28 agosto 2012

El sufrimiento del justo


Hoy, día de San Agustín, recordamos un capítulo de La ciudad de Dios (I, 8), centrado en un problema que, desde Job, siempre ha preocupado a los creyentes: el sufrimiento del justo y la aparente recompensa del malvado.

1. Alguien podrá decir: “Este divino favor, ¿por qué ha alcanzado también a los impíos e ingratos?” ¿Por qué ha de ser, sino porque lo brindó quien hace salir diariamente el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores? Sí, habrá algunos que, cayendo en la cuenta de esto, se corrijan con dolor de su impiedad, y otros que despreciando, como dice el Apóstol, las riquezas de bondad y de tolerancia de Dios, con la dureza de su corazón impenitente, están almacenando castigos para el día del castigo, cuando se revele el justo juicio de Dios, que pagará a cada uno según sus obras.

Con todo, la paciencia de Dios está invitando a la conversión a los malos, y el azote de Dios a los buenos les enseña la paciencia. Asimismo, la misericordia de Dios rodea amorosamente a los buenos para animarles, y la severidad de Dios corrige a los malos para castigarles. Plugo a la divina Providencia disponer para la otra vida bienes a los buenos que no disfrutarán los pecadores, y males a los impíos que no atormentarán a los justos. Sin embargo, ha querido que estos bienes y males pasajeros fueran comunes a todos para que no se busquen ansiosamente los bienes que vemos en posesión también de los malos, ni se hay, como de algo vergonzoso, de los males que con mucha frecuencia padecen incluso los buenos.

2. Lo que más nos interesa aquí es la postura personal tanto en las cosas que llamamos prósperas como ante las adversas. Porque el hombre de bien ni se engríe con los bienes temporales, ni se siente abatido con los males. Y al contrario, el malvado sufre el castigo de la desgracia temporal, porque con la prosperidad cae en la corrupción. No obstante, Dios en la misma distribución de bienes y males, hace más patente con frecuencia su intervención. En efecto, si ahora castigase cualquier pecado con penas manifiestas, se creería que no reserva nada para el último juicio. Al contrario, si ahora dejase impunes todos los pecados, creeríamos que no existe la Providencia divina. Otro tanto sucede con las cosas prósperas: si Dios no las concediese con abierta generosidad a algunos de cuantos se las piden, diríamos que no son de su jurisdicción; y asimismo, si las concediese a todos cuantos se las piden, llegaríamos a pensar que solo se le debe servir en espera de semejante recompensa. Y un servicio así, lejos de hacernos más santos, nos volvería más ambiciosos, más avaros.

Deducimos de aquí que no porque buenos y malos hayan sufrido las mismas pruebas, vamos a negar la distinción entre ellos. Bien se compagina la desemejanza de los atribulados con la semejanza de las tribulaciones. Y aunque estén sufriendo el mismo tormento, no por ello son idénticos la virtud y el vicio. Como por un mismo fuego brilla el oro y humea la paja; como bajo un mismo trillo se tritura la paja y el grano se limpia; como no se confunde el alpechín con el aceite al ser exprimidos bajo la misma almazara, de igual modo un mismo golpe, cayendo sobre los buenos, los somete a prueba, los purifica, los afina; y condena, arrasa y extermina a los malos. De aquí que, en idénticas pruebas, los malos abominan y blasfeman de Dios; en cambio, le suplican y no dejan de alabarle los buenos. He aquí lo que nos interesa: no la clase de sufrimientos, sino cómo los sufre cada uno. Agitados con igual movimiento, el cieno despide un hedor insufrible, y el ungüento una suave fragancia.

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