07 septiembre 2012

Antígona


Francisco Javier Bernad Morales

Antígona es, ante todo, un recuerdo de la infancia, de aquellas veladas en que, tras la cena, nuestro padre nos relataba las historias de un mundo ideal poblado por dioses y por héroes. Su voz se modulaba de tal manera, ora tranquila como un anchuroso remanso, ora, cual impetuoso torrente, entrecortada, que a su compás mi ánimo pasaba del sosiego a la exaltación. Mi imaginación desbordada acudía entonces al encuentro de Héctor, Aquiles, Ulises, Diómedes y los dos Áyax, y se batía junto a ellos ante los muros de Ilión. Pero aún más que estas belicosas fantasías, me impresionaba el triste destino del linaje de Layo. Ahora, endurecido por los años, me cuesta rememorar la angustia y la compasión que entonces me embargaban ante el relato de la suerte de Antígona. Sensaciones en todo caso similares a las que en mí suscitaban los sacrificios de Ifigenia y de la  hija de Jefté.

Pronto, cuando leí la tragedia de Sófocles, me impresionó el primer estásimo, ese que comienza: “Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre”; y continúa cantando la capacidad humana para dominar la naturaleza, antes de concluir de una manera inquietante: “Poseyendo una habilidad superior a lo que se puede uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos, la encamina unas veces al mal, otras veces al bien.”

Antígona, aún más que Edipo o Electra, ha fascinado a estudiosos y poetas. De ella se han ocupado, entre otros, Hegel, Hölderlin, Anouilh o Steiner. Pero, ¿qué hay en ella para que tras más de dos milenios, aún desafíe  a la razón y conmueva a la sensibilidad? Cada época o cada lector ha dado su propia respuesta y ha reelaborado el mito en un proceso nunca finalizado. El gesto de Antígona, al dar sepultura ritual a su hermano Polinices, en contra de la orden de Creonte, manifiesta el conflicto entre las obligaciones familiares y las leyes, entre el oikos (el ámbito familiar) y la poleis (el espacio público) y consiguientemente, para la sociedad patriarcal tradicional, entre lo femenino y lo masculino.

Creonte intenta zanjar el conflicto fratricida que ha llevado a la muerte a Eteocles y a Polínices, de una manera política. En su visión, el segundo, independientemente de la verdad de su agravio, ha incurrido en un crimen al dirigir contra la ciudad a un ejército extranjero. Por eso, su alma no merece el descanso que alcanzaría si su cuerpo fuera sepultado. A Antígona, por su parte, tampoco le importan las razones que aquel pudiera tener  para proceder así, pues los principios que rigen sus actos son anteriores o externos a la política. Los dos muertos son sus hermanos y con eso basta para que ambos merezcan honras fúnebres. No cabe, como pretende Creonte, dárselas tan solo a uno de ellos. Ya en un episodio anterior, recogido en la tragedia Edipo en Colono, Antígona había dado muestras de su piedad filial al acompañar a su padre ciego en el destierro. Ahora, desafía a Creonte y elige arriesgar la vida antes que omitir un deber fraterno. Ante los razonamientos con que el rey intenta explicarle que un hermano murió asaltando la ciudad y el otro defendiéndola, por lo cual merecen distinto tratamiento, ella opone un rotundo: “Mi persona no está hecha para compartir el odio, sino el amor.”

En nuestros días, Antígona aún representa el coraje de aquellos que consideran la justicia más importante que la ley y, ante órdenes impías, deciden seguir la propia conciencia en lugar de escudarse cobardemente en la obediencia debida.

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