrianismo) habían arraigado con más fuerza fueron las que más
rápidamente sucumbieron ante el avance islámico del siglo VII. Obligados a
elegir entre el rigor del gobernante ortodoxo y la tolerancia del califa musulmán,
lógicamente poco interesado en las querellas teológicas cristianas, prefirieron
al segundo.
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