Francisco Javier Bernad Morales
Ya me he referido en otras ocasiones a la
magnífica novela de Vasili Grossman, Vida
y destino. En ella, la
batalla de Stalingrado constituye el eje sobre el que se articula un magnífico
despliegue de personajes, que luchan, aman, mueren o sobreviven, enfrentándose
y adaptándose a la cotidiana presencia del horror; no solo del ligado de modo
inevitable a toda guerra, sino aún más, al del totalitarismo, al de la
aniquilación de la conciencia por el miedo y la desconfianza. Las reacciones
son múltiples y no siempre excluyentes: heroísmo, abyección, rebeldía... Pero
hay una que me ha llamado poderosamente la atención: la de Ikónnikov-Morzh, el
prisionero ruso a quien sus compañeros del campo consideran poco menos que un
loco extraviado por la mística tolstoiana. Nada mejor que copiar sus palabras
cuando descubre que lo que los presos están construyendo para los alemanes son
cámaras de gas:
"-Sí, eso es lo que dice Míjail Sidorovich, pero yo no quiero
la absolución de mis pecados. No digas que son culpables los que te obligan,
que tú eres un esclavo, y que no eres culpable porque no eres libre. ¡Yo soy
libre! Soy yo el que está construyendo un Vernichtungslager, yo el que responde ante la gente que morirá en
las cámaras de gas. Yo puedo decir: ¡No! ¿Qué poder puede prohibírmelo si
encuentro dentro de mí la fuerza para no tener miedo a la muerte?"
Frente al viejo comunista Mijaíl Sídorovich,
ocupado en organizar dentro del campo una red de resistencia, pero que no se
siente concernido por el trabajo forzado que realiza, Ikónnikov alza el grito
de una libertad íntima, ante la que el totalitarismo es enteramente impotente.
Entre la vida y la libertad, elige esta última y con ella la dignidad. Se niega
a fingir que no es responsable ante las víctimas, pues sabe que estas son seres
humanos que tienen rostros y sentimientos y que frente a su mirada no cabe
escudarse en una obediencia debida o impuesta. Ejerce así la rebeldía suprema
de rechazar una orden impía. Se niega a ser esclavo, pues su conciencia no
puede aceptar la participación en una obra inicua. Aún en el Lager es libre, pues mantiene la
voluntad de decidir su destino. Sabe que así se condena a morir, pero también
que hay males mucho peores que la muerte.
Al obrar así, Ikónnikov nos interroga a todos.
Nos fuerza a mirar en nuestro interior y a examinar nuestra conciencia en una
dolorosa introspección en la que a menudo no encontraremos más que las mil y
una excusas con las que intentamos justificar lo que no es otra cosa que
cobardía. Pero el cobarde, nos recuerda, ahondando en nuestra miseria, no es
inocente. Queda siempre la posibilidad de rechazar la infamia, de negarse a ser
esclavo.
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