Francisco Javier Bernad Morales
Se
conoce con este nombre el conjunto de ciento veinticuatro cartas escritas por
Lucio Anneo Séneca a un tal Lucilio, procurador de Sicilia o, según otros, de
Cilicia; sin que falten quienes niegan la existencia del personaje y lo consideran
un mero recurso literario. Es una obra de madurez, realizada entre los años 62
y 64, cuando ya el filósofo, perdida su influencia sobre Nerón, se había
retirado de la vida pública. Informaciones de carácter personal, tales como
ataques de asma o viajes, diseminadas
por las epístolas, contribuyen a darles un aire de inmediatez y cercanía, y a
hacer que la exposición filosófica se inserte con naturalidad en lo que se
presenta como una charla entre amigos. Con todo, se percibe claramente que no
se trata de cartas privadas con un destinatario concreto, sino que,
independientemente de que este sea real, el autor tiene en mente su difusión
entre el público cultivado.
Predomina
en ellas el tono parenético, pues se encaminan a guiar a Lucilio por el camino
de la virtud, que no es otro que el de la auténtica sabiduría, ya que esta,
como señaló Sócrates, consiste en discernir el bien del mal (VIII, 71, 7). El
sabio se mantiene ecuánime ante los avatares de la fortuna, sin que su ánimo se
quiebre ante las adversidades ni se engría por los triunfos. No se niega a
disfrutar de las comodidades que pueda depararle la vida, pero no se aferra a
ellas ni se afana en perseguirlas; del mismo modo en que tampoco lamenta su
pérdida, ya que sabe que los gozos del cuerpo son engañosos y efímeros, por lo
que en ellos no reside el verdadero bien.
Radica este, por el contrario, en cuanto contribuye mejorar el alma (IX, 76, 17). Que un hombre
sea rico o descienda de un glorioso linaje, que le salude un nutrido cortejo de
clientes, nada importa, pues eso no impide que cometa acciones vergonzosas o
malvadas; tampoco hemos de considerar si es bárbaro o esclavo, ya que los más
humildes no están excluidos de la bondad. Dado que la fortuna es arbitraria y
tornadiza, nadie puede descartar que el futuro le depare la ruina y lo reduzca al más miserable de los
estados. No debe en ese caso lamentarse, pues solo ha perdido bienes materiales
que, en cualquier caso, la muerte terminaría por arrebatarle. En medio de las
mayores adversidades, el sabio se distinguirá por la perseverancia en la
virtud.
Rechaza
Séneca los sangrientos espectáculos del anfiteatro (I, 7) en que la multitud
disfruta viendo como los gladiadores se enfrentan hasta la muerte o como los
condenados son devorados por las fieras. Sostiene también que los esclavos
deben ser tratados con humanidad, pues no son más que hombres desdichados (V,
47), que gozan del mismo cielo, respiran de la misma forma y viven y mueren al
igual que sus amos. No condena la esclavitud, pero sí los castigos corporales y
censura a quienes consideran indigno compartir mesa y conversación con sus
esclavos. A ellos les recuerda cómo tras
el desastre de Varo, muchos jóvenes de noble familia que por su origen se
creían destinados a las más altas dignidades, quedaron convertidos en siervos
de los germanos.
Son
principios éticos que se enmarcan en la línea universalista del estoicismo, escuela a
la que el autor expresamente se adhiere. En ulteriores entregas me ocuparé de
las ideas religiosas expresadas en las epístolas y de la actuación política de
Séneca, que muchos han sostenido que contradice lo elevado de su pensamiento.
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