22 septiembre 2012

Un destino trágico


Francisco Javier Bernad Morales

A menudo los occidentales parecemos olvidar que la deposición de Rómulo Augústulo por Odoacro en el año 476, no marca el final del Imperio Romano, sino tan solo de la pars occidentalis. Constantinopla, la nueva Roma, se mantuvo aún a lo largo de casi mil años, hasta que a su vez cayó ante el avance turco. Obviamente, en un tiempo tan dilatado fueron muchas las transformaciones que experimentó. Entre ellas, una progresiva helenización, que la alejó paulatinamente de unos orígenes que, sin embargo, nunca llegó a olvidar. La incomprensión y desconfianza mutua entre el imperio Oriental, al que conocemos como Bizantino, y los reinos surgidos en occidente para los que Roma se erigió en centro espiritual, no hizo sino aumentar, produciendo entre otras consecuencias la ruptura de la Iglesia. Constantinopla se convierte en el núcleo de la rica Cristiandad Ortodoxa, desde donde parten las misiones que evangelizarán a los rusos, a los búlgaros, a los serbios y a muchos otros pueblos.
En esta larga historia no faltan, como es natural, los períodos de crisis en que todo parece derrumbarse, pero con  ellos alternan, hasta el hundimiento final, otros de renovado vigor, en que el Imperio adquiere nueva cohesión y se muestra capaz de reorganizarse para hacer frente a sus enemigos. Uno de los momentos cruciales se produce en el siglo VII durante el reinado del emperador Heraclio, quien tras frenar el caos y la descomposición, hubo de ver como todo lo conseguido por medio de un ímprobo y valeroso esfuerzo, parecía de nuevo venirse abajo.
Explicaremos ahora brevemente las circunstancias que condujeron a Heraclio al poder y los problemas a que hubo de enfrentarse.
En el año 602, el ejército, descontento con la política rigurosa y austera del emperador Mauricio, se sublevó bajo el mando de Focas, un oficial de no muy alta graduación. Las tropas ocuparon la capital, apoyadas al parecer por la facción verde del hipódromo[1],  y Mauricio y sus cinco hijos fueron asesinados. Comenzó así el reinado de Focas, caracterizado por actuaciones brutales y por la incapacidad para afrontar los ataques exteriores. El emperador sasánida Cosroes II se erigió en vengador de Mauricio y sus ejércitos invadieron Asia Menor, llegando a tomar la ciudad de Calcedonia; en tanto que por la desguarnecida frontera del Danubio se infiltraban tribus eslavas y, lo que resultó mucho más peligroso, los ávaros, un pueblo de lengua turca procedente de Asia Central.
Ante el desmoronamiento generalizado, el exarca de Cartago se sublevó y envió a Constantinopla una flota mandada por su hijo Heraclio, quien se apoderó de la capital sin apenas oposición y fue coronado emperador (610). La situación era desesperada, pues Cosroes se negó a reconocer a Heraclio y continuó la ofensiva en tanto que los ávaros se aproximaban a Constantinopla.  Sucesivamente cayeron en poder de los persas Antioquía, Damasco, Tarso y, lo más doloroso, Jerusalén (614), donde estos se apoderaron de la reliquia de la Vera Cruz, que trasladaron Ctesifonte, su capital. No concluyeron aquí los reveses. En el 619, también Egipto fue conquistado por Cosroes.
El Imperio parecía abocado a un inminente final, pero Heraclio estaba decidido a continuar la lucha. Contó para ello con la inestimable colaboración del patriarca Sergio. En lugar de intentar recuperar el territorio perdido, inició una marcha por las regiones montañosas de Armenia con intención de atacar el corazón del imperio enemigo. En el 626, mientras el emperador intentaba consolidar su posición en aquellas lejanas regiones, Constantinopla hubo de sufrir el ataque conjunto de ávaros y sasánidas. Ante ello, Heraclio decidió continuar su avance y delegar la defensa de la capital en el patriarca Sergio, quien consiguió galvanizar a la población en un ambiente de gran exaltación religiosa. Un año después, Heraclio alcanzó una victoria aplastante en Mesopotamia, de resultas de la cual, Cosroes fue depuesto y ejecutado por su propio hijo. Los sasánidas hubieron de devolver todas las provincias conquistadas y reconocer la soberanía bizantina en Armenia, así como restituir la Vera Cruz. Por su parte, los ávaros, rechazados ante Constantinopla, se retiraron hacia la llanura de Panonia. En el 630, tras tan larga lucha Heraclio retornaba triunfante a su capital.
El emperador era consciente de que la desafección de los monofisitas había facilitado las conquistas persas en Siria. Por tal motivo, de acuerdo con el patriarca Sergio, intentó dar con una fórmula teológica de compromiso que pudiera ser aceptada tanto por ellos como por los ortodoxos calcedonios.  Surgió así el monotelismo, doctrina según la cual en Cristo hay dos naturalezas, pero una sola voluntad divino-humana. Contra lo esperado a nadie satisfizo la solución: los monofisitas la rechazaron por insuficiente, en tanto que los calcedonios la consideraron herética. Por otra parte, el desarrollo de los acontecimientos hizo pronto superfluo todo intento de aproximación.
En efecto, absortos en su enfrentamiento a muerte, ni bizantinos ni sasánidas habían reparado en las profundas transformaciones que en tanto experimentaba Arabia, un territorio considerado marginal. Desde el 630 comienzan a producirse escaramuzas de escasa importancia entre los ejércitos imperiales y las avanzadillas musulmanas en Siria y el Négev. Son solo el preludio de la gran batalla de Yarmuk (634), en que los bizantinos caen completamente derrotados. En muy poco tiempo, todos los territorios reconquistados por Heraclio a los sasánidas se pierden, ahora de manera definitiva. Sus habitantes estaban exhaustos tras tantos años de guerra y por los elevados impuestos exigidos para financiarla. Tanto la población monofisita como los judíos, cuyo bautismo forzoso había decretado el emperador, acogieron con alivio a los nuevos dominadores. El Imperio Sasánida, también vencido, fue totalmente conquistado.
Bizancio sobrevivió, pero reducido a los Balcanes y Asia Menor, más algunas posesiones en Italia. La adopción por Heraclio del título helénico de basileus, en lugar de los romanos de augusto o césar, así como el abandono del latín en la documentación oficial testimonian esta primera gran transformación. A ella se une la reforma administrativa culminada por sus sucesores, dirigida a unir en las provincias las autoridades civil y militar, y a crear asentamientos de soldados-campesinos preparados para una lucha defensiva.
En su vida privada, Heraclio también hubo de hacer frente a graves conflictos. Tras enviudar de Eudocia, su primera esposa, contrajo con su sobrina Martina un matrimonio considerado incestuoso por gran número de monjes y al que se opuso incluso el patriarca Sergio. A su muerte (640) dispuso que le sucedieran en el trono, gobernando conjuntamente, su primogénito Constancio, nacido de Eudocia, y Heracleonas, hijo de Martina. La pronta muerte del primero, hizo que corriera el rumor de que Martina le había envenenado, lo que ocasionó una revuelta. Heracleonas fue depuesto y sufrió la mutilación de la nariz, en tanto que a su madre le cortaron la lengua.




[1] En Constantinopla existía una gran afición a las carreras del hipódromo. Había en ellas dos equipos principales conocidos como “azules” y “verdes”, por los colores con que vestían sus aurigas. La rivalidad no era solo deportiva, pues mientras los seguidores de los azules eran mayoritariamente ortodoxos, los verdes se identificaban con los monofisitas. Los altercados entre unos y otros eran muy frecuentes y a menudo sangrientos.

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