Francisco Javier Bernad Morales
Damos
el nombre de Meditaciones a un
conjunto de pensamientos que Marco Aurelio, emperador entre los años 161 y 180,
escribió en los tiempos en que se veía obligado a combatir en el limes del Danubio contra cuados y
marcomanos. En ellos se refleja su delicada sensibilidad y profundo sentido
moral, así como su identificación con la filosofía estoica, de la que a menudo
es considerado el último gran representante. No se trata de una obra sistemática,
sino de una serie de anotaciones realizadas en los descansos entre combates. Quizá sea una visión
exagerada y romántica, pero al leerlas es fácil imaginarlo tras un día
turbulento, recogido en su tienda de campaña, intentando abstraerse del enloquecido
fluir de los acontecimientos para, a solas con lo que llama su guía interior indagar los principios
morales a los que ha de someter sus actos.
Una
lectura superficial podría hacernos creer que las concepciones éticas de Marco
Aurelio se hallan próximas al cristianismo y al judaísmo. Así encontramos
expresiones tales como: “El alma racional […] se caracteriza por el amor al
prójimo” (XI, 1), “Ama a la humanidad. Toma a Dios como guía” (VII, 31), “Ama
sinceramente a los hombres con los que te ha tocado vivir” (VI, 39) o “Es
propio del hombre amar incluso a quienes lo ofenden” (VII, 22), que nos
recuerdan palabras de Jesús de Nazaret o Rabí Akiba. Otras hacen que evoquemos
el Eclesiastés (Kohélet): “Piensa constantemente que todo lo que ocurre ya ha
sucedido en el pasado y volverá a ocurrir” (X, 27), “Es posible prever el
futuro contemplando los hechos del pasado y del presente. Siempre será lo
mismo” (VII, 49) o “No hay nada nuevo” (VII, 1). Son semejanzas que no deben
ofuscarnos.
No nos
engañemos. El universo mental del emperador permanece ajeno al judaísmo y al
cristianismo, pues en él no queda lugar para la trascendencia o para la idea de
un Dios personal. El destino individual está inexorablemente fijado por
factores inmanentes: “Lo que te ocurre te estaba preparado desde la eternidad. La
concatenación causal ha trenzado desde siempre tu existencia con lo que te
sucede.” (X, 5). La providencia, a la que a menudo se refiere, no es más que
ese forzoso devenir al que nada puede sustraerse. Obviamente cabría preguntarse
por el motivo que puede llevar a reflexionar sobre la moral y a escribir
discursos parenéticos, si todo está determinado. Marco Aurelio no lo hace,
aunque quizá pudiera contestar que ese es su destino.
El
hombre debe someterse a lo establecido por la naturaleza. Si se lamenta por los
supuestos males que le afligen, se queja de los dioses, pues estos, como
siempre en el paganismo, se identifican con aquella. Todo está dispuesto y solo
cuando somos capaces de comprenderlo así y, en consecuencia, obrar siguiendo lo
que la naturaleza nos marca, nos comportamos como auténticos seres humanos. Es
la ignorancia lo que lleva al mal: “si hacen lo que es correcto, no debes
quejarte, y si yerran, claramente actúan de forma involuntaria y en ignorancia,
pues ningún alma quiere verse privada de la verdad, ni de tratar cada cosa
conforme a su valor.” (XI, 18). Diecisiete siglos después, otro filósofo
inmanentista, Friedrich Engels, glosando
a Hegel, escribiría: “La libertad consiste […] en esa soberanía sobre nosotros
mismos y sobre el mundo exterior, fundada en el conocimiento de las leyes
necesarias de la naturaleza”[1].
Sin
embargo, y aunque sea fácil detectar la proximidad entre ambas ideas, lo que en
el caso de Engels y de Marx empuja a la acción, tal como expone la XI tesis
sobre Feuerbach: “Los
filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de
lo que se trata es de transformarlo”[2]; en el
de Marco Aurelio parece llevar a una actitud casi budista: “Borrar la imaginación,
reprimir el impulso, apagar el deseo, mantener el autocontrol”. (IX, 7). En
cualquier caso, de estas palabras no hay que deducir que el emperador predique
la pasividad, algo incongruente en quien llevó una vida enormemente activa. Eso
sería dar a la frase un alcance que no tiene. Con su exhortación pretende que los actos
estén regidos exclusivamente por la razón.
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