Leí ya hace tiempo esta obra de Vasili Grossman, pero hoy siento la necesidad de hablar de ella. En realidad podría comentarla durante meses sin por ello agotar su
riqueza. Hay novelas, algunas muy ambiciosas, cuyos personajes carecen de
espesor, son apenas sombras que reproducen sobre una blanca pantalla el
movimiento de manos ajenas. Pronuncian palabras que no podemos creer, pues
claramente traslucen pensamientos prestados. Quizá llegue a interesarnos la trama,
o nos sintamos deslumbrados por la maestría literaria del autor, por su manera
cautivadora de escribir; pero, transcurrido un tiempo, ningún sedimento habrá
quedado en nuestro espíritu. Habremos pasado un rato divertido, pero nada nuevo
sabremos sobre los seres humanos y el mundo en que habitan. Pienso, por poner
dos ejemplos distantes, en El Buscón
de Quevedo y en la trilogía de El Ruedo
Ibérico de Valle Inclán. Grotescas caricaturas ricamente engalanadas;
brillantes fuegos de artificio pronto desvanecidos sin rastro en el firmamento
nocturno. Otras, en cambio ─La calle de Valverde de Max Aub o La
Regenta de Clarín─, se dirían pobladas por personas. Son obras cuya lectura
nos hace conocer mejor a nuestros semejantes y asomarnos a lo más íntimo de
nuestra conciencia. El escritor en ellas semeja un mediador del que se vale la
realidad más profunda para manifestarse. Unamuno, mejor dotado para la
filosofía que para la narración, pensó que Cervantes no había entendido
cabalmente a Don Quijote, e incluso en Niebla
imaginó que Augusto Pérez acudía a entrevistarse con su autor. Son brillantes
intuiciones que arrojan luz sobre lo que quiero expresar. Lázaro de Tormes,
Alonso Quijano y Sancho Panza nos hablarán eternamente, al igual que Pierre
Bezuhov o Andrei Volkonsky, pues sus vidas están dotadas de profundidad. Cito a
estos dos últimos, no solo porque Guerra y Paz sea una de las cumbres de
la categoría a que me refiero, sino también por el obvio parentesco, en
numerosas ocasiones señalado, que con ella guarda Vida y Destino.
No
es mi intención realizar un análisis de esta novela, sino tan solo trazar un
ligero apunte sobre uno de sus episodios y sobre los personajes que en él
intervienen. Amanece el 20 de noviembre de 1942. Durante toda la noche la
artillería soviética ha bombardeado las posiciones alemanas en torno a
Stalingrado, como preparación de la contraofensiva que cerrará la tenaza sobre
el ejército de Friedrich Paulus. Llega por fin el momento fijado para que la
columna de blindados del coronel Nóvikov inicie el avance. A su lado,
Guétmanov, el comisario político, le recuerda que es la hora. Sin embargo, el
coronel no da la orden. El camino por el que debe lanzar los tanques se halla
bajo el fuego de una batería rumana. Guétmanov se impacienta, pero Nóvikov
solicita al comandante de la artillería pesada que neutralice los cañones
enemigos. Pasan los minutos. El general Yeremenko recibe una llamada telefónica
de Stalin en la que este le pregunta si ya se ha iniciado el ataque. Se ve
obligado a contestar que aún no. En ese momento se diría que Nóvikov se
enfrenta a todo el peso del Estado, a todo el Partido. Pero permanece
impasible. Como disculpa, le dice a Guétmanov que no quiere perder un alto
número de tanques, pero este comprende que lo que en realidad le preocupa son
los hombres. El comisario político no puede reprimir una exclamación
admirativa. Finalmente, la batería rumana queda silenciada y el coronel da la
orden. Los T-34 emprenden la marcha victoriosa.
Al
anochecer, Guétmanov felicita al coronel ante los soldados:
“─¡Te
doy las gracias, Piotr Pávlovich! ─dijo─. Recibe un agradecimiento ruso, un
agradecimiento soviético. Te da las gracias el comunista Guétmanov. Me quito el
sombrero ante ti; gracias.”
Luego,
en privado, amplía sus elogios. Entusiasmado le dice a Nóvikov que nunca podrá
olvidar la manera en que retrasó el ataque, pese a todas las presiones y cómo
gracias a ello no ha perdido un solo hombre ni un solo tanque.
Poco
después, ya a solas, Guétmanov escribe una carta al jefe del Estado Mayor en
que acusa al coronel Nóvikov de haber retrasado deliberadamente el inicio de la
operación.
Podemos
suponer que el comisario político es un simple hipócrita. Sin embargo, su
admiración por el coronel parece sincera. Es posible que en él coexistan el ser
humano capaz de experimentar simpatía y de ponerse en el lugar de sus
semejantes, y el activista del Partido, convencido de que el triunfo de la
Revolución exige el sacrificio de todo sentimiento, la aniquilación de la
conciencia.
Sin duda alguna, lo peor que puede suceder al ser humano es perder la conciencia, de forma que quede embrutecido.
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