De manera obvia, algunos de los elementos utilizados por Vasili Aksiónov para dibujar el personaje de Nikita Borísovich Grádov, en la trilogía Una saga moscovita (Barcelona, La otra orilla, 2010), están tomados de la vida de Konstantin Rokosovski. Al igual que este, Nikita, tras ocupar un alto cargo militar, es arrestado en 1938, durante la purga que costó la vida entre otros muchos al mariscal Tujachevski, y enviado a un campo de trabajo, del que solo saldrá cuando la ofensiva alemana sobre Moscú, fuerce a Stalin a recurrir a los mandos represaliados. Parece, al menos eso sostiene Aksiónov, que fue el general Zhúkov, quien en el momento más difícil de la guerra, convenció a Iósif Vissarionóvich de la necesidad de recuperar a militares experimentados. Así, directamente desde el gulag, estos oficiales, tras un breve período de convalecencia, pasan a ocupar el mando de los ejércitos que se enfrentarán victoriosamente al invasor. Es difícil entender lo que pudo pasar por la mente de aquellos hombres súbitamente rehabilitados.
En el caso
del personaje ficticio, es, sin duda, el patriotismo lo que le empuja a aceptar
el mando. Alistado muy joven contra la voluntad de su padre en el ejército
Rojo, hace tiempo que perdió la fe en la Revolución; cuando, infiltrado como
espía escuchó y comprendió las razones de los marineros sublevados en
Krondstadt y, sobre todo, cuando contempló la extrema crueldad de una represión
que, conviene recordarlo, no fue dirigida por Stalin, sino por Trotski. Si Nikita,
tras eso, continuó en el ejército, lo hizo por fidelidad a su país, y por ese
mismo sentimiento ahora aceptaba el mando; soñando, en su interior que la
victoria puede llevar a la caída del régimen soviético. Pese a haberse formado
en los combates revolucionarios, viven en él los viejos conceptos del honor,
transmitidos por su madre Mary y por su padre, el eminente médico Borís Grádov.
No me
parece que ese sea el caso de su paredro Rokosovski. Este, aunque lejano
descendiente de la nobleza polaca, carece del sólido anclaje familiar de Nikita
Grádov. Huérfano en la adolescencia, se ha visto, antes de que el torbellino
revolucionario lo arrasara todo, obligado a ganarse la vida como aprendiz en la
construcción. Ni siquiera su nacionalidad está fuera de duda. Como al parecer
comentó en una ocasión: “Soy ruso para los polacos y polaco para los rusos.” No
es seguramente el patriotismo lo que le mueve, sino con más probabilidad, la
lealtad al ideal revolucionario; quizá incluso la fidelidad a Stalin. Muchos
testimonios, entre ellos el de Evgenia Guinzburg, la madre de Aksiónov, nos
indican que muchos deportados, pese a las injusticias y a las vejaciones,
mantenían intacta la confianza en el líder de los trabajadores, en el faro de
los pueblos.
Antes de
continuar, un inciso acerca de Borís Grádov nos permitirá entender el tipo de
valores prerrevolucionarios que conforman esa manera especial de situarse en el
mundo, de la que participa toda la familia, incluidos Kiril, el hijo menor,
comunista convencido, que reencontrará el cristianismo en el campo de trabajo,
y la sensible Nina, valerosa trotskista en los años veinte y escritora de
éxito. En razón de su prestigio, en 1925 Borís, es convocado para dictaminar
sobre el tratamiento que debe seguirse con el general Frunze. Los dirigentes
del Partido, instigados por Stalin, sostienen que es necesaria una intervención
quirúrgica, algo que a él le parece innecesario y peligroso. Pese a las
presiones mantiene su dictamen, pero no puede evitar la claudicación del resto
del equipo y, relegado en el quirófano, es testigo del asesinato. No siente
ninguna simpatía por Frunze al que sabe culpable de numerosas muertes, pero
para su conciencia se trata de un paciente al que como médico debe hacer lo
posible por salvar. Durante el resto de su vida a Boris le atormentará el
recuerdo de ese momento en que sus compañeros faltaron al más sagrado de los
deberes y él no fue capaz de oponerse. Por eso, ya anciano, poco antes de la
muerte de Stalin, cuando se inicie la campaña de persecución de los médicos
judíos, tomará la palabra y defenderá públicamente la honradez, la inocencia y
la valía profesional de los acusados. Al proclamar la verdad, a sabiendas de
que puede perder la vida, se redime del silencio mantenido treinta años atrás.
