La Iglesia tiene necesidad de
reflexionar sobre sí misma, tiene necesidad de sentirse vivir. Debe aprender a
conocerse mejor a sí misma si quiere vivir la propia vocación y ofrecer al
mundo su mensaje de fraternidad y de salvación. Tiene necesidad de experimentar
a Cristo en sí misma, según las palabras del apóstol Pablo: Habite Cristo por la fe en vuestros
corazones ( Eph 3, 17). Es de todos conocido que la Iglesia está inmersa en la
humanidad, forma parte de ella, de ella saca sus miembros, de ella deriva
preciosos tesoros de cultura, sufre sus vicisitudes históricas, favorece sus
éxitos. Ahora bien, es igualmente conocido que la humanidad en este tiempo está
en vía de grandes transformaciones, trastornos y desarrollos, que cambian
profundamente no sólo sus maneras exteriores de vivir, sino también sus modos
de pensar. Su pensamiento, su cultura, su espíritu, se ven íntimamente
modificados, ya por el progreso científico, técnico y social, ya por las
corrientes del pensamiento filosófico y político que invaden y atraviesan. Todo
ello, como las olas de un mar, envuelve y sacude a la propia Iglesia. El
espíritu de los hombres que a ella se confían está fuertemente influenciado por
el clima del mundo temporal; de tal manera, que un peligro como de vértigo, de
aturdimiento, de extravío, puede sacudir su misma solidez e inducir a muchos a
aceptar los más extraños pensamientos, como si la Iglesia debiera renegar de sí
misma y adoptar novísimas e impensadas formas de vida.
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