01 junio 2014

Epístolas morales a Lucilio (I)

Francisco Javier Bernad Morales

Se conoce con este nombre el conjunto de ciento veinticuatro cartas escritas por Lucio Anneo Séneca a un tal Lucilio, procurador de Sicilia o, según otros, de Cilicia; sin que falten quienes niegan la existencia del personaje y lo consideran un mero recurso literario. Es una obra de madurez, realizada entre los años 62 y 64, cuando ya el filósofo, perdida su influencia sobre Nerón, se había retirado de la vida pública. Informaciones de carácter personal, tales como ataques de asma o viajes,  diseminadas por las epístolas, contribuyen a darles un aire de inmediatez y cercanía, y a hacer que la exposición filosófica se inserte con naturalidad en lo que se presenta como una charla entre amigos. Con todo, se percibe claramente que no se trata de cartas privadas con un destinatario concreto, sino que, independientemente de que este sea real, el autor tiene en mente su difusión entre el público cultivado.

Predomina en ellas el tono parenético, pues se encaminan a guiar a Lucilio por el camino de la virtud, que no es otro que el de la auténtica sabiduría, ya que esta, como señaló Sócrates, consiste en discernir el bien del mal (VIII, 71, 7). El sabio se mantiene ecuánime ante los avatares de la fortuna, sin que su ánimo se quiebre ante las adversidades ni se engría por los triunfos. No se niega a disfrutar de las comodidades que pueda depararle la vida, pero no se aferra a ellas ni se afana en perseguirlas; del mismo modo en que tampoco lamenta su pérdida, ya que sabe que los gozos del cuerpo son engañosos y efímeros, por lo que en ellos no reside el verdadero bien.  Radica este, por el contrario, en cuanto contribuye  mejorar el alma (IX, 76, 17). Que un hombre sea rico o descienda de un glorioso linaje, que le salude un nutrido cortejo de clientes, nada importa, pues eso no impide que cometa acciones vergonzosas o malvadas; tampoco hemos de considerar si es bárbaro o esclavo, ya que los más humildes no están excluidos de la bondad. Dado que la fortuna es arbitraria y tornadiza, nadie puede descartar que el futuro le depare la  ruina y lo reduzca al más miserable de los estados. No debe en ese caso lamentarse, pues solo ha perdido bienes materiales que, en cualquier caso, la muerte terminaría por arrebatarle. En medio de las mayores adversidades, el sabio se distinguirá por la perseverancia en la virtud.

Rechaza Séneca los sangrientos espectáculos del anfiteatro (I, 7) en que la multitud disfruta viendo como los gladiadores se enfrentan hasta la muerte o como los condenados son devorados por las fieras. Sostiene también que los esclavos deben ser tratados con humanidad, pues no son más que hombres desdichados (V, 47), que gozan del mismo cielo, respiran de la misma forma y viven y mueren al igual que sus amos. No condena la esclavitud, pero sí los castigos corporales y censura a quienes consideran indigno compartir mesa y conversación con sus esclavos.  A ellos les recuerda cómo tras el desastre de Varo, muchos jóvenes de noble familia que por su origen se creían destinados a las más altas dignidades, quedaron convertidos en siervos de los germanos.

Son principios éticos que se enmarcan en la línea universalista del estoicismo, escuela a la que el autor expresamente se adhiere. En ulteriores entregas me ocuparé de las ideas religiosas expresadas en las epístolas y de la actuación política de Séneca, que muchos han sostenido que contradice lo elevado de su pensamiento.

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