Francisco
Javier Bernad Morales
A
menudo, cuando utilizamos el término Jesucristo no somos conscientes de que no
se trata simplemente de un nombre propio, sino de que en él se unen dos
términos, referido el primero a Jesús de Nazaret y el segundo al Cristo. Es una
proclamación de Jesús como Mesías, pues eso significa el término Cristo, que a
menudo se hace de una forma tan rutinaria e inconsciente que casi ha perdido su
significado originario[1].
Pero, al decir Jesucristo o Cristo, no nos limitamos a afirmar el carácter
mesiánico de Jesús. En el judaísmo no han faltado personajes, entre ellos Simón
Bar Kochba o Sabbatai Zevi, que han sido tomados por algunos por el Mesías
esperado. Ningún judío, sin embargo, entre quienes los aclamaban, habría
sostenido que eran la encarnación del Señor. Simplemente la idea les habría
parecido sacrílega. Conceptos tales como la Trinidad y la preexistencia del
Hijo son ajenos a la religiosidad judía, que no puede ver en ellos más que proclamas
blasfemas e idolátricas.
Pero el
cristianismo no surge ya formado de la predicación de Jesús de Nazaret. Durante
mucho tiempo sus seguidores no constituyen una nueva religión, sino una
tendencia o secta más dentro del judaísmo, del que solo se separarán
lentamente. En Galilea, la región en que Jesús de Nazaret inició su misión y
donde reclutó a sus primeros seguidores, persistió durante mucho tiempo un
grupo, al que las fuentes cristianas denominan ebionita, que lo reconocía como
Mesías, pero no le atribuía una naturaleza divina. Por lo demás, mantenían la
circuncisión, guardaban el Sabbat y, en definitva, seguían las prescripciones
de la Torá[2].
Mostraban, por otra parte, una fuerte hostilidad hacia Pablo de Tarso y rechazaban la
virginidad de María. En este sentido, interpretaban Isaías 7, 14 como: “He aquí
que la joven concebirá y dará a luz un hijo”[3].
En el
siglo IV, Epifanio de Salamina menciona la existencia de otro grupo, el de los
nazoreos, quienes, si bien mantienen una cristología ortodoxa, se aferran a la
observancia de la Torá. Respecto a ellos, mantuvieron una controversia
epistolar Jerónimo de Estridón y Agustín de Hipona[4].
Mientras que el primero rechazaba sus prácticas judías, el segundo no
consideraba grave que las mantuvieran y, aunque pensaba que estaban destinadas
a la desaparición, no le parecía adecuado prohibirlas.
Ya en
el siglo V, dejamos de tener información sobre estos grupos, que parecen haber
desaparecido. En su contra actuaron dos factores principales. De un lado la
clarificación cristológica del cristianismo ortodoxo, que los dejó fuera de la
Gran Iglesia, y de otro, la reestructuración del judaísmo iniciada tras la
destrucción del Templo. La duodécima bendición de la Amidá introducida por el
rabino Gamaliel II, en realidad una maldición contra los sectarios, se dirige,
entre otros, contra ellos. Entre un cristianismo que precisa con nitidez sus
concepciones cristológicas, y un judaísmo renovado entregado a la recopilación
de la ley oral, no queda sitio para los judeocristianos, que se ven excluidos
de ambas religiones.
[1] Por esta razón, Paul Tillich
prefiere utilizar la expresión Jesús el Cristo.
[2] LÉMONON, Jean-Pierre, “Los
judeocristianos: testigos olvidados”, Cuadernos
Bíblicos, 135, Estella, Verbo Divino, 2007.
[3] Estas noticias proceden de
Ireneo de Lyon. LÉMONON (2007) p. 20. Casi todo lo que sabemos sobre los
ebionitas ha llegado a nosotros a través de los autores ortodoxos que combatían
sus doctrinas.
[4] LÉMONON (2007) p. 38.
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