Santa
Mónica falleció en Ostia en el año 387,
cuando se preparaba para regresar a África en compañía de su hijo. Este nos ha
dejado en Las confesiones (IX, 10) el
conmovedor relato de una conversación entre ambos, pocos días antes de que ella
enfermara mortalmente. Madre e hijo trataban de imaginar cuál sería la dicha de
los santos, tras la muerte, entregados a la contemplación del Señor:
Tales cosas decía yo, aunque no de este modo
ni con estas palabras. Pero tú sabes, Señor, que en aquel día, mientras
hablábamos de estas cosas -y a medida que hablábamos nos parecía más vil este mundo con todos sus
deleites-, díjome ella: “Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta
vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda esperanza
del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco esta vida,
y era verte cristiano católico antes de morir: superabundantemente me ha
concedido esto mi dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo
siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?”
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