Francisco Javier Bernad Morales
En
estos primeros días de vacaciones, cansado aún por el ajetreo de final de curso
y sin ánimo para enfrentarme a lecturas más profundas, he dado en despejar la
mente retomando viejas narraciones ya casi olvidadas. Así, ha vuelto a mis
manos un pequeño volumen de Chéjov, un conjunto de relatos, el más largo de los
cuales, La sala número seis, alcanza
una extensión que permite calificarlo como novela corta. Su brevedad no es
óbice para que en ella se muevan personajes perfectamente caracterizados,
capaces de transmitir no solo el ambiente de una época, sino también
interrogantes perennes del alma humana. El clima opresivo de la pequeña ciudad
provinciana alejada de las principales vías de comunicación, en la que los espíritus
sensibles perecen ahogados por una omnipresente mediocridad, recuerda el de esa
Vetusta en que la vida de Ana Ozores se marchita sin siquiera florecer.
Allí
llega Andrei Efímich para hacerse cargo
del hospital, un viejo edificio abandonado a la suciedad, en el que los
enfermos apenas son atendidos. El nuevo médico es un hombre joven que se toma
en serio su trabajo y comprende de inmediato las deficiencias y se propone
corregirlas. Pero la inercia es demasiado fuerte o quizá Andrei carece de
energía para hacerle frente. Poco a poco el ímpetu le abandona y acaba por
cumplir con sus obligaciones de una manera rutinaria. Solo se siente vivir
cuando en la tarde retorna a su casa, atendida por una vieja sirvienta, y se
entrega a la lectura mientras bebe una cerveza o un vaso de vodka. Como es un intelectual, precisa de una
filosofía para justificar su rendición. De esta manera llega a elaborar para
uso personal una versión del estoicismo, con la que disfraza de ataraxia lo que
no es más que abandono ante fuerzas contra las que no es capaz de luchar.
Pero casualmente
un día entra en la sala número seis, el lugar más sombrío y sucio del hospital,
aquel en el que están recluidos los enfermos mentales, atendidos tan solo por
un enfermero brutal que no entiende otra forma de imponer lo que él considera
orden, que el uso de la fuerza física. Entre los encerrados halla a Iván
Dmítrich, un hombre culto de origen noble aquejado de manía persecutoria,
convencido de que en cualquier momento podrían acusarle de algún delito y
condenarle sin que tuviera ocasión de defenderse. Había llegado así a recelar
de todo y vivir en un estado de continuo sobresalto, hasta el punto de
abandonar el trabajo y rehuir todo trato humano, lo que le condujo finalmente a
ser ingresado en el hospital. Es una aprensión que acecha en cualquier lugar y
en cualquier época, pero que, por el momento en que fue escrito el relato,
parece representar una crítica a la agobiante presencia policial en la vida
rusa después del asesinato del zar reformista Alejandro II (1881). Tras el
atentado, se había desencadenado una vasta campaña prolongada durante largos
años, encaminada a terminar con el movimiento revolucionario, a la par que se
sucedían pogromos inducidos desde el gobierno. El temor de Iván Dmítrich es
absurdamente exagerado, pero no carece de fundamento.
Andrei
encuentra en Iván a esa persona con la que hablar de temas elevados que durante
tanto tiempo ha echado en falta. Sus visitas a la sala número seis se hacen más
y más frecuentes. En ellas, el demente comienza a resquebrajar la coraza con
que se ha revestido el doctor: “Desprecia el sufrimiento, pero si le cogieran
un dedo con la puerta, ¡pondría el grito en el cielo!”
Es cierto.
La superioridad desde la que el doctor cree observar sentimientos y pasiones no
es más que un autoengaño tras el que
oculta la indiferencia que ha llegado a sentir ante el dolor ajeno. Pronto la
asiduidad de su trato con Iván Dmítrich levanta sospechas, que poco a poco
dejan lugar a una certeza por todos compartida: el doctor ha perdido el juicio
Se inicia así proceso de degradación que le conducirá primero a la pérdida de
su empleo y luego a la reclusión en la sala número seis. Al fin, al verse
encerrado entre los locos, reclama la libertad con un grito de rebeldía inmediatamente
secundado por su amigo. Pero ya de nada sirve. El enfermero termina con la
protesta a puñetazos y Andrei Efímich muere al día siguiente.
Sin duda la locura es contagiosa.
ResponderEliminarSaludos