Francisco Javier Bernad Morales
Se aproxima la
noche. Unos humildes cabreros comparten su cena con Don Quijote y Sancho.
Tasajo de cabra, queso y bellotas, y,
para alegrar el ánimo, un cuerno de vino que sin tregua pasa de uno a otro.
El caballero es feliz. No lo fuera tanto si le agasajaran reyes o príncipes con
las viandas más escogidas. Saciado el apetito, habla con voz pausada y clara a
sus rústicos compañeros que no osan interrumpirle. El amable convite de los que
apenas nada tienen ha traído a su memoria viejas lecturas que ahora refiere en
obsequio de sus anfitriones. Hubo un tiempo en que no existían las dos palabras
de tuyo y mío, en que los hombres todo lo poseían en común y no habían de
preocuparse del mañana, pues la tierra generosa proveía a todas sus
necesidades. Reinaba entonces la inocencia y no existían agravios ni rencillas.
Pero aquellos felices siglos concluyeron y hoy por doquier imperan la ambición
y la malicia. Por eso fue necesario instituir la caballería andante: para
proteger a los débiles de las crueles asechanzas de los poderosos, para amparar
a viudas y doncellas amenazadas siempre por el engaño y la lascivia y, en fin,
para restablecer la justicia.
Embobados y suspensos escucharon la
arenga los cabreros. Quizá nunca antes oyeran hablar así, o quizá las palabras
del hidalgo les recodaran algún sermón en que el cura evocara la vida en el
Paraíso antes del pecado original. Es posible que en sus sencillos y generosos
corazones brotara una sincera simpatía por los anhelos de Don Quijote. Algo es
cierto. Les sonara el discurso extraño o familiar, muy lejos anduvieron de
escarnecer al autor; al contrario, uno de ellos entonó, acompañado por el
rabel, una canción para deleitarle. Así, durante unas horas al comienzo de la
noche, en unas míseras chozas perdidas en el monte volvió a existir la Edad de
Oro.
Ha pasado el tiempo y Don Quijote es
un caballero famoso más por sus locuras que por sus hazañas. Unos ociosos
duques le toman como bufón u hombre de placer, o, por mejor decir, como simple
hazmerreír. En una de sus burlas discurren hacer a Sancho gobernador de una
pretendida ínsula Barataria. A solas en su estancia, el caballero alecciona al
escudero sobre el modo de conducirse en su nueva posición. Nada hay de arrebatado
o de quimérico en sus palabras. Ninguna mención a la Edad de Oro o a la andante
caballería. Acomodado a las circunstancias, expone Don Quijote un breviario de
sabiduría práctica, unas reglas fáciles de entender, pero harto complicadas de
seguir, siempre con la justicia como norte y la modestia como báculo. No se
trata de que Sancho altere la vida o las instituciones de la ínsula, de que
introduzca nuevas leyes, sino de que en todo momento se comporte como un
gobernador honrado y digno, justo sin severidad, antes bien inclinado a la
misericordia. Y Sancho, consciente de las responsabilidades que va a contraer,
vacila y está a punto de renunciar. Su amo no le anima, no le pinta un camino
sencillo, sino que le hace ver sus limitaciones, eso sí, siempre en buen tono,
mostrándoselas como manchas cuya limpieza, si no fácil, es siempre posible. En
el momento más hermoso dice el escudero: “más me quiero ir Sancho al cielo, que
gobernador al infierno”. Don Quijote, emocionado, abandona toda reserva: “por solas
estas últimas razones que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de mil
ínsulas”.
Retorna Don Quijote a su aldea
derrotado por el caballero de la Blanca Luna. Un año de reposo le ha impuesto
el vencedor con la piadosa esperanza de que el descanso le alivie la mente de
desvaríos. Mas ya durante el camino, la fantasía de nuestro hidalgo esboza una
nueva locura. Apartado por fuerza del ejercicio de la caballería imagina crear
junto a sus vecinos y amigos una suerte de cofradía de pastores y pasar el
tiempo en componer y entonar endechas y canciones. Sueña de nuevo la Edad de
Oro no como mítico recuerdo de un tiempo perdido, sino como horizonte posible
de una Arcadia poética.
