Tras la
dura prueba del año 69, se inicia, sin embargo, un largo período de estabilidad
apenas turbado por el asesinato de Domiciano (96), posiblemente consecuencia de
sus malas relaciones con el Senado, a muchos de cuyos miembros, según Suetonio,
había hecho ejecutar[1].
Bajo Trajano se reanudó incluso la expansión exterior, con la conquista de
Dacia y la anexión del reino Nabateo, convertido en la provincia de Arabia
Pétrea. Con todo, lo que podía haber sido su mayor logro, la ocupación de
Mesopotamia, se reveló un triunfo efímero, ya que este territorio, cuya defensa
hubiera resultado extremadamente costosa, fue abandonado tras su muerte. Le
sucedió su sobrino Adriano, un hombre profundamente imbuido de la filosofía
estoica, amigo de Epicteto, quien intentó, como en otro tiempo Antíoco IV
Epífanes, la helenización forzosa de los judíos, con lo que desencadenó la
sublevación encabezada por Bar Kochba (132-135), quien fue reconocido como
mesías por Rabí Akiva[2].
La guerra terminó, como ya señalé en una entrega anterior, con una nueva
derrota judía y con la reorganización de Judea, Samaria y
Galilea en una nueva provincia a la que se dio el nombre de Palestina, evocador de los
antiguos filisteos. Se pretendía así, y con la conversión de Jerusalén en la
ciudad romana de Aelia Capitolina, borrar incluso el recuerdo de la presencia
judía. La victoria romana había sido, sin embargo, extraordinariamente difícil,
pues había obligado a desplazar legiones desde puntos tan alejados como la
frontera danubiana e incluso Britania[3].
Habría contado además, según Dión Casio, con el apoyo no solo de los judíos de
la diáspora, sino de numerosos gentiles[4].
Ignoramos a quiénes puede referirse esta última afirmación, ¿conversos al
monoteísmo o simples víctimas del orden impuesto por Roma: clases inferiores,
pueblos sometidos?
Tenemos
otros datos que permiten intuir la extensión del monoteísmo, en este caso en su
vertiente cristiana, en las ciudades, y el rechazo que suscitaba entre quienes
se mantenían fieles al paganismo. Así, bajo Marco Aurelio, emperador desde el 161 hasta el 180, se sucedieron ataques
populares contra las comunidades cristianas de Asia Menor y en Roma sufrió
martirio San Justino. Es posiblemente exagerado calificar, como hacía la hagiografía
tradicional, estos hechos como una persecución, dado que no parece existir tras
ellos una firme determinación oficial de erradicar el cristianismo. Más bien se
trataría de movimientos locales poco coordinados. En cualquier caso, la
negativa de cristianos y judíos a adorar al emperador, no podía sino suscitar
hostilidad entre sus vecinos paganos. Máxime en un momento en que los peligros se
multiplicaban: presión de los partos en oriente y de los germanos en el Danubio,
epidemias de peste, empobrecimiento de los campesinos que, desposeídos de sus
tierras emigran a las ciudades, disminución de la producción agrícola y
problemas de abastecimiento, aumento de los impuestos… Marco Aurelio, el
emperador filósofo que aprovechaba momentos robados al descanso para escribir
unas Meditaciones que constituyen una
de las cumbres de la filosofía estoica, se vio obligado a pasar gran parte de su vida
alejado de Roma, en los campamentos de las legiones, mientras que el Imperio se
enfrentaba a dificultades que por momentos podían parecer insuperables. En esas
circunstancias, la religión política hubo de sufrir asimismo una profunda
crisis. Si el monoteísmo se alzaba como una alternativa escatológica de paz y
de salvación, que cada día atraía a más prosélitos; para quienes continuaban
fieles al paganismo, las catástrofes eran el fruto del creciente abandono de
los dioses que habían traído la grandeza a Roma. Era fácil que el descontento y
la incertidumbre ante el futuro estallaran en cualquier momento y bajo
cualquier pretexto contra esas minorías impías calificadas invariablemente de
ateas, y a quienes se atribuían toda clase de ritos macabros y repugnantes,
incluidos el sacrificio de niños y el canibalismo. También es comprensible que
las autoridades, si bien no siempre incitaban estos movimientos de cólera
popular, raramente se oponían a ellos.
Un
próximo futuro reservaba tiempos peores.
[1] SUETONIO, Los doce césares, Tito Flavio Domiciano, X.
[2] Bar Kochba (en arameo, Hijo de la
Estrella) no es un nombre, sino un título mesiánico. Está tomado de la profecía
de Balaam: “Lo veo, mas no ahora / lo diviso, pero no de cerca: / ha salido una
estrella de Jacob, / y ha surgido un gobernante de Israel” (Números, 24, 17).
[3] JOHNSON, Paul, Historia de los
judíos, Barcelona, Zeta, 2010. p. 209.
[4] DIÓN CASIO, Historia romana, libro LXIX
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