Francisco Javier Bernad Morales
A
menudo los occidentales parecemos olvidar que la deposición de Rómulo Augústulo
por Odoacro en el año 476, no marca el final del Imperio Romano, sino tan solo
de la pars occidentalis. Constantinopla,
la nueva Roma, se mantuvo aún a lo largo de casi mil años, hasta que a su vez
cayó ante el avance turco. Obviamente, en un tiempo tan dilatado fueron muchas
las transformaciones que experimentó. Entre ellas, una progresiva helenización,
que la alejó paulatinamente de unos orígenes que, sin embargo, nunca llegó a
olvidar. La incomprensión y desconfianza mutua entre el imperio Oriental, al
que conocemos como Bizantino, y los reinos surgidos en occidente para los que
Roma se erigió en centro espiritual, no hizo sino aumentar, produciendo entre
otras consecuencias la ruptura de la Iglesia. Constantinopla se convierte en el
núcleo de la rica Cristiandad Ortodoxa, desde donde parten las misiones que
evangelizarán a los rusos, a los búlgaros, a los serbios y a muchos otros pueblos.
En esta
larga historia no faltan, como es natural, los períodos de crisis en que todo
parece derrumbarse, pero con ellos
alternan, hasta el hundimiento final, otros de renovado vigor, en que el
Imperio adquiere nueva cohesión y se muestra capaz de reorganizarse para hacer
frente a sus enemigos. Uno de los momentos cruciales se produce en el siglo VII
durante el reinado del emperador Heraclio, quien tras frenar el caos y la
descomposición, hubo de ver como todo lo conseguido por medio de un ímprobo y
valeroso esfuerzo, parecía de nuevo venirse abajo.
Explicaremos
ahora brevemente las circunstancias que condujeron a Heraclio al poder y los
problemas a que hubo de enfrentarse.
En el
año 602, el ejército, descontento con la política rigurosa y austera del
emperador Mauricio, se sublevó bajo el mando de Focas, un oficial de no muy
alta graduación. Las tropas ocuparon la capital, apoyadas al parecer por la
facción verde del hipódromo[1], y Mauricio y sus cinco hijos fueron
asesinados. Comenzó así el reinado de Focas, caracterizado por actuaciones
brutales y por la incapacidad para afrontar los ataques exteriores. El
emperador sasánida Cosroes II se erigió en vengador de Mauricio y sus ejércitos
invadieron Asia Menor, llegando a tomar la ciudad de Calcedonia; en tanto que
por la desguarnecida frontera del Danubio se infiltraban tribus eslavas y, lo
que resultó mucho más peligroso, los ávaros, un pueblo de lengua turca
procedente de Asia Central.
Ante el
desmoronamiento generalizado, el exarca de Cartago se sublevó y envió a
Constantinopla una flota mandada por su hijo Heraclio, quien se apoderó de la
capital sin apenas oposición y fue coronado emperador (610). La situación era
desesperada, pues Cosroes se negó a reconocer a Heraclio y continuó la ofensiva
en tanto que los ávaros se aproximaban a Constantinopla. Sucesivamente cayeron en poder de los persas
Antioquía, Damasco, Tarso y, lo más doloroso, Jerusalén (614), donde estos se
apoderaron de la reliquia de la Vera Cruz, que trasladaron Ctesifonte, su
capital. No concluyeron aquí los reveses. En el 619, también Egipto fue
conquistado por Cosroes.
