01 agosto 2012

Melchor Rodríguez García. El ejemplo de un hombre justo


Francisco Javier Bernad Morales


Es, sin duda, la guerra una situación excepcional en que la tragedia hace aflorar lo más profundo del alma humana. Muchos se dejan arrastrar por la bajeza moral, la crueldad y la cobardía, pues, como señalaba Gila en uno de sus inmortales monólogos: “Aquí te hinchas a matar, y la policía no te hace nada.” Pero en otros resplandece el sentido de la justicia y del deber hasta extremos heroicos. No me refiero, claro está, a esa concepción abyecta que confunde el deber con la obediencia a los superiores, sino a esa otra, de raíz kantiana, que lo entiende como obligación de seguir los dictados de la conciencia, cuando esta nos muestra unas normas de conducta, cuyo alcance la razón nos dice universal.
Seguramente, son muy pocos quienes han oído hablar en alguna ocasión de Melchor Rodríguez García. Se trata, sin embargo, de un auténtico héroe en el sentido que acabo de indicar. Nació en Sevilla en 1893 en el seno de una familia extremadamente pobre, en la que su madre, muy pronto viuda, hubo de sacar adelante a tres hijos, trabajando como costurera y cigarrera. Melchor tuvo que buscar muy joven una forma de ganarse la vida, y así probó suerte como calderero e incluso torero, antes de trasladarse a Madrid, donde trabajó como chapista. Afiliado a la CNT, sufrió prisión en varias ocasiones, y poco a poco, se convirtió en un dirigente obrero conocido y respetado. Pero su gran momento llegaría con la guerra Civil.
La sublevación de gran parte del ejército el 18 de julio de 1936 no alcanzó a terminar con el régimen republicano, pues fracasó en amplias zonas de España, entre ellas Madrid, por lo que desembocó en una larga guerra. No debemos pensar, sin embargo, que en los territorios que escaparon al control militar continuara vigente, sin más, la legalidad republicana. Al contrario, en ellos se produjo un colapso del aparato del Estado, al iniciarse un proceso revolucionario en que los partidos y sindicatos de izquierdas se hicieron con el poder, marginando a unas autoridades impotentes y atemorizadas.
Ante el avance de los sublevados, el gobierno de la República, presidido por Francisco Largo Caballero, determinó trasladarse a Valencia y ordenó al general Miaja la formación de una Junta de Defensa en la capital (6 de noviembre). En el nuevo organismo, Santiago Carrillo quedó como encargado del orden público. Las cárceles de Madrid estaban en aquel momento saturadas de presos sobre los que pesaba la acusación o simplemente la sospecha de pertenecer a organizaciones de derechas o simpatizar con el levantamiento militar. El día 7 se inició su traslado a Valencia, pero la mayor parte de los convoyes solo llegaron hasta Paracuellos del Jarama, donde los presos fueron fusilados por milicianos supuestamente incontrolados. En estas circunstancias, Melchor Rodríguez fue nombrado Delegado de Prisiones en Madrid el día 10, pero ante la imposibilidad de detener las matanzas, por la falta de colaboración del resto de las autoridades, dimitió cuatro días después. No obstante, el ministro de Justicia, el también anarquista Juan García Oliver, le reiteró su confianza, por lo que el 4 de diciembre retornó a su puesto, esta vez con plenos poderes. Inmediatamente, adoptó una serie de medidas para proteger a los presos de las sacas por los milicianos y, pronto, poniendo en riesgo en varias ocasiones su propia vida, puso fin a los asesinatos. Una de sus actuaciones más destacadas tuvo lugar el 8 de diciembre, cuando, tras un bombardeo franquista, un nutrido grupo de milicianos se presentó ante la cárcel de Alcalá de Henares, exigiendo la entrega de los presos. Melchor Rodríguez se trasladó allí de inmediato y, tras dar orden a los funcionarios de que si le pasaba algo repartieran armas a los reclusos para que pudieran defenderse, se enfrentó a los concentrados, quienes finalmente abandonaron el lugar.
Al final de la guerra, se negó a dejar Madrid, por lo que fue capturado y sometido a un juicio en el que el fiscal pidió veinte años de cárcel. El propio general Muñoz Grandes declaró en su favor y presentó las firmas de miles de personas que agradecían a Melchor Rodríguez haberles salvado la vida. No obstante, fue condenado y permaneció en prisión hasta 1944.
Una vez en libertad, trabajó como agente de seguros, sin renunciar nunca a sus ideas anarquistas. Cuando murió, en 1972, el gobierno franquista permitió que su féretro se cubriera con la bandera de la CNT y que en el entierro se cantara el himno anarcosindicalista A las barricadas.

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