Las
ideas éticas de Séneca han ejercido desde antiguo un poderoso atractivo sobre
numerosos autores cristianos, hasta el punto de que surgió la leyenda de que
había sido convertido y bautizado por San Pablo. Incluso llegó a circular la
supuesta correspondencia intercambiada entre ambos. En realidad, una
falsificación tardía. Sin dar crédito a tales historias, Ismael Roca Meliá, en
su introducción a las Epístolas para
la editorial Gredos, apunta resonancias
de Séneca en el pensamiento cristiano y viceversa. Lo primero es indudable, lo
segundo altamente improbable. En apoyo de su sugerencia, en realidad una
atenuación de la expresada anteriormente por Scarpat[1],
según la cual si no se puede admitir que Séneca conociera el judaísmo y el
cristianismo, tampoco se puede afirmar lo contrario; menciona la posibilidad de
que el filósofo entablara relación con cristianos en la corte imperial. Una
curiosa coincidencia ha dado pábulo a suposiciones de este tipo. Cuando San
Pablo predicaba en Corinto, fue denunciado por las autoridades de la singagoga
ante el procónsul de Acaya, Galión, hermano de Séneca, quien se desentendió del
asunto:
Si fuera un crimen o un delito grave, yo os
atendería, como es lógico; pero si son discusiones sobre doctrina, nombres y
vuestra ley, vosotros veréis; no quiero yo ser juez de esas cosas (Hch 18, 14).
Incidentalmente
cabe señalar que las palabras del procónsul indican que para él se trataba de
una querella interna entre judíos. Algo totalmente coherente en un tiempo en
que el cristianismo aún no se había afirmado como religión independiente. Pero
volviendo a lo que nos ocupa, nada en la obra de Séneca demuestra que conociera
o al menos sintiera curiosidad por otra cultura que la grecorromana. En sus
cartas hay constantes referencias a los estoicos, a Platón, a Epicuro y a los
cínicos. Los personajes presentados como ejemplo de virtud son Sócrates, Mucio
Escévola, Marco Atilio Régulo y, sobre todo, Catón de Útica. Ningún indicio de
otras influencias. El Tanaj, lo que
los cristianos llamamos Antiguo Testamento, parece haberle sido totalmente ajeno.
En el
breve tratado De Providentia, escrito
en los mismos años que las epístolas a Lucilio y también a él dirigido,
reflexiona Séneca sobre el sufrimiento del justo. Para él, como todo en el universo,
se trata de algo así dispuesto por la Providencia. De esta manera adquieren
vigor las almas nobles y se alejan del verdadero mal, que no es otro que el
alejamiento de la virtud. La pobreza, el dolor, incluso la muerte, al contrario
que los vicios, en realidad no nos dañan, pues solo afectan al cuerpo. Una
actitud contraria a la de Job, quien proclama su inocencia, se rebela y llega
incluso a pedir explicaciones al Señor. Aquí tocamos un punto clave. Judíos y
cristianos creemos en un Dios personal, que libera a su pueblo de la esclavitud
y lo guía por el desierto, que establece con él una Alianza y le entrega la
Tierra Prometida. Un Dios creador y trascendente, que, sin embargo, actúa en el
mundo. Un Dios con el que es posible el diálogo. Séneca no cree, desde luego,
en unas fábulas mitológicas totalmente desacreditadas entre la gente culta de
su tiempo. Aunque incidentalmente hable de los dioses, cuando trata de asuntos
realmente importantes no se refiere a ellos, sino a Dios. En este sentido, como
la mayor parte de los filósofos antiguos está muy cerca del monoteísmo. Los
distintos dioses serían en todo caso apariencias parciales del único Dios. Sin embargo,
este se concibe como una esencia que impregna y anima el universo. Como una energía de la que todo participa.
Una fuerza que no es creadora y que tampoco es personal y con la que, por
tanto, no existe posibilidad de diálogo. Se trata, en definitiva, de una
concepción inmanentista de la divinidad.
Ante la
suerte del alma tras la muerte, Séneca suspende el juicio, quizá se desvanezca
o quizá persista en otra forma de existencia, pero la creencia farisea y
cristiana en la resurrección de los cuerpos le habría parecido totalmente
aberrante a su mentalidad pagana.
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