Hoy,
día de San Agustín, recordamos un capítulo de La ciudad de Dios (I, 8), centrado en un problema que, desde Job,
siempre ha preocupado a los creyentes: el sufrimiento del justo y la aparente
recompensa del malvado.
1. Alguien podrá decir: “Este divino favor,
¿por qué ha alcanzado también a los impíos e ingratos?” ¿Por qué ha de ser,
sino porque lo brindó quien hace salir diariamente el sol sobre buenos y malos, y hace
llover sobre justos y pecadores? Sí,
habrá algunos que, cayendo en la cuenta de esto, se corrijan con dolor de su
impiedad, y otros que despreciando, como dice el Apóstol, las riquezas de
bondad y de tolerancia de Dios, con la dureza de su corazón impenitente, están
almacenando castigos para el día del castigo, cuando se revele el justo juicio
de Dios, que pagará a cada uno según sus obras.
Con todo, la paciencia de Dios está invitando
a la conversión a los malos, y el azote de Dios a los buenos les enseña la
paciencia. Asimismo, la misericordia de Dios rodea amorosamente a los buenos
para animarles, y la severidad de Dios corrige a los malos para castigarles. Plugo
a la divina Providencia disponer para la otra vida bienes a los buenos que no disfrutarán
los pecadores, y males a los impíos que no atormentarán a los justos. Sin
embargo, ha querido que estos bienes y males pasajeros fueran comunes a todos
para que no se busquen ansiosamente los bienes que vemos en posesión también de
los malos, ni se hay, como de algo vergonzoso, de los males que con mucha
frecuencia padecen incluso los buenos.
2. Lo que más nos interesa aquí es la postura
personal tanto en las cosas que llamamos prósperas como ante las adversas.
Porque el hombre de bien ni se engríe con los bienes temporales, ni se siente
abatido con los males. Y al contrario, el malvado sufre el castigo de la
desgracia temporal, porque con la prosperidad cae en la corrupción. No
obstante, Dios en la misma distribución de bienes y males, hace más patente con
frecuencia su intervención. En efecto, si ahora castigase cualquier pecado con
penas manifiestas, se creería que no reserva nada para el último juicio. Al
contrario, si ahora dejase impunes todos los pecados, creeríamos que no existe
la Providencia divina. Otro tanto sucede con las cosas prósperas: si Dios no
las concediese con abierta generosidad a algunos de cuantos se las piden,
diríamos que no son de su jurisdicción; y asimismo, si las concediese a todos
cuantos se las piden, llegaríamos a pensar que solo se le debe servir en espera
de semejante recompensa. Y un servicio así, lejos de hacernos más santos, nos
volvería más ambiciosos, más avaros.
Deducimos de aquí que no porque buenos y
malos hayan sufrido las mismas pruebas, vamos a negar la distinción entre
ellos. Bien se compagina la desemejanza de los atribulados con la semejanza de
las tribulaciones. Y aunque estén sufriendo el mismo tormento, no por ello son
idénticos la virtud y el vicio. Como por un mismo fuego brilla el oro y humea
la paja; como bajo un mismo trillo se tritura la paja y el grano se limpia;
como no se confunde el alpechín con el aceite al ser exprimidos bajo la misma
almazara, de igual modo un mismo golpe, cayendo sobre los buenos, los somete a
prueba, los purifica, los afina; y condena, arrasa y extermina a los malos. De
aquí que, en idénticas pruebas, los malos abominan y blasfeman de Dios; en
cambio, le suplican y no dejan de alabarle los buenos. He aquí lo que nos
interesa: no la clase de sufrimientos, sino cómo los sufre cada uno. Agitados
con igual movimiento, el cieno despide un hedor insufrible, y el ungüento una
suave fragancia.
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