Francisco Javier
Bernad Morales
El Estado, la ciudad terrena, tiene afán de
permanencia. Frente a la fugacidad de la vida individual se alza la voluntad de
perduración a lo largo de las generaciones; así, el hombre mortal se forja la
ilusión de una formación política eterna. En cuanto seres humanos, todos
nacemos en la ciudad terrena y nos encontramos sujetos a sus leyes ¿Cuál debe
ser entonces la actitud del cristiano ante esa ciudad terrena, consecuencia de
la debilidad de la naturaleza humana a causa del pecado?[1]
Caben tres opciones. La primera consiste en
construir un Estado cristiano, pero esto, indica Fernando J. Joven, es algo que
jamás mencionó San Agustín. Aún más, se trata, dada la realidad pecadora del
cristiano, de una contradicción en los términos, pues supondría un intento de edificar
el paraíso sobre la tierra y, al convertir la fe en fuente de legislación
positiva, llevaría a ejercer la fuerza para hacerla cumplir. Es obvio que los
cristianos hemos caído en numerosas ocasiones en esta tentación, pero también
lo es que cuando eso ha ocurrido, hemos pervertido la fe y hemos traído un
enorme sufrimiento al mundo.
Otra posibilidad es la huida: constituir
comunidades eremíticas o monásticas al margen del Estado[2].
Quizá se trate de algo válido y posible para unos pocos, pero está fuera del
alcance de la mayoría.
Queda, por último, adoptar una actitud
pragmática, como, según el autor, hace San Agustín. Aunque el cristiano tenga
puesta la mirada en el destino futuro, no por ello debe despreciar los bienes
presentes; antes, al contrario, debe usarlos, aunque sin tenerlos por
absolutos. Los distintos modos de ordenamiento político o las diferentes leyes
no pueden sernos indiferentes. Hemos de discernir cuales son preferibles y se
aproximan más a la justicia, recordando siempre que lo hacemos desde un punto
de vista humano, y actuar en consecuencia.
Pretender comparar el derecho romano con las normas bárbaras, o
cualquier aberración totalitaria con nuestras democracias liberales es un
insulto a la razón. Sin embargo, nuestra civilización occidental no deja de ser
una ciudad terrena con millones de ciudadanos que, movidos en la vida por la
pasión de dominio, no buscan más allá de su bienestar personal.[3]
El cristiano debe, pues, tomar parte activa
en la vida política, promoviendo o apoyando aquellas medidas que redunden en
bien de la colectividad, pero sin perder nunca de vista cuál es su última
aspiración, y entendiendo el carácter relativo y transitorio del ordenamiento
que los seres humanos nos damos para vivir en la ciudad terrena.
[1] Recordemos con San Agustín, que
Caín funda la primera ciudad tras el asesinato de Abel, Gn 4, 17
[2] En este
grupo opino que se incluirían también las comunidades formadas por ciertos
grupos anabaptistas, como los amish.
Precisamente, junto a esta corriente pacífica del anabaptismo, hubo otra que
pretendió erigir el reino de Dios sobre la tierra mediante la violencia.
[3]
JOVEN, Fernando J. op.
cit. 246.
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