Edad de Oro, Arcadia, mitos clásicos
que fingen un tiempo en que los seres humanos fueron felices, en que no
tuvieron que preocuparse del sustento ni de emular a sus vecinos, en que cada
uno podía mirar confiado a todos los demás, sin temor a asechanzas o
traiciones. También el bíblico Jardín del Edén, el Paraíso del que irremisiblemente
nos sentimos expulsados, pero que siempre añoramos, que una y otra vez nos
esforzamos en construir sobre la tierra. Muere finalmente Don Quijote con la
razón recuperada. Consciente de su locura abomina de fantasías caballerescas y
pastoriles y así, reconciliado consigo mismo, entrega el alma envuelto en el
afecto de los suyos. Dichosa muerte que evoca la de otro caballero, la del
maestre Don Rodrigo. En el instante supremo, desechadas las vanas quimeras que
nublan el entendimiento, el hidalgo no está solo, le conforta el amor de sus
parientes y amigos.
Muchos otros antes y después de Don
Quijote han sentido la nostalgia de una perdida Edad de Oro y han fabulado
sobre la manera de recuperarla, pero a menudo les ha faltado ese fondo de
bondad que en nuestro héroe cautiva y enternece, también ese destello de buen
sentido que acota los extravíos de la locura.
Esa luz cuyo resplandor, en ocasiones oculto bajo el delirio
caballeresco, se muestra en toda su pureza cuando Don Quijote cree a Sancho
llamado a gobernar a otros seres humanos. El hidalgo puede tomar por gigantes a
los molinos de viento o entablar feroz combate con unos odres de vino, pero, al contrario que muchos cuerdos, sabe
que el mundo real está poblado por personas, por individuos de carne y hueso,
quizá en ocasiones egoístas o hasta depravados, pero también a menudo generosos
y compasivos. Don Quijote no cree en la Edad de Oro, por más que fantasee sobre
ella, pues aunque haya perdido la razón, su corazón es noble y le dice que
Utopía, por más que se nos pinte con colores seductores, se asemeja no al
Jardín del Edén, sino al lecho de Procusto.
No faltan, en cambio, quienes se han creído capacitados para diseñar la
sociedad perfecta. Algunos, muy pocos, lo han hecho con el genio literario y
filosófico de Platón o de Moro, otros, como Campanella, de forma más pesada o
más pedante; unos y otros han mutilado a los hombres y a las mujeres para
encajarlos en su comunidad ideal. Nada grave ocurre mientras el filósofo se
limita a plasmar sus ideas en libros más o menos voluminosos, más o menos
amenos. Unos estudiosos le rebaten y otros le apoyan, y al cabo del tiempo su
obra puede engendrar numerosa descendencia, pero los seres humanos, ajenos a
tales lucubraciones continúan viviendo y muriendo, amando y odiando en este
imperfecto mundo. Utopía solo revela su siniestra faz cuando alcanza el poder
un iluminado, no un loco inofensivo y en realidad apacible como Don Quijote,
sino un auténtico demente, un ser convencido de que cualquier sacrificio es válido si se encamina a edificar la
sociedad perfecta soñada por los filósofos. Cuando para nuestra desdicha ocurre
esto, Teseo suele estar ocupado o distraído y sólo acude cuando el hedor de los
cadáveres se le hace insoportable.
Enorme, Francisco. Un placer y toda una lección leer tu escrito. Me lo guardo en favoritos.
ResponderEliminarGracias, Josep. Como escribió Juan Rodolfo Wilcock:
ResponderEliminar"Los utopistas no reparan en medios; con tal de hacer feliz al hombre están dispuestos a matarle, torturarle, incinerarle, exiliarle, esterilizarle, descuatizarle, lobotomizarle, electrocutarle, enviarle a la guerra, bombardearle, etcétera: depende del plan." (La sinagoga de los iconoclastas, Barcelona, Anagrama, 1981, p. 22)