Francisco Javier Bernad Morales
En
nuestras modernas sociedades democráticas occidentales, se extiende progresivamente
la idea de que cada sociedad o cada cultura genera sus propias normas morales y
no existe ninguna escala axiológica que permita determinar la superioridad de unas sobre
otras. De ahí se sigue el corolario de que es absurdo interrogarse por los
principios éticos que informan la moral; lo cual tiene como consecuencia
práctica que, olvidados los grandes principios, tendamos a regir nuestro
comportamiento por un tibio hedonismo, y que renunciemos a juzgar los ajenos en
tanto no nos afecten directamente. En parte se trata de una reacción, en su
inicio saludable, contra el agobiante normativismo de épocas pasadas y contra
la arrogancia con que los europeos nos hemos relacionado tradicionalmente con
el resto de las culturas. Curiosamente, el eurocentrismo que de esta manera
creíamos superar, se cuela por la puerta de atrás. Abrumados por un sentimiento
de culpabilidad histórica, suponemos que nuestra cultura judeocristiana es la
causante de los males del mundo y, sin proponérnoslo, aceptamos que los seres
humanos ajenos a ella, meras víctimas de nuestra soberbia, no son responsables
de sus actos, con lo que, a nuestros ojos, quedan convertidos en buenos
salvajes, cuyo estado de inocencia es necesario preservar.
El
relativismo moral, aunque a menudo se presente como condición de la democracia,
es una consecuencia de las ideologías que conciben a la humanidad como
segmentada en colectivos étnicos, culturales o religiosos netamente definidos y
excluyentes, siendo la pertenencia a uno de estos grupos, lo que determina los
derechos y las obligaciones de los individuos, así como su sistema de valores.
En ese sentido conecta con la pesadilla totalitaria del siglo XX. La idolatría
de la raza condujo al nazismo no tan solo a una jerarquización de los grupos
humanos, sino a la exclusión de algunos de ellos -judíos, gitanos-, rebajados a la categoría de
alimañas a las que se debía exterminar. Pero, por el momento, aunque su ascenso
resulta preocupante, el totalitarismo nazi tan solo seduce a grupos marginales
muy alejados de la sensibilidad progresista generalmente abrazada por los
partidarios del relativismo. Estos se hallan, en cambio, influidos por la otra
gran corriente totalitaria: el marxismo.
Al
contrario del nazismo, el marxismo no recurre a la genética para justificar la
escisión de la humanidad, sino a una argumentación más sutil y, al menos en
apariencia, intelectualmente respetable. Quizá, sea esto lo que, unido al papel
de la Unión Soviética en la II Guerra Mundial, explique que aún persista su
influencia, aunque en los actuales tiempos de pensamiento débil, esta no
presente ya el carácter de una ideología cerrada y omnicomprensiva.
El
ataque de Marx a la universalidad de los principios éticos se fundamenta en una
concepción de la naturaleza humana, expresada con claridad en el Prólogo de la Contribución a la Crítica de
la Economía Política (1859):
No es la conciencia del hombre la que
determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es el que determina su
conciencia.
El ser social a que se refiere se edifica a partir de
las relaciones necesarias e involuntarias que los hombres establecen en el
proceso de producción. Ahora bien, en la sociedad capitalista, la estructura
económica implica la existencia de dos grupos opuestos: los explotadores,
propietarios de los medios de producción, y los explotados, poseedores tan solo
de su fuerza de trabajo y obligados para subsistir a ponerla al servicio de los
primeros. Puesto que toda la superestructura jurídica y política nace de esta
distinción radical, las normas son instrumentos destinados a perpetuarla. Dicho
de otra manera, no existe la posibilidad de unos principios éticos de
aplicación universal en tanto que la humanidad continúe escindida en clases
sociales. Ya en 1847, había formulado tal idea en La miseria de la filosofía:
Los mismos hombres que establecen las
relaciones sociales conforme a su productividad material producen también los
principios, las ideas, las categorías, conforme a sus relaciones sociales.
Así, estas ideas, estas categorías
resultan tan poco eternas como las relaciones que expresan. Son productos históricos y transitorios.
La humanidad solo comenzará a existir como tal en
sentido universal, una vez la abolición de la propiedad privada haya puesto fin
a la lucha de clases. Hasta ese momento, frente a la moral de los explotadores,
los explotados deben esgrimir la acción revolucionaria, aquella que ponga fin a
la situación presente. Para ellos no tiene sentido interrogarse por los
principios éticos que rigen sus actos, pues estos se justificarán en función de
si contribuyen o no a acelerar el advenimiento de la nueva sociedad. El gulag
no es una desviación aberrante de la praxis revolucionaria, sino una
consecuencia lógica de sus presupuestos ideológicos, en la misma medida en que
la Shoá es la culminación coherente del
pensamiento hitleriano.
Del formidable ataque lanzado en los dos siglos
anteriores contra las concepciones universalistas judeocristianas, no queda,
tras el hundimiento de las grandes ideologías que lo sustentaron, más que una
extendida convicción de que no existen principios absolutos. Se trata, por
decirlo de alguna manera, de un concepto huérfano, desligado de los sistemas
que constituyeron su razón de ser, pero no por eso resulta menos peligroso,
pues al aniquilar la capacidad de discernimiento moral, deja a la sociedad
inerme ante nuevas amenazas totalitarias.
Ese mismo relativismo moral lleva a negar la existencia del mal, de las limitaciones y conduce a la filosofía del "todo vale", pues todas las ideas son respetables. Y no hay mayor aberración que esa,quienes merecen total respeto son las personas, pero no todas las ideas son plausibles.
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