Francisco Javier Bernad Morales
Antígona
es, ante todo, un recuerdo de la infancia, de aquellas veladas en que, tras la
cena, nuestro padre nos relataba las historias de un mundo ideal poblado por
dioses y por héroes. Su voz se modulaba de tal manera, ora tranquila como un
anchuroso remanso, ora, cual impetuoso torrente, entrecortada, que a su compás
mi ánimo pasaba del sosiego a la exaltación. Mi imaginación desbordada acudía
entonces al encuentro de Héctor, Aquiles, Ulises, Diómedes y los dos Áyax, y se
batía junto a ellos ante los muros de Ilión. Pero aún más que estas belicosas
fantasías, me impresionaba el triste destino del linaje de Layo. Ahora,
endurecido por los años, me cuesta rememorar la angustia y la compasión que
entonces me embargaban ante el relato de la suerte de Antígona. Sensaciones en
todo caso similares a las que en mí suscitaban los sacrificios de Ifigenia y de
la hija de Jefté.
Pronto,
cuando leí la tragedia de Sófocles, me impresionó el primer estásimo, ese que
comienza: “Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que
el hombre”; y continúa cantando la capacidad humana para dominar la naturaleza,
antes de concluir de una manera inquietante: “Poseyendo una habilidad superior
a lo que se puede uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos, la encamina
unas veces al mal, otras veces al bien.”
Antígona,
aún más que Edipo o Electra, ha fascinado a estudiosos y poetas. De ella se han
ocupado, entre otros, Hegel, Hölderlin, Anouilh o Steiner. Pero, ¿qué hay en
ella para que tras más de dos milenios, aún desafíe a la razón y conmueva a la sensibilidad? Cada
época o cada lector ha dado su propia respuesta y ha reelaborado el mito en un
proceso nunca finalizado. El gesto de Antígona, al dar sepultura ritual a su
hermano Polinices, en contra de la orden de Creonte, manifiesta el conflicto
entre las obligaciones familiares y las leyes, entre el oikos (el ámbito familiar) y la poleis
(el espacio público) y consiguientemente, para la sociedad patriarcal
tradicional, entre lo femenino y lo masculino.
Creonte
intenta zanjar el conflicto fratricida que ha llevado a la muerte a Eteocles y
a Polínices, de una manera política. En su visión, el segundo,
independientemente de la verdad de su agravio, ha incurrido en un crimen al
dirigir contra la ciudad a un ejército extranjero. Por eso, su alma no merece
el descanso que alcanzaría si su cuerpo fuera sepultado. A Antígona, por su
parte, tampoco le importan las razones que aquel pudiera tener para proceder así, pues los principios que
rigen sus actos son anteriores o externos a la política. Los dos muertos son
sus hermanos y con eso basta para que ambos merezcan honras fúnebres. No cabe,
como pretende Creonte, dárselas tan solo a uno de ellos. Ya en un episodio
anterior, recogido en la tragedia Edipo
en Colono, Antígona había dado muestras de su piedad filial al acompañar a
su padre ciego en el destierro. Ahora, desafía a Creonte y elige arriesgar la
vida antes que omitir un deber fraterno. Ante los razonamientos con que el rey
intenta explicarle que un hermano murió asaltando la ciudad y el otro
defendiéndola, por lo cual merecen distinto tratamiento, ella opone un rotundo:
“Mi persona no está hecha para compartir el odio, sino el amor.”
En
nuestros días, Antígona aún representa el coraje de aquellos que consideran la
justicia más importante que la ley y, ante órdenes impías, deciden seguir la propia conciencia en
lugar de escudarse cobardemente en la obediencia debida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario