Juan XXIII
Y al culto de latría, que se debe al Cáliz de la Sangre del
Nuevo Testamento, especialmente en el momento de la elevación en el sacrificio
de la Misa, es muy conveniente y saludable suceda la Comunión con aquella misma
Sangre indisolublemente unida al Cuerpo de Nuestro Salvador en el Sacramento de
la Eucaristía. Entonces los fieles en unión con el celebrante podrán con toda
verdad repetir mentalmente las palabras que él pronuncia en el momento de la
Comunión: Calicem salutaris accipiam et nomem Domini invocabo... Sanguis Domini Nostri Iesu Christi
custodiat animam meam in vitam aeternam. Amen. Tomaré el cáliz de
salvación e invocaré el nombre del Señor... Que la Sangre de Nuestro Señor
Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna. Así sea. De tal manera que los
fieles que se acerquen a él dignamente percibirán con más abundancia los frutos
de redención, resurrección y vida eterna, que la sangre derramada por Cristo
"por inspiración del Espíritu Santo" mereció para el mundo
entero. Y alimentados con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, hechos partícipes de
su divina virtud que ha suscitado legiones de mártires, harán frente a las
luchas cotidianas, a los sacrificios, hasta el martirio, si es necesario, en
defensa de la virtud y del reino de Dios, sintiendo en sí mismos aquel ardor de
caridad que hacía exclamar a San Juan Crisóstomo: "Retirémonos de esa Mesa
como leones que despiden llamas, terribles para el demonio, considerando quién
es nuestra Cabeza y qué amor ha tenido con nosotros... Esta Sangre, dignamente
recibida, ahuyenta los demonios, nos atrae a los ángeles y al mismo Señor de
los ángeles... Esta Sangre derramada purifica el mundo... Es el precio del
universo, con ella Cristo redime a la Iglesia... Semejante pensamiento tiene
que frenar nuestras pasiones. Pues ¿hasta cuándo permaneceremos inertes? ¿Hasta
cuándo dejaríamos de pensar en nuestra salvación? Consideremos los beneficios
que el Señor se ha dignado concedernos, seamos agradecidos, glorifiquémosle no
sólo con la fe, sino también con las obras".
¡Ah! Si los cristianos reflexionasen con más frecuencia en
la advertencia paternal del primer Papa: "Vivid con temor todo el tiempo
de vuestra peregrinación, considerando que habéis sido rescatados de vuestro
vano vivir no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de
Cristo, como cordero sin defecto ni mancha!". Si prestasen más atento
oído a la exhortación del Apóstol de las gentes: "Habéis sido comprados a
gran precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo" .
Cuánto más dignas, más edificantes serían sus costumbres;
cuánto más saludable sería para el mundo la presencia de la Iglesia de Cristo!
Y si todos los hombres secundasen las invitaciones de la gracia de Dios, que
quiere que todos se salven, pues ha querido que todos sean redimidos con
la Sangre de su Unigénito y llama a todos a ser miembros de un único Cuerpo
místico, cuya Cabeza es Cristo, ¡cuánto más fraternales serían las relaciones
entre los individuos, los pueblos y las naciones; cuánto más pacífica, más digna
de Dios y de la naturaleza humana, creada a imagen y semejanza del Altísimo ,
sería la convivencia social!
Debemos considerar esta sublime vocación a la que San Pablo
invitaba a los fieles procedentes del pueblo escogido, tentados de pensar con
nostalgia en un pasado que sólo fue una pálida figura y el preludio de la Nueva
Alianza: "Vosotros os habéis acercado al monte de Sión, a la ciudad del
Dios vivo, a la Jerusalén celestial y a las miríadas de ángeles, a la asamblea,
a la congregación de los primogénitos, que están escritos en los cielos, y a
Dios, Juez de todos, y a los espíritus de los justos perfectos, y al Mediador
de la nueva Alianza, Jesús, y a la aspersión de la sangre, que habla mejor que
la de Abel" .
Confiando plenamente, venerables Hermanos, en que estas
paternales exhortaciones nuestras, que daréis a conocer de la manera que creáis
más oportuna al Clero y a los fieles confiados a vosotros, no sólo serán
puestas en práctica de buen grado, sino también con ferviente celo, como auspicio
de las gracias celestiales y prenda de nuestra especial benevolencia, con
efusión de corazón impartimos la Bendición Apostólica a cada uno de vosotros y
toda vuestra grey, y de modo especial a todos los que respondan generosa y
plenamente a nuestra invitación.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el treinta de junio
de 1959, vigilia de la fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor
Jesucristo, segundo año de nuestro Pontificado
De la Carta Apostólica Inde a Primis
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