El
Imperio parecía abocado a un inminente final, pero Heraclio estaba decidido a
continuar la lucha. Contó para ello con la inestimable colaboración del
patriarca Sergio. En lugar de intentar recuperar el territorio perdido, inició
una marcha por las regiones montañosas de Armenia con intención de atacar el
corazón del imperio enemigo. En el 626, mientras el emperador intentaba
consolidar su posición en aquellas lejanas regiones, Constantinopla hubo de
sufrir el ataque conjunto de ávaros y sasánidas. Ante ello, Heraclio decidió
continuar su avance y delegar la defensa de la capital en el patriarca Sergio,
quien consiguió galvanizar a la población en un ambiente de gran exaltación
religiosa. Un año después, Heraclio alcanzó una victoria aplastante en
Mesopotamia, de resultas de la cual, Cosroes fue depuesto y ejecutado por su
propio hijo. Los sasánidas hubieron de devolver todas las provincias
conquistadas y reconocer la soberanía bizantina en Armenia, así como restituir
la Vera Cruz. Por su parte, los ávaros, rechazados ante Constantinopla, se
retiraron hacia la llanura de Panonia. En el 630, tras tan larga lucha Heraclio
retornaba triunfante a su capital.
El
emperador era consciente de que la desafección de los monofisitas había
facilitado las conquistas persas en Siria. Por tal motivo, de acuerdo con el
patriarca Sergio, intentó dar con una fórmula teológica de compromiso que
pudiera ser aceptada tanto por ellos como por los ortodoxos calcedonios. Surgió así el monotelismo, doctrina según la
cual en Cristo hay dos naturalezas, pero una sola voluntad divino-humana.
Contra lo esperado a nadie satisfizo la solución: los monofisitas la rechazaron
por insuficiente, en tanto que los calcedonios la consideraron herética. Por
otra parte, el desarrollo de los acontecimientos hizo pronto superfluo todo
intento de aproximación.
En
efecto, absortos en su enfrentamiento a muerte, ni bizantinos ni sasánidas
habían reparado en las profundas transformaciones que en tanto experimentaba Arabia,
un territorio considerado marginal. Desde el 630 comienzan a producirse
escaramuzas de escasa importancia entre los ejércitos imperiales y las
avanzadillas musulmanas en Siria y el Négev. Son solo el preludio de la gran
batalla de Yarmuk (634), en que los bizantinos caen completamente derrotados.
En muy poco tiempo, todos los territorios reconquistados por Heraclio a los
sasánidas se pierden, ahora de manera definitiva. Sus habitantes estaban
exhaustos tras tantos años de guerra y por los elevados impuestos exigidos para
financiarla. Tanto la población monofisita como los judíos, cuyo bautismo
forzoso había decretado el emperador, acogieron con alivio a los nuevos
dominadores. El Imperio Sasánida, también vencido, fue totalmente conquistado.
Bizancio
sobrevivió, pero reducido a los Balcanes y Asia Menor, más algunas posesiones
en Italia. La adopción por Heraclio del título helénico de basileus, en lugar de los romanos de augusto o césar, así como el
abandono del latín en la documentación oficial testimonian esta primera gran
transformación. A ella se une la reforma administrativa culminada por sus
sucesores, dirigida a unir en las provincias las autoridades civil y militar, y
a crear asentamientos de soldados-campesinos preparados para una lucha
defensiva.
En su
vida privada, Heraclio también hubo de hacer frente a graves conflictos. Tras
enviudar de Eudocia, su primera esposa, contrajo con su sobrina Martina un
matrimonio considerado incestuoso por gran número de monjes y al que se opuso
incluso el patriarca Sergio. A su muerte (640) dispuso que le sucedieran en el
trono, gobernando conjuntamente, su primogénito Constancio, nacido de Eudocia,
y Heracleonas, hijo de Martina. La pronta muerte del primero, hizo que corriera
el rumor de que Martina le había envenenado, lo que ocasionó una revuelta.
Heracleonas fue depuesto y sufrió la mutilación de la nariz, en tanto que a su
madre le cortaron la lengua.
[1] En Constantinopla existía una
gran afición a las carreras del hipódromo. Había en ellas dos equipos
principales conocidos como “azules” y “verdes”, por los colores con que vestían
sus aurigas. La rivalidad no era solo deportiva, pues mientras los seguidores
de los azules eran mayoritariamente ortodoxos, los verdes se identificaban con
los monofisitas. Los altercados entre unos y otros eran muy frecuentes y a
menudo sangrientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario