John
Henry Newman (Londres, 1801 – Birmingham, 1890) nació en el seno de una
acomodada familia anglicana, cuya situación económica empeoró notablemente en
el período de las guerras napoleónicas. Desde la niñez fue educado en el gusto
por la lectura de la Biblia, pero no fue hasta
los quince años cuando experimentó una primera conversión bajo la
influencia del ministro calvinista Walter Meyers, a quien califica como “excelente
varón”, al evocar en 1864, ya sacerdote católico, aquellos años de formación
(NEWMAN, J. H. Apologia pro vita sua,
Madrid, Ciudadela, 2009, p. 37). Del calvinismo comenzó a separarlo poco
después la admiración por Thomas Scott, en quien estimaba el celo por la
búsqueda de la verdad. En tanto,
descubrió también a los Padres de la Iglesia y se interesó sobre todo por San
Agustín y San Ambrosio. Al cumplir los veinte años de edad, estaba firmemente
convencido de que el Papa era el anticristo de que hablan Daniel, San Pablo y
San Juan (Apologia, p. 40). Es a
partir de 1825 ya presbítero de la iglesia de Inglaterra y párroco en Oxford
cuando, al descubrir el valor de la tradición y de la sucesión apostólica, comienza
a aproximarse lentamente, durante mucho tiempo sin ser siquiera consciente de
ello, al catolicismo.
Totalmente
emancipado de la influencia calvinista, se adhiere al Movimiento de Oxford, un
grupo ligado a la High Church[1],
que pretendía una recuperación de las tradiciones eclesiásticas marginadas en
un mundo progresivamente secularizado. La profundización en el estudio de los
Padres de la Iglesia y de la tradición llevó finalmente a Newman hasta la
iglesia Católica, de la que fue ordenado sacerdote en 1847, y en la que el papa
León XIII le elevó a la dignidad cardenalicia (1879). Su ejemplo fue
seguido por otros miembros del Movimiento de Oxford, entre ellos Henry Edward
Manning, que también sería cardenal.
A continuación, insertamos una de sus oraciones.
Jesús mío, ayúdame a esparcir tu fragancia dondequiera que yo vaya, inunda mi alma con tu Espíritu y tu Vida; penetra en todo mi ser y toma posesión de tal manera, que mi vida no sea en adelante sino una irradiación de la tuya.
Quédate en mi corazón con una unión tan íntima, que las almas que tengan contacto con la mía, puedan sentir en mí tu presencia y que, al mirarme, olviden que yo existo y no piensen sino en Ti.
Quédate conmigo. Así podré convertirme en luz para los otros.
Esa luz, oh Jesús, vendrá de Ti; ni uno solo de sus rayos será mío: yo te serviré apenas de instrumento para que Tú ilumines a las almas a través de mí.
Déjame alabarte en la forma que es más agradable, llevando mi lámpara encendida para disipar las sombras en el camino de otras almas.
Déjame predicar tu Nombre con palabras o sin ellas... con mi ejemplo, con la fuerza de tu atracción, con la sobrenatural influencia evidentemente del amor que mi corazón siente por Ti.
[1] La iglesia de Inglaterra había
surgido en el siglo XVI al negarse el rey Enrique VIII a reconocer la autoridad
del Papa. En un principio se trató de un simple cisma en que se mantuvo la
identidad de fe. Sin embargo, durante los reinados de Educardo VI y de Isabel I
se admitieron ciertos principios calvinistas, lo que llevó a la aparición de
dos tendencias: la Low Church,
próxima al calvinismo, y la High Church,
fiel a la ortodoxia católica.
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