Francisco Javier Bernad Morales
Es, sin
duda, la guerra una situación excepcional en que la tragedia hace aflorar lo
más profundo del alma humana. Muchos se dejan arrastrar por la bajeza moral, la
crueldad y la cobardía, pues, como señalaba Gila en uno de sus inmortales
monólogos: “Aquí te hinchas a matar, y la policía no te hace nada.” Pero en
otros resplandece el sentido de la justicia y del deber hasta extremos
heroicos. No me refiero, claro está, a esa concepción abyecta que confunde el
deber con la obediencia a los superiores, sino a esa otra, de raíz kantiana,
que lo entiende como obligación de seguir los dictados de la conciencia, cuando
esta nos muestra unas normas de conducta, cuyo alcance la razón nos dice
universal.
Seguramente,
son muy pocos quienes han oído hablar en alguna ocasión de Melchor Rodríguez
García. Se trata, sin embargo, de un auténtico héroe en el sentido que acabo de
indicar. Nació en Sevilla en 1893 en el seno de una familia extremadamente
pobre, en la que su madre, muy pronto viuda, hubo de sacar adelante a tres
hijos, trabajando como costurera y cigarrera. Melchor tuvo que buscar muy joven
una forma de ganarse la vida, y así probó suerte como calderero e incluso
torero, antes de trasladarse a Madrid, donde trabajó como chapista. Afiliado a
la CNT, sufrió prisión en varias ocasiones, y poco a poco, se convirtió en un
dirigente obrero conocido y respetado. Pero su gran momento llegaría con la
guerra Civil.
La
sublevación de gran parte del ejército el 18 de julio de 1936 no alcanzó a
terminar con el régimen republicano, pues fracasó en amplias zonas de España,
entre ellas Madrid, por lo que desembocó en una larga guerra. No debemos
pensar, sin embargo, que en los territorios que escaparon al control militar
continuara vigente, sin más, la legalidad republicana. Al contrario, en ellos
se produjo un colapso del aparato del Estado, al iniciarse un proceso
revolucionario en que los partidos y sindicatos de izquierdas se hicieron con
el poder, marginando a unas autoridades impotentes y atemorizadas.
Ante el
avance de los sublevados, el gobierno de la República, presidido por Francisco
Largo Caballero, determinó trasladarse a Valencia y ordenó al general Miaja la
formación de una Junta de Defensa en la capital (6 de noviembre). En el nuevo
organismo, Santiago Carrillo quedó como encargado del orden público. Las
cárceles de Madrid estaban en aquel momento saturadas de presos sobre los que
pesaba la acusación o simplemente la sospecha de pertenecer a organizaciones de
derechas o simpatizar con el levantamiento militar. El día 7 se inició su
traslado a Valencia, pero la mayor parte de los convoyes solo llegaron hasta
Paracuellos del Jarama, donde los presos fueron fusilados por milicianos
supuestamente incontrolados. En estas circunstancias, Melchor Rodríguez fue
nombrado Delegado de Prisiones en Madrid el día 10, pero ante la imposibilidad
de detener las matanzas, por la falta de colaboración del resto de las
autoridades, dimitió cuatro días después. No obstante, el ministro de Justicia,
el también anarquista Juan García Oliver, le reiteró su confianza, por lo que
el 4 de diciembre retornó a su puesto, esta vez con plenos poderes. Inmediatamente,
adoptó una serie de medidas para proteger a los presos de las sacas por los
milicianos y, pronto, poniendo en riesgo en varias ocasiones su propia vida,
puso fin a los asesinatos. Una de sus actuaciones más destacadas tuvo lugar el
8 de diciembre, cuando, tras un bombardeo franquista, un nutrido grupo de
milicianos se presentó ante la cárcel de Alcalá de Henares, exigiendo la
entrega de los presos. Melchor Rodríguez se trasladó allí de inmediato y, tras
dar orden a los funcionarios de que si le pasaba algo repartieran armas a los
reclusos para que pudieran defenderse, se enfrentó a los concentrados, quienes
finalmente abandonaron el lugar.
Al
final de la guerra, se negó a dejar Madrid, por lo que fue capturado y sometido
a un juicio en el que el fiscal pidió veinte años de cárcel. El propio general
Muñoz Grandes declaró en su favor y presentó las firmas de miles de personas
que agradecían a Melchor Rodríguez haberles salvado la vida. No obstante, fue
condenado y permaneció en prisión hasta 1944.
Una vez
en libertad, trabajó como agente de seguros, sin renunciar nunca a sus ideas
anarquistas. Cuando murió, en 1972, el gobierno franquista permitió que su
féretro se cubriera con la bandera de la CNT y que en el entierro se cantara el
himno anarcosindicalista A las barricadas.
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