Volvamos
ahora a Nikita. Lo encontramos junto a los más altos mandos militares en una
reunión presidida por Stalin y a la que también asisten Beria, Molotov y
Malenkov. El autócrata expone los planes de ataque de la que será conocida como
Operación Bagration, y, ante el estupor general, Grádov osa contradecirle. Con
tranquilidad explica que hay otra forma más eficaz de desarrollar la ofensiva.
Stalin insiste y le exige que se retire a recapacitar. Hasta tres veces, Nikita
se enfrentará con el todopoderoso Secretario General, quien, contra todo
pronóstico, y cuando todos aguardan una destitución fulminante, quizá seguida
de fusilamiento, lo felicita por su firmeza y adopta sus ideas. Se trata de un
hecho real, aunque el protagonista fue Konstantin Rokosovski. De nuevo
encontramos que las motivaciones del personaje ficticio son más claras que la
de su trasunto real. Nikita Borísovich no aspira tan solo a la victoria, sino
que desea que esta se alcance con el menor coste en vidas humanas. Nada tiene
que ver esta doctrina con la imperante en el ejército soviético y de la que,
mientras no se demuestre lo contrario, participaba Rokosovski: una versión
actualizada de aquella máxima que se atribuye a Federico II de Prusia, según la
cual el soldado debe temer más a sus oficiales que al enemigo. Una práctica que
llevaba a que tras las tropas, avanzaran comisarios del NKVD, con la misión de
disparar contra quienes flaquearan, y que condenaba a muerte o al gulag a los
que habían tenido la desgracia de caer prisioneros de los alemanes.
Cuando el
avance victorioso llega a Polonia, de nuevo surge el paralelismo entre los
generales Rokosovski y Grádov. Sabemos que al aproximarse las tropas soviéticas
al Vístula, el Armia Krajowa, la mayor y mejor organizada fuerza de resistencia
de la Europa ocupada, se adueña de una parte de Varsovia. Durante semanas los
partisanos combaten a los nazis, mientras que las fuerzas de Rokosovski, por
orden de Stalin, se detienen a la orilla derecha del río. Transcurren dos
meses, durante los cuales el general de origen polaco contempla como las SS
terminan con los sublevados y destruyen la ciudad. En tanto, en la retaguardia,
en las tierras liberadas, el NKVD se encarga de liquidar a los guerrilleros del
Armia Krajowa. Se dice que Rokosovski desaprobaba en su fuero interno la
decisión de Stalin, pero no hay ninguna prueba de ello. No podemos conocer sus
pensamientos, solo sus acciones.
En
contraste, su paralelo en la ficción, no solo castiga a los soldados soviéticos
que cometen excesos contra la población civil, sino que incluso ofrece a una
división del Armia Krajowa la posibilidad de huir a Suecia sin siquiera
entregar las armas. Para él son combatientes, compañeros de armas, y no está
dispuesto a colaborar con una indignidad. Traspasa así todos los límites y solo
el hecho fortuito de que le destroce una bomba alemana impide que sea el NKVD
quien le dé muerte. Naturalmente, el general, héroe de la Unión Soviética, es
enterrado en Moscú con todos los honores.
Rokosovski,
independientemente de cual hubiera sido su juicio sobre la actuación de Stalin
ante Varsovia, continuó su carrera. Colaboró eficazmente en la represión contra
el Armia Krajowa, y aún en 1956 ordenó a sus tropas que dispararan contra la multitud para
sofocar los disturbios de Poznan.
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