16 junio 2013

El paganismo en el Imperio Romano (y VII)

Francisco Javier Bernad Morales

El asesinato de Alejandro Severo (235) abre un período de cincuenta años, al que los historiadores han dado el expresivo nombre de anarquía militar. Son tiempos de profunda crisis económica y demográfica, marcados en lo político por repetidas sublevaciones del ejército y por una sucesión de emperadores efímeros que apenas pueden contener las incursiones de los germanos en el Rin y el Danubio, y los ataques partos en el este. Incluso durante algún tiempo, en occidente se formó un imperio galorromano independiente de Roma que en su momento de mayor extensión abarcó la Galia, Hispania, Germania y Britania. En el este, el pequeño reino de Palmira, gobernado por Zenobia, se apoderó de toda Siria, Palestina (llamada así desde que Adriano intentó borrar los nombres de Israel y de Judá), Cilicia y Egipto. En una época tan convulsa no faltaron, como cabe esperar, los conflictos religiosos. Según Eusebio de Cesarea (Historia Eclesiástica, VI, 34), Filipo el Árabe, originario de Auranítide, al este del mar de Galilea, que ocupó el poder entre el 244 y el 249, habría sido el primer emperador cristiano[1]. Es una afirmación que no parece suficientemente comprobada, pero sin duda tras ella late el recuerdo de una actitud favorable hacia el cristianismo. Su sucesor Decio, quien llegó al trono tras darle muerte, fue por el contrario un devoto de los dioses tradicionales y realizó lo que parece ser el primer intento sistemático de erradicar la nueva religión. Si hasta entonces, las persecuciones habían tenido un alcance local, ahora se adopta una medida de carácter global, al exigir a todos los habitantes del Imperio que ofrezcan un sacrificio al Emperador, tras el cual recibirían un certificado (libellus), que les aseguraría la tranquilidad. Quienes se negaran serían condenados a muerte. Obviamente, el intento fracasó. El cristianismo había penetrado ya profundamente en todos los sectores de la sociedad romana, incluida la clase senatorial, y, por otra parte, el emperador murió en combate contra los godos en su segundo año de reinado (251).

El culto cristiano fue prohibido de nuevo por el emperador Valeriano en el 257, mediante un edicto en que señala que los senadores y caballeros que  sigan esta religión serán privados de sus bienes y dignidades y, en caso de que aún persistan en ella, ejecutados. La pena capital se aplica, sin que en este caso existan paliativos, a todos los obispos, presbíteros y diáconos.

La captura y presumible muerte de Valeriano por los  sasánidas[2] (260), alivió sin duda la situación de los cristianos, cuya religión, aunque formalmente prohibida, pudo desarrollarse en un ambiente de tolerancia, interrumpido tan solo por alteraciones locales, hasta los tiempos de Diocleciano.

Bajo este, emperador desde el 284 hasta el 305, que, tras restablecer el orden y adoptar una serie de medidas estabilizadoras aunque fuertemente autoritarias, renunció al poder y se retiró a la vida privada[3], asistimos al último intento de terminar con el cristianismo. Se trata de la llamada Gran Persecución, la que mayor número de mártires produjo. Diocleciano estaba convencido de que la grandeza de Roma estaba indisolublemente ligada al culto de los dioses tradicionales. De ahí una intransigencia que afectó también a los maniqueos, muchos de los cuales fueron condenados a muerte. Sin embargo, y dado que él mismo había establecido un nuevo sistema de gobierno, la Tatrarquía, en que el poder era compartido por dos Augustos y dos Césares, que se repartían la autoridad sobre las distintas provincias, bien que todos reconocían su primacía; el edicto de persecución no tuvo el mismo efecto en todo el Imperio. Se cumplió de manera estricta en Oriente, bajo el control directo de Diocleciano y del César Galerio, pero de manera limitada en Occidente, y prácticamente simbólica en las provincias gobernadas por el César Constancio Cloro, padre de Constantino el Grande.

En el 313, el edicto de Milán, firmado conjuntamente por Constantino, Augusto de Occidente, y Licinio, Augusto de Oriente, establece plenamente la legalidad del cristianismo. A partir de ese momento, este se verá enfrentado al problema de reconstituirse como religión política, capaz de sustituir al viejo y desacreditado culto imperial, sin traicionar por ello su carácter monoteísta y trascendente. El reto no era fácil y aún estamos lejos de poder afirmar que ha sido superado.





[1] Así lo considera también Paulo Orosio, Historias, VII, 20, pero es posible que no se trate de un testimonio independiente, sino que se limite a recoger la noticia de Eusebio. El sobrenombre de Árabe parece hacer referencia al origen de la familia paterna de Filipo.
[2] Dinastía persa fundada por Sapor I, que desplazó del poder a los arsácidas (partos) en Irán y Mesopotamia.
[3] Esta renuncia constituye un caso único en la historia romana. Tras ella, Diocleciano pasó sus últimos años en su villa de Dalmacia dedicado al cuidado de sus huertos y jardines.

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