Francisco Javier Bernad Morales
A
menudo sentimos fascinación por los derrotados. Naturalmente no por todos, sino
por esos personajes que, enfrentados a fuerzas superiores a ellos, han sabido
combatir con dignidad en una lucha sin esperanza. Héctor se nos antoja más
humano que Aquiles y solo conseguimos reconciliarnos con este último cuando lo
vemos ceder ante las súplicas de Príamo. Del mismo modo, Marco Salvio Otón se
redime de su depravación cuando enfrentado al ejército de Vitelio, decide morir
antes que enviar al combate a sus soldados. Íntimo de Nerón, nada hacía
presentir en él esa grandeza de ánimo. Flavio Claudio Juliano, que ha quedado en la
historia con el sobrenombre de el Apóstata,es,
al igual que los anteriores, aunque de una manera propia, un héroe romántico.
Como ellos tuvo un destino trágico que ha seducido durante siglos a los
aficionados a la historia. Recuerdo el gusto con que hace ya muchos años leí la
novela que le dedicó Gore Vidal.
Me
ocupo ahora de él, porque su reinado constituye en cierto modo el último
capítulo del enfrentamiento entre paganismo y cristianismo a que he dedicado mi
última serie de artículos. Durante un tiempo la historiografía cristiana lo
presentó como el último perseguidor, casi como un ser execrable, por haber
retornado al paganismo. Habría mucho que discutir sobre la religión de Juliano,
imbuida de neoplatonismo y de misticismo, pero es preferible que, viniendo a un
terreno más mundano, nos centremos ahora en su peripecia vital, lo que, sin
duda, nos ayudará a entender los motivos que pudieron llevarle a alejarse de la
fe en que le habían educado.
Para
ello es necesario que retrocedamos hasta tiempos anteriores a su nacimiento. Su
abuelo, Constancio Cloro, que ya tenía un hijo, el futuro Constantino el
Grande, con la cristiana Helena, repudió a esta (289), para contraer matrimonio
con la hijastra de Maximiano, Augusto de Occidente, en tanto que Diocleciano lo
era de Oriente. De esa manera fortalecía su posición política y podía alcanzar
la posición de César al instaurarse el sistema de la Tetrarquía.
Del
nuevo matrimonio de Constancio Cloro nacieron seis hijos, entre ellos, Julio
Constancio, quien sería padre de Juliano. A la muerte de Constantino el Grande
(337), los jefes militares, no se sabe si instigados por su hijo Constancio II[1],
decidieron, a fin de evitar problemas sucesorios, asesinar a todos los
descendientes del segundo matrimonio de Constancio Cloro. Únicamente dos hijos
de Julio Constancio, Galo y Juliano, se salvaron de la matanza debido a su
corta edad[2].
Los dos
hermanos fueron educados en Capadocia, lejos de la corte, aunque al cabo de
seis años las condiciones de su exilio se suavizaron y Juliano pudo continuar
estudios en Constantinopla y Nicomedia. Podemos imaginar la infancia y
adolescencia de estos muchachos, cuyos padres habían sido asesinados si no por
orden, al menos con el beneplácito, del emperador cristiano. Su misma vida
pendía de un hilo, pues en cualquier momento podía aparecer un oficial con el
mandato de terminar con los últimos restos de esa rama de la familia. Es
posible que Galo presentara síntomas de un cierto desequilibrio mental manifiestos en una conducta desordenada.
Juliano, en cambio, se inclinó hacia el estudio y dio en frecuentar círculos filosóficos
en los que se mantenía vivo el paganismo. No tuvo más remedio que acostumbrarse
a simular en público unas creencias que ya no compartía.
De
manera que no pudo por menos que sorprenderles, Constancio nombró a Galo César
de Oriente (351), aunque, quizá por sospechas de conspiración más o menos
fundadas o por lo inapropiado de su comportamiento, lo hizo ejecutar al año
siguiente. A estas alturas, supongo que
cualquier lector podrá comprender que las exhortaciones cristianas al amor no le
parecieran muy sinceras a Juliano.
A Constancio ya no le quedaba ningún otro familiar varón, por lo que nombró A Juliano César de Occidente en el 355, cuando contaba veinticuatro años de edad. Era un momento muy delicado, ya que francos y alamanes habían ocupado importantes ciudades de Germania y de las Galias. Curiosamente,
pues su formación no hacía presentirlo, se mostró como un militar de éxito, que
no solo fue capaz de rechazar a los germanos, sino que se ganó la simpatía y el
apoyo de sus soldados, quienes le proclamaron Augusto (361). Cuando la guerra
con su primo parecía inevitable, este murió de manera repentina.
Al
verse seguro en el poder, Juliano considera que ha llegado el momento de hacer
públicas sus creencias y comienza a tomar medidas contra los cristianos[3],
a quienes prohíbe enseñar Gramática y Retórica, con el pretexto de que para ello utilizaban libros que hablaban de dioses en
los que no creían (362). Desterró también a algunos obispos y confiscó
ciertos bienes eclesiásticos.
Su
reinado fue muy breve. En marzo de 363, inició una campaña contra los
sasánidas, posiblemente espoleado por el deseo de emular a Alejandro y a
Trajano. Llegó incluso a ocupar su capital, Ctesifonte, pero aislado en
territorio enemigo, no tuvo más remedio que iniciar la retirada. Cayó el 26 de
junio alcanzado por una jabalina enemiga. Según la leyenda, antes de morir,
exclamó: “Viciste Galilaee” (Has vencido, Galileo).
[1] Sin
intención exculpatoria hacia los católicos, me parece necesario señalar que
Constancio II en las querellas que desgarraron a la Iglesia en aquellos tiempos
se mostró favorable al arrianismo.
[2] No fue esta la única tragedia
sobrevenida en la familia. Ya Constantino había ordenado en 326 la ejecución de
Crispo, su hijo mayor, nacido de su primera esposa, y poco después la de
Fausta, su segunda esposa. Hay que añadir que también había dado muerte a su
cuñado Licinio, tras prometerle que respetaría su vida.
[3] Anteriormente Constancio había
iniciado la persecución de los paganos.
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